El humor y la voluntad lúdrica caracterizan la obra de este artista cubano, quien con inigualable maestría es capaz de iluminar lo mismo el barro, que la madera, el lienzo, la piedra, el vidrio...
Sosabravo se muestra enamorado de sus ardides: pinta como si preparara la piedra para grabar; con el pincel recrea las formas volumétricas ganadas en la cerámica; traslada al lienzo la ductilidad de la litografía.

 Al visitante de La Habana lo sorprenden unas ambiciosas figuraciones, amable enigma del color y el volumen, columnas como totems, figuras que lo inquietan por su modernidad y un oficio de explícita raíz antigua, pues con tan deleitosa minuciosidad no suelen trabajar los artistas modernos.
Si el viajero avanza por las calles y los patios de algunos palacios habaneros, junto a la cariciosa vegetación lo miran y se dejan ver esos amontonamientos armónicos, compuestos por fragmentos, cada cual más seductor. Exaltan un oficio inveterado y provocan por su fuerza contaminante. Independientemente de cualquiera otra consideración, cantan a la alegría de vivir, tamizan una sonrisa y entregan elementos del humor que caracteriza a los cubanos. Son las piezas de Alfredo Sosabravo, el mayor ceramista de Cuba. Tras esas obras monumentales palpita una admirable voluntad artística.
Alfredo Sosabravo nació en 1930, en una ciudad del centro de la Isla, Sagua la Grande. Desde muy joven se mudó a La Habana y cursó sus primeros estudios en la Escuela Anexa a la Academia San Alejandro. A partir de los años sesenta alcanzó la definición de su personalidad en el dibujo, el lienzo y el grabado. Un revés que evoca con la sencilla manera con que obvia lo desagradable, lo acercó a la cerámica. Y la hizo su reino. Con la misma natural ambición que asumió la piedra litográfica para sacarle posibilidades que otros no hallaban, fueron suyos la arcilla y el fuego, los esmaltes, el volumen. Posiblemente el primer asombrado fuera él, pero había nacido para dar vida a una obra que resultó definitoria. Tampoco es hombre de teorías, sino de síntesis evidenciada en hechos artísticos, calmada sapiencia, oficio conquistado.
La muestra más descollante de aquel período quedó fijada en el Hotel Habana Libre, en un mural, El carro de la Revolución (1970-1973). Allí ya aparece una de las recurrencias de su obra, la suma de fragmentos para un todo que se organiza con la complicidad del espectador, y su inigualable capacidad para tratar temas arriesgados sin abandonar un humor ligero y sentencioso. En aquellos años, junto al desbordado quehacer del proceso de cambios emprendido en Cuba, la arena intelectual se estremecía con la crítica culturológica, teorías que impugnaban los medios masivos de comunicación, reafirmación patriótica y confrontación de ideas tercermundistas frente al pensamiento tradicional. Todo lo llevó a su obra, pero sin cargar las tintas ni renunciar a su peculiar mirada de artista.
Si se buscaran lineamientos definitorios de su vasto quehacer, no sería difícil elegir el humor y la voluntad lúdrica. Le sirven para connotar significados en ocasiones explícitos y otros más intrincados. Esa variabilidad la alcanza por un montaje apoyado en contrastes. En la pintura, el grabado, el dibujo, el collage, la cerámica y nuevamente la pintura, técnicas que ha frecuentado con similar dedicación, Sosabravo se muestra enamorado de sus ardides: pinta como si preparara la piedra para grabar; con el pincel recrea las formas volumétricas ganadas en la cerámica; traslada al lienzo la ductilidad de la litografía. Entre tanto, no abandona sus símbolos ni su obsesiva manera de cubrir los fondos con una acuciosidad casi maniática. De ahí el retorno al letrismo, a personajes que reaparecen en nuevos contextos, vinculaciones de puro placer estético, elementos «ingenuos» para una insoslayable seriedad de contenidos y mensajes de la inmediatez, todo nimbado por un arriesgado colorismo que con el tiempo devino conquista.
El globo de los comics y los signos que evidencian movimiento, sorpresa, interjección, dirección...; un arsenal de espejuelos, corbatas, tijeras, cubos, círculos, piezas de origen mecánico —como si las «máquinas» y «aparatos» de etapas anteriores se desarticularan para servir a nuevos cometidos—; el tratamiento de las figuras y los fondos con el énfasis de los libros para colorear (la estructuración de los contornos esmeradamente definidos, ¿no semeja la acción colorística de los niños en esos álbumes prácticos?)... con todo ello redondea una forma que es su estilo, donde comulgan lo ingenuo y lo significante.
 Un momento revelador de su trayectoria lo estableció la exposición La naturaleza, el hombre, la máquina (1990, Museo Nacional). Fue resumen, reflexión y nuevo emplazamiento. Una parte de su obra parece armada por un reciclaje que a los fragmentos dota de nuevas implicaciones. Los trata con subrayada intención, riguroso perfeccionismo que acentúa la irrealidad de los juegos, metaforismo que enarca los volúmenes. Ya se trate de la naturaleza, de las cosas o del cuerpo humano, los impregna de una real-irrealidad. Es una provocación para que el observador les halle nuevo significado, caprichoso puzzle donde armará la posible «historia».
Las figuras —sus «personajes»— de formato cada vez más ambicioso, desde las máquinas, que atemorizan y seducen, a los torsos de gladiadores, llevaron su experiencia artística a definiciones que sumaban un mundo de símbolos. De los «aparatos» a los murales, armados con esos persistentes fragmentos elaborados con idéntica minuciosidad que el conjunto, llegaría a la incorporación del gesto —¿gesto social?—, pero no desde la contracción de un rostro, sino por la suma de elementos caracterizadores, piezas convocadas a un discurso que no traiciona su esencia lúdrica, fruición en la creación de las partículas y del todo. Esos fragmentos «dicen», significan en el conjunto sin perder la sabichosa sonrisa que envuelve toda la obra.
Volumen, color y textura le sirven para explayar un mundo personal que es reflejo del mundo real, a un tiempo que impone su propia caligrafía. Estamos ante el regodeo de una manera de decir que no abandona su destino. Oficio y júbilo del artista, autorreconocimiento, flecha lanzada a sí misma. Desde esta comprensión, la obra de Sosabravo enarbola su dignidad y orgullo. No ha soslayado la representación —o alusión— de lo inmediato, pero tampoco ha perdido su brújula y el sano sentimiento de la integridad. Lo que al inicio vimos en series y etapas, del entorno mecánico al orgánico, alternó y convivió para conveniencia del creador. Y sorprende la gracia con que acarrea elementos afines a su sensibilidad para convertirlos en útiles de su expresión. Si el observador se detiene en cada conjunto y en el todo, agradecerá la desenfadada constancia con que lo referente ganó trascendencia. Y es que lo tocó la empeñosa mirada del artista, lo sumó a una cosmovisión en ocasiones sardónica, irreverente, siempre fiel a sí misma.
Cuando converso con Alfredo Sosabravo, hombre que tras la sencillez campechana protege su fina sensibilidad, hallo a quien se aventuró en las artes plásticas con el mismo decidido paso con que hizo suya la ciudad, la misma invariable decisión que solucionó tropiezos que a otros minimizaron. Repaso los momentos determinantes de su trayectoria y compruebo que este hombre convirtió su «hallazgo» de la cerámica en un nuevo terreno a conquistar. Donde señoreaba la indolencia y la reiteración, impuso la voluntad de lo trascendente. Sus signos se impusieron a la materia nueva y terminaron contaminados por ella. Se maridaron el barro y el fuego con un talento que no se apoca. El proceso le obsequió el dominio del volumen. De la textura lograda en la piedra litográfica llegaba a nuevas modulaciones, la de la mano en el barro, placer táctil, identificación y exigencia de la materia, burla de la adversidad. Desde ese ámbito su obra se nos revela como aventura y predominio de la voluntad. Apreciamos la fusión de sus «aparatos», «máquinas anatomicums», donde los torsos de solemne belleza historiaron batallas —plenitud sígnica es su Hércules viejo (1990)— con las persistentes figuraciones del grabado, hacia la eclosión de un estilo. A partir de ese momento, quien laboriosamente construyó su propio arsenal de símbolos entra en la cúspide de su expresión, alcanza «su definición mejor»: llega a la dimensión del mural sin perder su detenido quehacer en los detalles.  Es el triunfo de la fantasía que no abandona la inmediatez. Con él y desde él nuestra cerámica alcanza validez mayor. Lo hace con la gracia del juego y, por supuesto, con la intrincada validez del sueño. Desde referencias tangibles entrega un lirismo que no se pregona, matérico como pocos. En esas piezas agigantadas por piezas emplaza sus dominios, un pensamiento que no abandona el entorno, la casa, la calle, la ciudad conquistada y enriquecida. Del augural Carro de la Revolución a los murales que hoy contribuyen a la animación de espacios habaneros, se ha connaturalizado con el paisaje urbano.
El viajero en La Habana deberá extender la mirada al tropezar con la dicha de esas piezas, buscar la obra de este maestro en las salas del Museo Nacional, en las galerías, en colecciones privadas. Apreciará la unidad de su estilo, aspectos de nuestra identidad colectiva asomados por igual en lienzos, grabados y en el volumen, donde Alfredo Sosabravo reina y marca pautas. Observará que lo volumétrico entra en su pintura como si retratara piezas de barro, títeres con su utilería, figuras de plastilina coloreada, enormísimo retablo con el encanto de las marionetas y algunas claves de misterioso aroma. Pero no se confíe demasiado. Allí también habitan inquietantes interrogaciones.
En su más reciente aventura —travesura estuve tentado a escribir—, junto a las ideas que desde siempre ha movido Sosabravo, reaparece su aleccionadora sonrisa. Ha llevado al cristal algunos personajes, como la mujer de Con la cabeza llena de pájaros (1996) y el protagonista de Un hombre de éxito (1997), entre otros que asoman en sus lienzos. Aprovechado del volumetrismo del cristal, otra vez convoca sus fragmentos. En cada pieza se devuelve a cierta pasión esperpéntica y deja emerger lo lírico de un pensamiento hecho obra. Es decantación de sus conquistas, colorismo ahora habitado por la transparencia del cristal. Son nuevas figuraciones para iniciar el juego de la luz que penetra y se deleita en transparencias. El cristal subraya lo lúdrico persistente, lo ingenuo trascendido, el capricho del sueño y la apropiación de elementos aparentemente contradictorios. El artista vence un nuevo reto. Su trabajo con los maestros del cristal en el taller Ars Murano de Venecia se nos revela como otro ascenso en su espiral indetenible. Nuestro ceramista mayor traslada a esos ámbitos las figuras que vio y concibió en nuestra ciudad; cada obra es una sorpresa, un motivo de júbilo.

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