Fantasía y lirismo han sido constantes en el arte del pintor Ernesto Rancaño, quien con soltura y maestría engalana los soportes elegidos, esos que dejan ver la impronta del dibujante que siempre ha sido. Autor de varias series, hay una que hará durante toda su vida, «un bestiario de aquellas personas que me han tocado»: José Martí, Sindo Garay, el Che...
«Yo no concibo la pintura como un oficio. Pinto lo que siento, sin un boceto previo».
Miro el mundo con mi telescopio, este simple periódico enrollado, y veo –por el cordón umbilical del cielo– las pinturas de Ernesto Rancaño (1968). Por fin, ya diviso: el ser enmascarado de Retazos del Alba no puede ser un niño, a pesar de los finos cabellos y el cuerpo endeble. O si lo es, ese rostro monstruoso lo convierte irremediablemente en un adulto.
Tal vez como en ningún otro lienzo de su autor, tamaña ambivalencia exprese el síndrome de la infancia perdida. Parece que Rancaño quisiera recuperarla, al igual que Lorca en su poema neoyorquino: Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!, / comí naranjas podridas, papeles viejos, / palomares vacíos, / y encontré mi cuerpecito comido por las ratas / en el fondo del aljibe con la cabellera de los locos.
Ajeno a esa amargura, acude el joven pintor –sin embargo– a los mismos símbolos que, no por ingenuos, resultan menos significativos. Comemos con él juguetes animados, mariposas de ceniza y esos dibujos convertidos en alas, banderas, caretas y coronas.
Al enarbolar tales estandartes de la infancia, Rancaño reconoce su obsesión, pero no puede explicarla a ciencia cierta: «será porque fui un niño muy tímido, y aún hoy sigo siendo ensimismado», confiesa.
Parece que tiene un contrato con los duendes; que los duendes lo guían a cambio de que los represente a modo y semejanza de nuestras grandes figuras históricas: José Martí, Che Guevara. Pero no, Rancaño afirma que se trata de los «monstruos», una serie que hará durante toda la vida y que será como «un bestiario de aquellas personas que me han tocado, desde Martí hasta un viejito que vive por aquí y que era joyero». «Gente que ha influido en mi formación estética: Sindo Garay, el propio Silvio», también integrarán esa pléyade, donde todos se transforman en personajes de fábula, gnomos del bosque imantado.
Y junto a Martí y el Che, aparece esa muchacha con ojos de almendra: Cuba, o sea, la patria simbolizada mediante el rostro de la mujer idílica. Hay un afán de pureza en las cejas finas, los labios gruesos y la mirada entristecida de esa doncella rozada por lo héroes.
Con los nombres de «Ciudades del alma», concibe Rancaño otra de sus series, inspirada en «esos pueblecitos cubanos, con la iglesia central» y que inicia el lienzo Nostalgia de la ciudad encontrada. Variando los colores de fondo, logrará la misma ciudad en las diferentes estaciones del año. Creó recientemente una «Corte de papel». Signados por el aura velazquiana, se asoman extraños cortesanos de existencia efímera, como si estuvieran pintados con polvo de alas de mariposa. Si soplas el lienzo, echarían a volar, desplegando alas de papel entre las sombras y los efectos de luz.
«Yo no concibo la pintura como un oficio. Pinto lo que siento, sin un boceto previo. Si se enciende una corona, la pongo», agrega.
Creo haberle entendido que pinta en dos planos («estados», los llama él): el espiritual y el terrenal. Al menos así sucede en Réquiem para el novio mayor, el cuadro suyo que considera más acabado, y me parece que también en La Izada. En este último óleo, el Che, Cuba y Martí ascienden (más bien flotan) con cuerpecitos aniñados y pies arqueados de marioneta. Sorprende el contraste entre esas figuras en primer plano, concebidas con profusión de texturas y manchas, y el paisaje hiperrealista a los pies, milimétricamente ejecutado.
No ha dejado Rancaño de dibujar, porque fue lo primero que hizo, antes de graduarse en San Alejandro en 1991. Desde entonces arrancó a pintar, y sus cuadros han integrado decenas de exposiciones colectivas, como el proyecto de los doce cuentos peregrinos de García Márquez. Para su primera exposición personal, «La mano ciega», escribió en 1996 su amigo, el poeta Alejandro Moya: «Hay una mano abierta a La ilusión, para decir Color, Amor, Belleza, para decir la mano al Mundo: –Niño–».
Al divisar las manos de Rancaño y sus pinturas, viro el telescopio y enfoco hacia mi interior para buscar mi infancia, ¡Dios mío! ...
Tal vez como en ningún otro lienzo de su autor, tamaña ambivalencia exprese el síndrome de la infancia perdida. Parece que Rancaño quisiera recuperarla, al igual que Lorca en su poema neoyorquino: Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!, / comí naranjas podridas, papeles viejos, / palomares vacíos, / y encontré mi cuerpecito comido por las ratas / en el fondo del aljibe con la cabellera de los locos.
Ajeno a esa amargura, acude el joven pintor –sin embargo– a los mismos símbolos que, no por ingenuos, resultan menos significativos. Comemos con él juguetes animados, mariposas de ceniza y esos dibujos convertidos en alas, banderas, caretas y coronas.
Al enarbolar tales estandartes de la infancia, Rancaño reconoce su obsesión, pero no puede explicarla a ciencia cierta: «será porque fui un niño muy tímido, y aún hoy sigo siendo ensimismado», confiesa.
Parece que tiene un contrato con los duendes; que los duendes lo guían a cambio de que los represente a modo y semejanza de nuestras grandes figuras históricas: José Martí, Che Guevara. Pero no, Rancaño afirma que se trata de los «monstruos», una serie que hará durante toda la vida y que será como «un bestiario de aquellas personas que me han tocado, desde Martí hasta un viejito que vive por aquí y que era joyero». «Gente que ha influido en mi formación estética: Sindo Garay, el propio Silvio», también integrarán esa pléyade, donde todos se transforman en personajes de fábula, gnomos del bosque imantado.
Y junto a Martí y el Che, aparece esa muchacha con ojos de almendra: Cuba, o sea, la patria simbolizada mediante el rostro de la mujer idílica. Hay un afán de pureza en las cejas finas, los labios gruesos y la mirada entristecida de esa doncella rozada por lo héroes.
Con los nombres de «Ciudades del alma», concibe Rancaño otra de sus series, inspirada en «esos pueblecitos cubanos, con la iglesia central» y que inicia el lienzo Nostalgia de la ciudad encontrada. Variando los colores de fondo, logrará la misma ciudad en las diferentes estaciones del año. Creó recientemente una «Corte de papel». Signados por el aura velazquiana, se asoman extraños cortesanos de existencia efímera, como si estuvieran pintados con polvo de alas de mariposa. Si soplas el lienzo, echarían a volar, desplegando alas de papel entre las sombras y los efectos de luz.
«Yo no concibo la pintura como un oficio. Pinto lo que siento, sin un boceto previo. Si se enciende una corona, la pongo», agrega.
Creo haberle entendido que pinta en dos planos («estados», los llama él): el espiritual y el terrenal. Al menos así sucede en Réquiem para el novio mayor, el cuadro suyo que considera más acabado, y me parece que también en La Izada. En este último óleo, el Che, Cuba y Martí ascienden (más bien flotan) con cuerpecitos aniñados y pies arqueados de marioneta. Sorprende el contraste entre esas figuras en primer plano, concebidas con profusión de texturas y manchas, y el paisaje hiperrealista a los pies, milimétricamente ejecutado.
No ha dejado Rancaño de dibujar, porque fue lo primero que hizo, antes de graduarse en San Alejandro en 1991. Desde entonces arrancó a pintar, y sus cuadros han integrado decenas de exposiciones colectivas, como el proyecto de los doce cuentos peregrinos de García Márquez. Para su primera exposición personal, «La mano ciega», escribió en 1996 su amigo, el poeta Alejandro Moya: «Hay una mano abierta a La ilusión, para decir Color, Amor, Belleza, para decir la mano al Mundo: –Niño–».
Al divisar las manos de Rancaño y sus pinturas, viro el telescopio y enfoco hacia mi interior para buscar mi infancia, ¡Dios mío! ...