En una tarde lluviosa del presente mes de septiembre, en la Casa de la Poesía, Racso Pérez Morejón y Ciro Bianchi Ross presentaron el libro Las armas y el oficio del joven periodista, editor y crítico Rafael Grillo quien ensaya una suerte de relectura sobre la crónica, en la cual se funden la historia y el periodismo con la creación propia de la literatura. Esto —y algo más— le valió el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008 en la categoría de periodismo literario.
La crónica, que es la novela de la historia», escribía José Martí el 7 de enero de 1893 en una carta a Vicente G. Quesada, sin saber que definía, para generaciones venideras, la esencia de ese género periodístico y del arte que compromete a quienes no se conforman con la estabilidad del canon. Irreverencia, si se puede decir así, es el ingrediente de una nueva generación de periodistas que salvan pautas para develar la poesía de las circunstancias y los trasuntos que las acompañan, sin ignorar por esto el arraigo a la veracidad de los hechos. Una de las pruebas más elocuentes de este movimiento es el libro Las armas y el oficio, de Rafael Grillo.
Publicado por la Editorial Capiro, después de obtener el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008, en la categoría de Periodismo Literario, viene a ser un texto providencial, que rescata una riquísima tradición y aporta frescura y contemporaneidad al cultivo de la crónica, casi inexistente en el panorama mediático cubano actual. Este volumen revela, además de un escritor agudísimo, dueño de una técnica discursiva profunda y dúctil, un proceso cultural de alto vuelo conceptual que recién hace eclosión en el universo escritural de la Isla; en consonancia con aires similares que soplan desde Latinoamérica y el mundo.
Sin pretender erigirse como el chiquillo que logra extraer una espada fundida en un peñasco, Grillo (La Habana, 1970) demuestra las extensiones del oficio que batalla por ofrecer nuevas perspectivas, en las que recreación y aporte subjetivo no se divorcian por completo de la realidad factual; más bien la perfilan, matizan, aderezan, descubriendo facetas que escapan de la más castiza práctica. Algunos podrían pensar que la irrupción de renovadas estrategias comunicativas constituye una ruptura con las existentes. Y no se equivoca del todo. Sin embargo, el libro en cuestión evidencia la pertinencia del tributo; en tanto este represente evolución y empuje, y sin que signifique futilidad ni herejía.
La crónica, recurso compositivo que engloba elementos de sus pares periodísticos, exige una dialéctica que imbrica lo informativo con lo creativo, en una suerte de sinergia donde literatura e historia se combinan con el oficio reporteril para lograr productos de gran ingeniosidad. Muchos de los escritores más laureados de la literatura universal han incursionado con éxito en la crónica. Desde el siglo XIX hasta la actualidad, no son pocos los que defienden la tesis de que todo buen escritor se forja al fragor de la disciplina periodística. Basta mencionar nombres como el de José Martí, Leopoldo Alas «Clarín», F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Antonio Muñoz Molina, Gabriel García Márquez, Mario Benedetti, Alejo Carpentier, Tom Wolfe, Ryzsard Kapuscinski, Gore Vidal y muchísimos otros que han hecho literatura desde una redacción.
Se podría teorizar mucho sobre este tema, siempre sensible, controvertido y polémico, pero la aparición en sí de este libro, y la posibilidad de descubrir en él grandes rupturas, ya es una aventura del intelecto. Cuando se penetra en la cosmogonía del autor, filosóficamente hablando... quiero decir, escribiendo; el lector puede percatarse de una voluntad de estilo que trasciende cualquier circunstancialidad. El tejedor de esas crónicas quiere decir algo y línea a línea se hace escuchar; o sea, debí decir leer. El otro elemento de importancia, a mi modo de ver, es la conexión que logra hasta con el receptor más escéptico, que se pregunta si son la imaginación y la omnisciencia armas vedadas para el periodista. Y me pregunto: ¿es que el periodista no es también un creador?
Por eso, no se podría dudar de que los análisis que hace alrededor del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y su figura principal, el subcomandante Marcos, sean atinadas versiones desde la cultura de un evento asociado a la política internacional y de grandes connotaciones regionales. Asimismo asume los acercamientos a la personalidad de Tom Wolfe, no por casualidad considerado por muchos años como el adalid de ese «nuevo periodismo» que él mismo declaró muerto décadas después. Lo interesante es la forma, heredada de esos periodistas estadounidenses de los años 60 que trataron de «trabajar» la información y tomar parte en ella, espolvorearle algo de su propia subjetividad y romper así el distanciamiento entre el hecho y un reportero interesado en difundir datos sin que esto implique una toma de partido.
Grillo no solo «se» acerca, sino que «nos» acerca a la vida y la obra de ese gran luchador e intelectual argentino Rodolfo Walsh, colaborador de Jorge Ricardo Massetti en la fundación de la agencia de noticias Prensa Latina. Ahora, el autor no queda en la elegía y el réquiem, sino que busca entender, volver sobre los pasos del tiempo para hacernos vivir los flujos más profundos de una personalidad en franca contradicción con su entorno. Entorno hostil personificado por una dictadura militar que, entre 1976 y 1983, borró de la faz de la tierra a 30 mil personas. Si uno vuelve sobre la obra de Walsh, lo imaginará de seguro luchando en plena calle contra sus perseguidores, quienes ni despareciéndolo lograron borrar su impronta. Lo imaginará hablando consigo mismo, midiendo sus posibilidades, sintiendo sus sensaciones. Eso también, y mucho, es periodismo.
Por ese mismo túnel podemos acercarnos a los universos vivenciales de los también víctimas del régimen de facto argentino, Haroldo Conti y Francisco Urondo. Cualquiera diría que Grillo es un superviviente de esos hechos. A los que tuvo acceso con la única credencial de su talento. Reproduce diálogos interiores, recrea escenarios, rescata diálogos, aprisiona percepciones, como si guardara bajo su almohada esa caja negra que recoge los últimos momentos de cada persona y, a partir de esos pedazos, reconstruyera las situaciones lejanas, recelosas de los testigos. Entonces, ¿quién acompaña a Walsh? ¿Quién atisba el auto de Urondo? ¿Cómo llegó a la casa de Conti? Transportándose como un arqueólogo de acontecimientos.
Si nos peguntáramos, en el más desafortunado de los casos, si el periodismo a la postre se debe solo a la verdad ¿serían creíbles las andanzas de Paco Ignacio Taibo II o la identidad del Subcomandante Marcos? Eso dependería de qué lado de la reja nos acompaña la realidad, porque lo que nos enseña este libro es que siempre hay una, que, incluso, podemos construir nosotros mismos... sin esperar por nadie. Como todo debe tener un límite de cuartillas, este libro me parece demasiado corto. Sería bueno acceder a esos otros destellos de la creatividad que Rafael Grillo regala cada bimestre en El Caimán Barbudo.
Yo vi muchas cosas en este libro, y no solo fueron capítulos. Quien se atreva a leerlo descubrirá otras tantas. Ojalá vengan muchos otros monumentos a la originalidad, hijos de esos que no pueden mantenerse dentro del cuadrilátero de una nota enlatada o un reportaje devenido receta culinaria. Yo vi muchas cosas en este libro, pero una me dejó cerrarlo en paz, convencido de que, como dijera nuestro eterno José Martí, «cuando un hombre escribe en este estilo puro, solemne y vibrante, ciertamente es un gran escritor». Que no quepan dudas.
Rodolfo Zamora Rielo
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