Entre los pintores cubanos actuales podemos encontrar a Rigoberto Mena, artista que «ha apostado por la abstracción, lo que no significa que su estética esté resguardada de las tentaciones figurativas».
En cada cuadro el artista maneja sus estados de ánimo. A veces se le antoja la frialdad cromática y acude a su paleta para desempolvar los azules, los grises. Cuando abandona esa rítmica visual, la luz inunda las telas.
Temprano en la mañana comienza el ritual: el artista camina por las calles, reconoce en la multitud rostros familiares que a fuerza de reencuentros devienen cotidianos. Medita, reflexiona..., ante sus ojos cada detalle es susceptible a la metamorfosis plástica.
Absorto en su introspección, Rigoberto Mena ( Artemisa, La Habana, 1961) se sorprende ante la puerta de su estudio-taller. Para los transeúntes que merodean la populosa calle de San Ignacio, el número 154 despierta sospechas: ¿quién será el dueño de aquella casa pintada de tal manera?, se preguntan los más curiosos, escandalizados ante la expresividad cromática que delata el escondite del pintor.
Para Mena el día empieza con la primera mancha en el lienzo. En actitud desordenada aparece un brochazo y luego otro y otro... pero detrás de ese aparente delirio de autómata se esconde su deslumbramiento por la abstracción, corriente que desde su surgimiento, con las primeras obras de Kandinsky, Malevitch y Mondrian, hasta su apogeo en Estados Unidos –meca del arte moderno en la década de los 50– no ha podido deshacerse de seudónimos peyorativos y detractores acérrimos.
Sin embargo, la continua filiación de pintores a la tendencia abstraccionista es una estocada mortal para quienes todavía insisten en los calificativos de arte facilista y abstruso. La acogida de la obra de este creador en galerías de México, Europa y Estados Unidos, así como su éxito entre los coleccionistas norteamericanos, confirma nuevas y viejas sospechas: «El arte abstracto sólo será mal arte, si está en la mente del espectador. El espectador se aburrirá si no sabe qué buscar, o si espera algo que no está allí...»(1)
Construir trazos, indefinir contornos, mezclar colores, camuflarlos mediante veladuras es un acto de reconocimiento a sí mismo y a sus estados anteriores. En ese proceso de retraimiento que es la creación, Mena navega por los vericuetos de la mente y el espíritu; exterioriza sus desasosiegos y certidumbres. Para él la pintura es como la filosofía, en la cual ningún filósofo puede presumir de tener la verdad absoluta si no aclara antes que tal teoría es su verdad. Es por ello que raras veces titula sus obras, ¿por qué condicionar los significados si su verdadera satisfacción está en la pluralidad de las lecturas, en el poder de la semiótica y en la sugestionabilidad de las mentes?
Al igual que el maestro ruso Kandinsky, Mena recibe inspiración a través de la música: «para mí la música está muy cercana a la pintura; concibo la pintura como una especie de sinfonía, donde hay sonidos altos, sonidos bajos, zonas claras y zonas oscuras»,(2) afirma, para luego explicar que los motivos los halla por doquier: «lo mismo en las huellas de las manos o de las ruedas sobre el pavimento que en los ojos de mi esposa».(3)
En cada cuadro el artista maneja sus estados de ánimo. A veces se le antoja la frialdad cromática y acude a su paleta para desempolvar los azules, los grises. Cuando abandona esa rítmica visual, la luz inunda las telas; entonces la calidez se nos hace más cercana tal vez por esa suerte definitoria de habitantes de una isla caribeña. Rigoberto Mena ha apostado por la abstracción, lo que no significa que su estética esté resguardada de las tentaciones figurativas. Se autorreconoce heredero de una sensibilidad rechazada, incomprendida desde su nacimiento, pero igualmente validada en territorio nacional por el legado del Grupo de Los Once y sus seguidores. Más allá de discursos apologéticos o detractores del orden abstraccionista, se declara defensor de las individuales expresivas, inspiradoras de realidades (otras) que descubre en su constante experimentación.
(1) Mario de Michelli, Las vanguardias artísticas del siglo XX.
(2) Entrevista realizada al pintor.
(3) Ídem.
Absorto en su introspección, Rigoberto Mena ( Artemisa, La Habana, 1961) se sorprende ante la puerta de su estudio-taller. Para los transeúntes que merodean la populosa calle de San Ignacio, el número 154 despierta sospechas: ¿quién será el dueño de aquella casa pintada de tal manera?, se preguntan los más curiosos, escandalizados ante la expresividad cromática que delata el escondite del pintor.
Para Mena el día empieza con la primera mancha en el lienzo. En actitud desordenada aparece un brochazo y luego otro y otro... pero detrás de ese aparente delirio de autómata se esconde su deslumbramiento por la abstracción, corriente que desde su surgimiento, con las primeras obras de Kandinsky, Malevitch y Mondrian, hasta su apogeo en Estados Unidos –meca del arte moderno en la década de los 50– no ha podido deshacerse de seudónimos peyorativos y detractores acérrimos.
Sin embargo, la continua filiación de pintores a la tendencia abstraccionista es una estocada mortal para quienes todavía insisten en los calificativos de arte facilista y abstruso. La acogida de la obra de este creador en galerías de México, Europa y Estados Unidos, así como su éxito entre los coleccionistas norteamericanos, confirma nuevas y viejas sospechas: «El arte abstracto sólo será mal arte, si está en la mente del espectador. El espectador se aburrirá si no sabe qué buscar, o si espera algo que no está allí...»(1)
Construir trazos, indefinir contornos, mezclar colores, camuflarlos mediante veladuras es un acto de reconocimiento a sí mismo y a sus estados anteriores. En ese proceso de retraimiento que es la creación, Mena navega por los vericuetos de la mente y el espíritu; exterioriza sus desasosiegos y certidumbres. Para él la pintura es como la filosofía, en la cual ningún filósofo puede presumir de tener la verdad absoluta si no aclara antes que tal teoría es su verdad. Es por ello que raras veces titula sus obras, ¿por qué condicionar los significados si su verdadera satisfacción está en la pluralidad de las lecturas, en el poder de la semiótica y en la sugestionabilidad de las mentes?
Al igual que el maestro ruso Kandinsky, Mena recibe inspiración a través de la música: «para mí la música está muy cercana a la pintura; concibo la pintura como una especie de sinfonía, donde hay sonidos altos, sonidos bajos, zonas claras y zonas oscuras»,(2) afirma, para luego explicar que los motivos los halla por doquier: «lo mismo en las huellas de las manos o de las ruedas sobre el pavimento que en los ojos de mi esposa».(3)
En cada cuadro el artista maneja sus estados de ánimo. A veces se le antoja la frialdad cromática y acude a su paleta para desempolvar los azules, los grises. Cuando abandona esa rítmica visual, la luz inunda las telas; entonces la calidez se nos hace más cercana tal vez por esa suerte definitoria de habitantes de una isla caribeña. Rigoberto Mena ha apostado por la abstracción, lo que no significa que su estética esté resguardada de las tentaciones figurativas. Se autorreconoce heredero de una sensibilidad rechazada, incomprendida desde su nacimiento, pero igualmente validada en territorio nacional por el legado del Grupo de Los Once y sus seguidores. Más allá de discursos apologéticos o detractores del orden abstraccionista, se declara defensor de las individuales expresivas, inspiradoras de realidades (otras) que descubre en su constante experimentación.
(1) Mario de Michelli, Las vanguardias artísticas del siglo XX.
(2) Entrevista realizada al pintor.
(3) Ídem.