Con un repertorio sui generis de fabulaciones personales, Vicente Rodríguez Bonachea ha priorizado la visualidad de sus obras al proponerse «transmitir un conjunto de disímiles sensaciones», según él mismo confiesa.
Tras asumir que su arte es como «poesía pintada», deja entrever que el cromatismo representa –sin dudas– la verdadera quintaesencia de su poética.

 Pronto se cumplirán 20 años del aviso que escribiera Eliseo Diego para la exposición «Reflejos», en el cual proponía pasear con lentitud por un grupo de las primeras obras de Vicente Rodríguez Bonachea. Al verlas, el gran poeta-niño había experimentado una rara sensación: «estas acuarelas huelen».
«Ahora que nos adentramos en ellas, precedidos por un gato atentísimo, lo comprendo todo: es el aroma de la tierra santificada por el rocío, la fragancia de la hojarasca, la esencia de las maderas», reconocía Eliseo con su habitual imaginería sensorial, para añadir: «Aquí el agua huele a agua, la noche a noche, el Kerosén que arde en los candiles a puro Kerosén inmolándose en un candil»(1).
Desde entonces, las fabulaciones figurativas con cierto halo de candidez han sido una constante en Bonachea, y es entendible que suscitaran la atención de aquel «anciano venerable, de un humor muy especial, que era todo bondad y sencillez», al decir del ¿dibujante?, ¿ilustrador?... Pasadas casi dos décadas de aquella exposición, cualquier intento de definirlo como artista plástico no sólo arrojaría luz sobre su derrotero creativo a partir de entonces, sino que permitiría situarlo en el contexto actual del arte cubano. Pero mejor que sea él quien —en una elipsis rotunda— se autodefina:
«No soy ni pintor ni dibujante ni ceramista ni grabador. Me considero un artista que se ha valido de esos oficios para la expresión artística. Cuando tengo necesidad de dibujar, dibujo; y cuando tengo necesidad de pintar, pinto. Mis primeras exposiciones —incluida "Reflejos"— fueron todas de dibujos y no por un deseo espiritual, sino más bien material. No tenía condiciones para pintar y lo que hacía era dibujar. Entonces, me di a conocer fundamentalmente como dibujante. Después pasé al mundo de la ilustración y el diseño, y estuve muchos años trabajando como ilustrador de libros para niños, cosa que me encanta hacer».
Bonachea es un sano deudor del oficio artístico que nunca se ha perdido en esta isla. En su caso, las razones son más que justificadas por su formación en la Academia de San Alejandro. De ese oficio —verdadero aliciente para quienes no simpatizan del todo con la circunstancia del arte efímero— se valen muchos de los creadores que protagonizan el proceso del arte cubano contemporáneo, caracterizado por «la variedad que existe en cuanto a lenguajes», según reconoce el propio Vicente.
«Incluso hay muchos jóvenes que están muy metidos en el mundo del arte digital o del arte de las instalaciones, algo que me parece válido. En todas partes sigue habiendo pintores tradicionales —por llamarlos de alguna manera— y artistas que se dedican a la instalación o a la especulación con el video-arte. No creo que una cosa sea más importante que la otra, pues son lenguajes diferentes. Da lo mismo que, con un palito y una piedra, tú digas lo que quieres decir con un lienzo y pintura.
»En Cuba hay una calidad bastante sostenida en cuanto al arte tradicional; sin embargo, no ocurre lo mismo con el arte de las instalaciones. Por lo menos yo lo veo así. Hay muchos instaladores, pero sin la calidad que tienen las instalaciones que uno ha estado acostumbrado a ver. Incluso, pienso que en los años 80 se hicieron mejores instalaciones que las que se realizan en la actualidad. No tengo nada en contra de éstas. De hecho, me gustaría en algún momento hacer alguna, y si me toca en mi interior, la haré».
Vicente está convencido de que, en la actualidad artística del país, quizás sea más factible referirse al instalar como verbo que al pintar mismo. Aun así, en el arte plural que nos glorifica e identifica, numerosos son los creadores que prefieren pintar. Pensemos por un momento en las obras de este artista. Casi todas nos develan una dimensión enrarecida de particulares motivos. Están demasiado distantes y cercanas de nuestra realidad, a pesar de lo contradictorio. Son una fuga de emociones, una confluencia de posibles ensueños. Lo que de racional pueda tener un detalle en el soporte empleado, es anulado por el conjunto composicional. Sus creaciones escapan de lo racional, fluyen en el sinsentido útil.
 Por más de 25 años, Bonachea ha laborado sostenidamente, mas la apariencia visual de sus piezas casi no ha sido alterada. Él es dueño de un estilo que nunca ha pretendido modificar, por ser el que más se aviene con su personalidad. El artista ha cambiado más que sus propias creaciones, al menos físicamente.
Quien en su etapa de estudiante fuera a Pinar del Río expresamente a conocer al autor de El gran apagón (1994-95) —algo que a Pedro Pablo Oliva le extrañó un poco—, pertenecía «al grupo de artistas que en los años 80 sólo hacían arte en sus ratos libres, porque primero debían cumplir con su jornada laboral de ocho horas»(2).
Tal vez, las obras suyas de ese período —fundamentalmente dibujos— permanezcan engavetadas en su casa, pero no sucede lo mismo con casi todas sus pinturas de los años 90. Recordemos que es a partir de esta década cuando es permisible hablar de un mercado para el arte cubano, aunque no de un mercado de arte en Cuba(3).
Alcanzado el status de artista más independiente, las 24 horas del día le pertenecieron por entero. Y con la legalización de la tenencia de divisas en 1993, las perspectivas de comercialización de sus obras se incrementaron, lo cual determinó que pudiera dedicarse más a la pintura. Curiosamente, esta nueva etapa coincide con otra manera de rubricar sus obras: si antes firmaba Vicente, ahora será —es— Bonachea.
Sin estar influenciadas en forma directa por las tendencias más novedosas de nuestro panorama artístico, las obras de este último período corresponden al arte cubano de ahora, el cual «se ha convertido en una inversión financiera y en objeto de especulación, lo que ha condicionado que dichas producciones pasen a formar parte de importantes colecciones privadas y sean compradas por prestigiosos museos en el mundo»(4).
Bonachea participa de esta realidad. Él tampoco puede escapar de la siguiente observación del artista Lázaro Saavedra: «Hoy día gran parte del arte cubano sufre una metamorfosis, se está desplazando de la presentación (originales) a la representación (fotografías, diapositivas) en el dossier, el catálogo o el video del artista que es mostrado a todo galerista, crítico, comprador, etc. (sic) extranjero que llega al país…»(5)
Pero si bien, en los últimos tiempos, lo que más ha hecho es pintar, en su última exposición —«Papeles olvidados» (2002)— Bonachea nos sorprendió con su retorno al dibujo sobre un soporte fragmentado y mixto. Es el caso de la pieza Crónica de Indias (2002), en la que —dejando a un lado su habitual y seductor cromatismo pictórico— optó por el ready made para integrar varios trazos lineales con la imagen impresa de un mapa del mundo. Con esta obra, el artista parece introducirse por los vericuetos de la historia para (re)vivir la travesía contada por los viajeros que atrofiaron el curso cultural americano. Un homenaje, un recuerdo a los días del (des)encuentro.
Pero, en términos perceptivos, son sus fabulaciones personales —sin dudas— las que más transmiten la esencia de su arte pictórico: un arte que prioriza la visualidad al proponerse, además, «comunicar un cúmulo de disímiles sensaciones», según él mismo confiesa. Son pinturas para ser sentidas, y basta. Nace del artista mismo que así sea. Recrean el instante de una historia, atrapada en la majestad del peculiar embrujo de sus ambientes. Su tenue luz propicia pensar en un reino del encanto, con recreaciones y melodías, ficciones y detalles. Los polifuncionales candiles del pintor le ayudan —al mismo tiempo— a dar los últimos retoques de su labor para sentir y ser. En realidad, con el final todo empieza. El artista cierra e inicia siempre un ciclo de fantasías. A sus pinturas cabe sentirlas a la manera de los niños. Aspiran a retrotraernos a nuestro estado inicial de vida; claman por el niño que un día fuimos. Las miradas de sus entes fragmentados, el constante elogio a lo carnavalesco, el repaso visual a la hibridez de nuestros orígenes… son algunos de los pretextos para insuflar sensaciones de bienestar y complacencia. Triunfan así la música, la penumbra, el silencio...
Varias conservan entre sí alguna similitud formal, lo que no deja de significar para su autor una señal de alerta, pues: «Temo repetirme, pero no a repetir elementos, que es otra cosa. Alguien dijo una vez —no recuerdo ahora quién— que los artistas nos pasábamos la vida tratando de pintar el mismo cuadro de diferentes maneras. Y yo pienso que es verdad». Ésta es la razón de su hilatura visual. Ánimos por la persistencia y el balance, que es lo mismo.
El motivo histórico asociado a la cubanía —o viceversa— fue un factor que lo hizo poetizar desde la plástica a una esencia de esencias: José Martí. De niño, supo lo que a esa edad se conoce del Apóstol. Con el tiempo, el Maestro pasó a formar parte del primer universo visual de su labor e, incluso, ilustraría en 1983 una edición costarricense de La Edad de Oro. Esa disposición martiana alcanzaría un momento álgido en su exposición «Pinta mi amigo el pintor» (2001), un sincero intento de homenajear a través de lo pictórico a un Martí inmerso en la situación de algunos de sus propios versos.
Son pocos los artistas cubanos que han dejado de reflexionar en el Martí de carne y hueso. Atraídos por su dimensión humana, muchos tratan de llevarlo al lienzo y hacerlo andar de ser posible. Y aunque están en desventaja con aquellos que lo conocieron personalmente y lo retrataron en vida —Herman Norrman, Cirilo Almeida Crespo, Bernardo Figueredo Antúnez…—, no le temen a semejante reto y se imponen cumplir esa suerte de compromiso con la historia (del arte). Ya no es época de su fiel retrato físico, sino —más bien— del espiritual. Signados por la subjetividad, los pintores de hoy son más atrevidos pues el arte tiene libertades de las que carece el análisis histórico. Así, Bonachea es capaz de sugerir las cualidades musicales de Martí, poniéndole un violín en mano para interpretar un concierto al que asisten los seres imaginarios que habitan sus cuadros.
Lejos de la patria y en un ambiente natural ajeno, Martí le comentó por escrito a un amigo que se había puesto a estudiar los insectos para entender mejor a los hombres. Con la obra Arte soy entre las artes (2000), los entes fantásticos de Bonachea son ahora los que miran y aprenden de un Martí violinista.
En un pedacito de manigua se le ve con un violín en plena disertación musical, algo que en vida suya no debió ocurrir. Aunque se sabe que en México, siendo un joven, asistió a más de un concierto de aquel cubano que le hizo recordar a la Isla con su arte refinado: José White. Años después, Martí le regalaría a Gerardo Castellanos (hijo) un violín, del que hoy sólo se conserva el arco(6).
Al representar a Martí dentro de algunos de sus propios versos, Bonachea se permitió transmutar en imágenes visuales el sentido poético martiano, de modo que algunos puedan ser (re)conocidos más allá de la palabra escrita. Tierra y plástico, plumas y madera fueron añadidos al soporte bidimensional en piezas como Y para el cruel que me arranca... (2000), Yo soy un hombre sincero... (2000), Mi verso crecerá: bajo la yerba... (2001), pero es En un carro de hojas verdes... (2000) la obra que marca en esta exposición el uso de lo tridimensional en toda su connotación con tal de corporizar el poema XXIII de Versos sencillos.
El espaldar de una vieja cama se convierte en soporte del féretro «imaginado» por Martí para su muerte: En un carro de hojas verdes/ A morir me han de llevar… Es el mismo carrito que —como concepto— aparece en otras pinturas de Bonachea y que, a la manera de Ángel Acosta León, ha convertido en artefactos personales, ya sea en una fosforera (Circo, 1999) o en una cafetera (El carro, 1999). Sólo que ahora este juguete suyo —en tres dimensiones y con ruedas— sirve para acoger el cuerpo de Martí, quien más bien yace dormido en un entorno vegetal y cuya expresión plácida en el rostro deja entrever que ha sido satisfecho su pedido literario: Yo quiero salir del mundo por la puerta natural…
Aunque es dado a homenajear a otros creadores cubanos mediante la apropiación de sus obras más simbólicas —al pintor Carlos Enríquez, por ejemplo, con Cierto rapto de ciertas mulatas (2000)—, sin dudas es su tributo a José Martí uno de los que mejor revela la esencia de su personalidad artística, la esencia de ese Bonachea «que quiso ser poeta y, al no poder comunicarse a través del lenguaje escrito, lo hace por medio de la pintura», como él mismo reconoce asumiéndose en tercera persona del singular, antes de ofrecernos la clave de su resorte creativo: «Yo siento que mi obra es una poesía no escrita. Una poesía pintada, que comienza siendo abstracta para después ser definitivamente figurativa, pues inicio mis cuadros con manchas de color, de las que luego no me puedo desprender».
No hay dudas, pues, que el cromatismo es la verdadera quintaesencia de su poética. No en balde, la prestancia formal de sus cuadros alimenta la esperanza en la restitución visual de nuestros alrededores.
Y si como discípulo ferviente del color, Vicente Rodríguez Bonachea decide incursionar con más sistematicidad en lo instalativo-escultórico, pronto nuestro entorno comenzará a cambiar por mímesis. Los puntos de interacción con su obra serán mayores, por manifestarse también en el espacio y no sólo en el plano. Entonces seremos otros, gracias al color que logra restituir las fuerzas invisibles que nos acompañan por siempre.


(1) Eliseo Diego: Aviso, en catálogo de la exposición «Reflejos». Casa de la Cultura de Plaza, La Habana, noviembre de 1983.
(2) Criterio expresado por la profesora María de los Ángeles Pereira en una de sus conferencias en la Facultad de Artes y Letras.
(3) Lissette Monzón Paz y Darys Vázquez Aguiar: «El mercado del arte en los márgenes de la ideología y la realidad. (Notas para un acercamiento a la nueva situación del mercado de la plástica cubana contemporánea en la década de los noventa)», en Artecubano, no. 3, 2001, p. 15.
(4) Ídem, p. 13.
(5) Citado por Danné Ojeda en «La realidad y sus dobles. A propósito de una de las perturbaciones paradigmáticas en la obra de Lázaro Saavedra», en Artecubano, no. 3, 2000, p. 25.
(6) Detalle que me señalara el especialista por excelencia del epistolario martiano, el investigador Luis García Pascual.

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