Con un fluir de ideas inspiradas en el recuerdo del entorno de su infancia, este artista vuelve constantemente al gesto pictórico para crear una poética de lo rural con sus magias y verdades.
Su obra pictórica nos enfrenta a una realidad desatada como un ala de sus sueños, para reafirmarnos la capacidad que tiene la vida de sorprendernos. Se planta en el centro del universo visual del hombre, para volver a recrearlo todo...
{mosimage}«Éste es un sol que echa rayos de palma y de la sangre salen palomas. Éste es un hombre que se parece a mí. Él tiene un lagartijo y piensa que tiene demasiado, pero le pare un lagartijito, entonces él tiene tanto que se da cuenta que se desborda, que tiene demasiado y le da al sol los ojos de la vida y la nariz con que respira; incluso, le da los ojos de su muerte; también la muerte que todos tenemos dentro, ya que el sol es causante de la vida».
Quien así pinta... perdón, habla, es Ever Fonseca. Como no sabe manchar las palabras, vive de pintarlas. Su pintura no cicatriza: herida de una realidad sin otro cauce que los sueños del hombre.
«Si somos un elemento engendrado de la naturaleza, no repetido –prosigue–, y somos fruto del sentido creador que está en uno, que uno ya tiene genéticamente, como lo tiene el ave canora, la única forma de imitarla es no imitándola, es seguirla, es ser ella».
A sus años de infancia en la finca La Aurora, en Ojo de Agua –entonces perteneciente a Manzanillo, ahora al municipio Campechuela– le debe el artista la mayor parte de los elementos conformadores de su mundo plástico. A un lado, el golfo de Guacanayabo, con las historias que encierra, los ríos que desembocan y una intensa pesca; del otro, el monte, con sus atributos vegetales y seres imaginados, entre los que destaca el jigüe: ánima desencadenante de esta poética visual.
Ever evoca aquellos días del pez y la lagartija, de la hoja y el agua, como decisivos: «Me ponía a dibujar a ver qué pasaba. Y así fui encontrando la felicidad, buscando no la apariencia de las cosas, sino su organicidad, su esencia, estructura y crecimiento».
En estas búsquedas –más atractivas que montar a caballo o un juego de pelota– fue creciendo su otra vocación: coleccionar plantas, piedras, caracoles y cuanta forma ofrecía caprichosa le ofrecía la naturaleza.
En su pintura se atisba el panteísmo «montuno» de su condición campesina, la gracia primitiva de lo que bien se entrega a expensas de un acto pueril. Aciertan quienes dicen que pinta con el asombro y la claridad de un niño.
Pero a esta pintura no llega Ever Fonseca por el camino del desconocimiento. El manejo de la línea y el color, las imbricaciones y transparencias de las formas, la factura de las texturas y de las estructuras compositivas que articulan este lenguaje plástico, no se hacen sólo con vocación y pigmentos, sino también con el legado de las mejores lecciones de la pintura toda del hombre y, en particular, de los movimientos de vanguardia del siglo XX.
Sólo que Ever sabe después mantenerse fiel a su mundo: telúrica heredad de nuestra América. Quien descubrió al Giotto en un bohío de Oriente –como afirmó en una ocasión Antonia Eiriz–, sabe con Apollinaire que «la pureza es el olvido después del estudio». Crear con «rareza» su realidad como gustaba Picasso, embellecerla «peor» que Chagall, y asumirla en palabras, como osaba pintarla el aduanero Rousseau, no lo hacen muchos. Y esto lo aprendió Ever tras largos años de observación, estudio y enseñanza.
Observó desde niño la interrelación naturaleza hombre en un ámbito rural donde cada familia tiene su propia versión de una misma leyenda, y se ufana de algún antecesor, abuelo o padre, cuyo protagonismo la enriqueció. Verdad y magia son allí dos momentos de un mismo tiempo, en el que casi siempre queda entrampado lo «real maravilloso» carpenteriano, cual testimonio de la existencia mítica de las criaturas que lo pueblan. Y entre ellas, el jigüe, fuerza vital, raíz de lo popular en lo universal, que desde entonces tiene en la obra pictórica de Ever Fonseca su mejor tierra. Mucho antes –me consta– de que la palabra ecología fuera recuperada por los hombres para un mundo cada vez más distante del verde grito de los bosques.
Para Ever, esta ánima del monte, sonora en la noche de las ramas, viviente en el aleteo espectral de la lechuza, «existe en los genes de la comunicación, en la luz de la imaginación que intuye y descubre su presencia, así como en el desenlace subjetivo de la unión de dos expresiones: la naturaleza y el ser, contenidos e invisibles como semilla que espera la luz que los haga manifiestos. El jigüe vive en mi obra como existe ya la abeja en la larva».
De este eterno mutante, de este ser metamorfoseado que por momentos se convierte en lo que pudo ser: un árbol, un ave o una cabeza humana hecha de luna y sol, se nutrió –quizás– como pocos. El jigüe abrió su imaginación cual la gota de rocío abre los pétalos más nuevos. La gravedad y la impaciencia hicieron el resto.
A diferencia de tanto talento echado a fructificar en terreno baldío, Ever fue capaz de romper el cerco del regionalismo, ese fundamentalismo de la estrechez que ciñe la visión más aguda a la parte más inmediata y aparencial del lugar donde se nace, sin dejar que ese cielo sea también el del mundo.
Su hégira de Ojo de Agua a San Justo, en Guantánamo, y de ahí a las lomas, para unirse a la guerrilla, fue también el primer paso hacia un mejor conocimiento de sí mismo. Corría 1958, de su cuello colgaba un collar de cayajabos, tenía fusil al hombro y un fuerte olor a felino. En esa «selva umbría» sobrevivió, creció y pintó con lo que pudo; todavía el Dante era para él tan ignoto como La Habana a la que, finalmente, conoció. Aquí cambió el uniforme verde olivo del rebelde por el beige y carmelita del becado. Fue de los primeros en iniciar estudios de pintura en la entonces recién creada Escuela Nacional de Arte.
La transición de la loma al llano, Ever la resume con esa forma tan suya de hablar, entre azorada y franca, que bien puede decirse que la pinta. «Cubanacán era entonces como una selva. Cuando me despertaba sentía la algarabía de millones de pajaritos. Por las noches me acostaba con el silbido de las lechuzas. Para mí, tanto como para otros que veníamos de zonas campesinas, la Escuela Nacional de Arte mantenía un acogedor ambiente, como si nos hubiéramos quedado en el origen del mundo. Era un sitio apartado, en medio de un enorme campo de golf, donde antes jugaban los burgueses. La Escuela fue muy buena. Los profesores eran artistas. En realidad, nunca me impusieron el academicismo, aunque cuando se ponían "modelos" yo los copiaba igualitos. Claro, eso lo hacía en las clases. Después hacía lo mío, mis disparates. Y hubo alguna gente que no me entendió...»1
{mosimage}Si a la frase «como si nos hubiéramos quedado en el origen del mundo», le añadimos el párrafo en cursiva, tenemos ya la personalidad del artista en toda su hondura, justo el año mismo de entrar a estudiar pintura. Desde entonces a la fecha, Ever no ha cambiado... Ni cambiará. Ha sido siempre el mismo. ¡Ha sido su pintura! Aun cuando en los comienzos –y mucho después– hubo alguna gente que no lo entendió...
Sus «disparates», como él llama a ese arte suyo libre de todo grado de representación realista, no entonaban con las tendencias oficiales del realismo socialista, con las que a diario se veían los jóvenes pintores confrontados. Para la primera generación de artistas formados por la Revolución cubana, Ever encarnó no sólo una voluntad de estilo que lo colocó a la vanguardia de la plástica cubana de fines de los 60, sino también una intransigencia con la verdad proferida en sus pinturas, sólo comparable con la de aquellos que no la aceptaron. La defensa de la individualidad del creador frente a las supuestas necesidades de una sociedad que reclamaba del artista una relación más condicionada a la colectividad, fue uno de los tantos escollos que tuvo que salvar, al igual que muchos otros, para imponerse como tal y allanarle el camino a los continuadores.
El premio de pintura en el Salón'70 lo convirtió en el primer artista de su generación invitado a realizar una exposición personal en el Museo Nacional de Bellas Artes. Ambos reconocimientos se vieron como el primer triunfo del nuevo arte que se abría paso. Aquella sorprendente muestra se insertaba entre la tradición y la ruptura, junto a lo más granado del arte prerrevolucionario, que tenía en René Portocarrero, Mariano Rodríguez, Amelia Peláez, Antonia Eiriz y Servando Cabrera su extensión última en los 60. De ellos, Ever asumiría la expresión más activada al cambio para lograr su definitiva ubicación en el ámbito plástico de los 70.
De las obras presentes en esta exposición recuerdo El Circo (1967) –adquirida por el propio Museo–, porque cada vez que la observo, invariablemente pienso en La jungla (1943) de Wifredo Lam. Y no por el parecido, que no lo tienen, sino por el ímpetu transformador y aglutinador que rige a una y otra obras. Resulta curioso cierto punto de contacto en cuanto a la manera de concebir y expresar sus respectivas poéticas visuales, que involucran por igual a sendos pintores –pero en diferentes momentos– con ese arte de los pueblos naturales, incontaminados, que con abismada sorpresa revalorizaron las vanguardias artísticas de inicios del pasado siglo: ese arte que tiene en la 1ínea ecuatorial su mejor eje de correspondencia, desde las Polinesias hasta Centroamérica, pasando por el África subsahariana y las comunidades indígenas de la América septentrional, sin obviar los pueblos neolíticos de Europa, en particular, el celta.
El que Ever no haya conocido personalmente a André Breton, ni que Picasso lo haya invitado a exponer con él, sólo reafirma que sería imposible encasillarlo como pintor surrealista.
Semejante a la citada obra de Lam, a partir del caos personal que reveló Ever con El Circo, necesariamente tenía que nacer otro caos o un mundo. Esto último fue lo que sucedió, una vez más, para bien suyo y de la pintura cubana. Y es que para Ever todo parte de una misma matriz, como la propia humanidad. Ello lo relaciona con una poética visual en cierta medida emparentada con esa otra gran vertiente de la pintura universal, llamada naif o primitiva, la cual se entiende como ese clamor que viene con el tiempo hacia todos los tiempos, y que tiene en los niños a sus más eternos y responsables continuadores.
«Mi forma de sentir el arte se justifica en mi forma de darlo a la luz. Este modo de comunicación nos acompaña, contenido en nuestros genes desde las primeras evidencias en las cuevas prehistóricas y en todos los orígenes de los pueblos del mundo. Éstas surgen en todas las latitudes y en todos los tiempos como expresión común o coincidente. Por ejemplo, la pintura de los niños se proyecta hacia lo universal en la obra de los pintores que, en su desarrollo, la trascienden. Es una ley que está en uno como el olfato, la vista, el sentido del amor. Le viene con su origen como sentido de la comunicación; se particulariza por la forma en que cada hombre lo da, como la estatura, la etnia o la idiosincrasia».
Impartir clases en una escuela provincial de arte, fue en los 70 y 80 el modus vivendi de la nueva generación de artistas y, por consiguiente, el de Ever Fonseca. En su caso esta condición se inició con el cumplimiento del llamado servicio social, como profesor en la Escuela Provincial de Artes Plásticas de Matanzas. Allá llegó por dos años, y se quedó siete... De nuevo en La Habana, impartió diseño básico en la Escuela Nacional de Diseño del Consejo Nacional de Cultura. La mayor aspiración de un docente por estos años era llegar a ser profesor de la Escuela Nacional de Arte, o ganar una beca para ampliar estudios en alguna academia del campo socialista. La de Ever, realizarse como pintor, aunque fuera en el monte. No obstante, la docencia resultó otra gran escuela; humanizó y hasta realzó la situación económica y profesional de los llamados «plásticos», sobre todo, si se tiene en cuenta el origen social –campesino y obrero– de la primera generación de artistas formados con la Revolución. Otro aspecto importante: sobre la base de esta docencia, tanto provincial como nacional, nació la segunda generación de pintores formados en el sistema de la enseñanza artística cubana, así como el ímpetu creativo que la caracterizó en los 80, al influjo de los nuevos cambios sociales y estéticos ocurridos a nivel nacional e internacional, y del cual formarían parte, inicialmente, algunos artistas-docentes de la generación anterior.
En esta etapa –larga, pero fructífera– internacionalmente se reconoció la obra de Ever Fonseca, con el Primer Premio de Pintura de la UNESCO para el área del Caribe (1977) y el Premio de la Asociación Internacional de Artistas Plásticos (1984). Junto a los pintores Raúl Martínez, Ernesto González Puig, Manuel Mendive y Tomás Sánchez, lo eligieron para representar a la pintura cubana en el Premio de Curaduría del Museo Internacional del Arte del Siglo XX (1985).{mosimage}La forma de ver la pintura que le impuso su origen campesino, y la forma de ver la vida que le impuso su pintura después –así como su fe ciega en ella, que es como decir en él mismo–, no lo abandonaron cuando se convirtió en un sujeto urbano por aquellos años. Siempre lo recordaré, en el pequeño espacio de un garaje que le servía de habitación, pintar de rodillas las 80 obras –pastel sobre cartulina– que expondría en la galería Habana, en 1977.
De esta magnífica muestra, debe tenerse en cuenta una pieza que ha devenido emblemática de la ternura que es capaz de generar esa poética basada, fundamentalmente, en el mito y la oniria, y también en la precariedad y el riesgo: Bailarina dormida sobre el sol (1976).
Aquella exposición reafirmó a Ever en el panorama de la plástica joven del momento. Su libertad imaginativa –plasmada con resolución y oficio– evidenció cuán distante estaba su arte de tener una disposición excéntrica. Más bien su cosmogonía se organizaba en torno a un primer hálito de matriz onírico-mítica que, sin asiento en el subconsciente, resumía todo un imaginario secular de estirpe rural y telúrica. A la postre, se convertirían en una sucesión de variables o motivos que extendían –o acortaban– su radio de acción, en la misma medida que la poética visual suya lo volvía, cada vez, más consciente de que para él lo único absoluto era la pintura y la realidad misma trocada en pintura.
Este arte –sin embargo– no sólo estuvo regido por la aventura, sino también por el orden. Su aventura se da siempre dentro de un orden, que bien se allega a su expresión por el oficio y el conocimiento de las leyes más permanentes que rigen la composición y el color. La distribución de la línea sobre el lienzo parece iniciar un recorrido de fuga, sin destino preconcebido; pero –al mismo tiempo– esta línea arma, construye, adjetiva o superpone áreas que, entrelazándose entre sí, van explicitando un hecho de vocación poética que tiene su más preciso y nítido dictado en el principio rector de todo sistema: el orden que le impone su creador.
Cada obra pictórica de Ever Fonseca nos enfrenta a una realidad desatada como un ala de sus sueños, para reafirmarnos la capacidad que tiene la vida de sorprendernos. Sólo reconozco dos clases de creadores: los que hacen una obra inteligente y bella, desde impensables variables de una misma representación de la realidad; y los que invariablemente las realizan a partir de diferentes representaciones de la realidad. A la primera clase de creadores, pertenece nuestro pintor. Su obra se planta en el centro del universo visual del hombre, para volver a recrearlo todo, con el mismo convencimiento sobre la vida y la muerte que tiene el niño que da sepultura a una mariposa.
Ever sueña despierto lo que imagina que el mundo sueña dormido. Para esta obra, la búsqueda es su principal hallazgo. Y lo encontrado –sea pez, estrella o lagarto– ya no vuelve más a su lugar de origen, sino al encuentro que el pintor le propicia con su propia noche o día: génesis de proporciones íntimas, ruptura del estambre en la pericia de la imagen y su oficio. Tan así es que, cuando la leemos, la prisa nos detiene. ¿Dónde? ¿Cuándo? No sabría responder. Su diálogo es de miradas: las palabras más vivas le han dado paso al ver. Obra propensa al tratamiento contrapuntístico de los temas, tal y como una controversia guajira desenreda sus rimas al ritmo del tres; pero, eso sí, domeñada siempre por esa ley de lo justo y lo bello entre los hombres, del buen decir y del buen hacer, de la que participa, como embebida, la altanería de todo talento.
Debería el tiempo hacerse de dimensiones menos seculares. Este deseo, tal vez, explique lo que suscita cuando, acodados al último resquicio de realidad que nos cede la tarde, encaramos una obra de tal magnitud. Y es que su origen, parece pertenecer a los orígenes mismos. Ever tiene conciencia de ello. Más que de referentes, habría que hablar de antecedentes que persisten inherentes al hombre. Para el pintor, las condiciones naturales en las que crecieron las culturas primitivas condicionaron estilísticamente una forma expresiva única y diversa, todavía factible de constatar entre las minorías étnicas que permanecen en este estadio en el planeta, así como en la pintura de los llamados naif y en la infantil. Esta herencia él la asume, articula y enriquece desde su propia realidad, que es como decir desde su subjetividad. De ahí el sinnúmero de afinidades congénitas a encontrar entre la intuida realidad de estos lienzos y las formulaciones mítico-ancestrales que los sustentan: testimonios actuales de una estética dictada por los símbolos de la más primigenia comunicación visual y oral. «La cultura rural está en mi origen, es mi cuna, sentido y fuente de vida. Es mi forma de expresión, de comunicación. Está en mí como la lírica campesina en la poética de los campos, en su claro sol, código natural, como el canto del sinsonte. Así me viene, llega y doy, natural, como fruto del encuentro entre la voluntad creadora de la naturaleza y los símbolos que de ella brotan: sugerentes voces de origen, expresión de frutos frescos, develadores de misterios en la oscuridad del monte, sugerencias de formas que hablan de nosotros...»
¡Qué espíritu el de la auténtica cultura cuando se expresa con dignidad, libre de todo espectáculo e ingerencias comerciales! Presunción que se resume en esta obra, sin extravíos ni pujas como, si al pintar, lo hiciera a partir de lo que otros dibujaron o tallaron al resplandor de las edades, para dar así un nuevo paso, sin más compañía que su propia y desnuda intimidad.
1 Juan Sánchez: «Los jigües de Ever Fonseca», revista Bohemia, 13 de agosto de 1999, p. 12.
Quien así pinta... perdón, habla, es Ever Fonseca. Como no sabe manchar las palabras, vive de pintarlas. Su pintura no cicatriza: herida de una realidad sin otro cauce que los sueños del hombre.
«Si somos un elemento engendrado de la naturaleza, no repetido –prosigue–, y somos fruto del sentido creador que está en uno, que uno ya tiene genéticamente, como lo tiene el ave canora, la única forma de imitarla es no imitándola, es seguirla, es ser ella».
A sus años de infancia en la finca La Aurora, en Ojo de Agua –entonces perteneciente a Manzanillo, ahora al municipio Campechuela– le debe el artista la mayor parte de los elementos conformadores de su mundo plástico. A un lado, el golfo de Guacanayabo, con las historias que encierra, los ríos que desembocan y una intensa pesca; del otro, el monte, con sus atributos vegetales y seres imaginados, entre los que destaca el jigüe: ánima desencadenante de esta poética visual.
Ever evoca aquellos días del pez y la lagartija, de la hoja y el agua, como decisivos: «Me ponía a dibujar a ver qué pasaba. Y así fui encontrando la felicidad, buscando no la apariencia de las cosas, sino su organicidad, su esencia, estructura y crecimiento».
En estas búsquedas –más atractivas que montar a caballo o un juego de pelota– fue creciendo su otra vocación: coleccionar plantas, piedras, caracoles y cuanta forma ofrecía caprichosa le ofrecía la naturaleza.
En su pintura se atisba el panteísmo «montuno» de su condición campesina, la gracia primitiva de lo que bien se entrega a expensas de un acto pueril. Aciertan quienes dicen que pinta con el asombro y la claridad de un niño.
Pero a esta pintura no llega Ever Fonseca por el camino del desconocimiento. El manejo de la línea y el color, las imbricaciones y transparencias de las formas, la factura de las texturas y de las estructuras compositivas que articulan este lenguaje plástico, no se hacen sólo con vocación y pigmentos, sino también con el legado de las mejores lecciones de la pintura toda del hombre y, en particular, de los movimientos de vanguardia del siglo XX.
Sólo que Ever sabe después mantenerse fiel a su mundo: telúrica heredad de nuestra América. Quien descubrió al Giotto en un bohío de Oriente –como afirmó en una ocasión Antonia Eiriz–, sabe con Apollinaire que «la pureza es el olvido después del estudio». Crear con «rareza» su realidad como gustaba Picasso, embellecerla «peor» que Chagall, y asumirla en palabras, como osaba pintarla el aduanero Rousseau, no lo hacen muchos. Y esto lo aprendió Ever tras largos años de observación, estudio y enseñanza.
Observó desde niño la interrelación naturaleza hombre en un ámbito rural donde cada familia tiene su propia versión de una misma leyenda, y se ufana de algún antecesor, abuelo o padre, cuyo protagonismo la enriqueció. Verdad y magia son allí dos momentos de un mismo tiempo, en el que casi siempre queda entrampado lo «real maravilloso» carpenteriano, cual testimonio de la existencia mítica de las criaturas que lo pueblan. Y entre ellas, el jigüe, fuerza vital, raíz de lo popular en lo universal, que desde entonces tiene en la obra pictórica de Ever Fonseca su mejor tierra. Mucho antes –me consta– de que la palabra ecología fuera recuperada por los hombres para un mundo cada vez más distante del verde grito de los bosques.
Para Ever, esta ánima del monte, sonora en la noche de las ramas, viviente en el aleteo espectral de la lechuza, «existe en los genes de la comunicación, en la luz de la imaginación que intuye y descubre su presencia, así como en el desenlace subjetivo de la unión de dos expresiones: la naturaleza y el ser, contenidos e invisibles como semilla que espera la luz que los haga manifiestos. El jigüe vive en mi obra como existe ya la abeja en la larva».
De este eterno mutante, de este ser metamorfoseado que por momentos se convierte en lo que pudo ser: un árbol, un ave o una cabeza humana hecha de luna y sol, se nutrió –quizás– como pocos. El jigüe abrió su imaginación cual la gota de rocío abre los pétalos más nuevos. La gravedad y la impaciencia hicieron el resto.
A diferencia de tanto talento echado a fructificar en terreno baldío, Ever fue capaz de romper el cerco del regionalismo, ese fundamentalismo de la estrechez que ciñe la visión más aguda a la parte más inmediata y aparencial del lugar donde se nace, sin dejar que ese cielo sea también el del mundo.
Su hégira de Ojo de Agua a San Justo, en Guantánamo, y de ahí a las lomas, para unirse a la guerrilla, fue también el primer paso hacia un mejor conocimiento de sí mismo. Corría 1958, de su cuello colgaba un collar de cayajabos, tenía fusil al hombro y un fuerte olor a felino. En esa «selva umbría» sobrevivió, creció y pintó con lo que pudo; todavía el Dante era para él tan ignoto como La Habana a la que, finalmente, conoció. Aquí cambió el uniforme verde olivo del rebelde por el beige y carmelita del becado. Fue de los primeros en iniciar estudios de pintura en la entonces recién creada Escuela Nacional de Arte.
La transición de la loma al llano, Ever la resume con esa forma tan suya de hablar, entre azorada y franca, que bien puede decirse que la pinta. «Cubanacán era entonces como una selva. Cuando me despertaba sentía la algarabía de millones de pajaritos. Por las noches me acostaba con el silbido de las lechuzas. Para mí, tanto como para otros que veníamos de zonas campesinas, la Escuela Nacional de Arte mantenía un acogedor ambiente, como si nos hubiéramos quedado en el origen del mundo. Era un sitio apartado, en medio de un enorme campo de golf, donde antes jugaban los burgueses. La Escuela fue muy buena. Los profesores eran artistas. En realidad, nunca me impusieron el academicismo, aunque cuando se ponían "modelos" yo los copiaba igualitos. Claro, eso lo hacía en las clases. Después hacía lo mío, mis disparates. Y hubo alguna gente que no me entendió...»1
{mosimage}Si a la frase «como si nos hubiéramos quedado en el origen del mundo», le añadimos el párrafo en cursiva, tenemos ya la personalidad del artista en toda su hondura, justo el año mismo de entrar a estudiar pintura. Desde entonces a la fecha, Ever no ha cambiado... Ni cambiará. Ha sido siempre el mismo. ¡Ha sido su pintura! Aun cuando en los comienzos –y mucho después– hubo alguna gente que no lo entendió...
Sus «disparates», como él llama a ese arte suyo libre de todo grado de representación realista, no entonaban con las tendencias oficiales del realismo socialista, con las que a diario se veían los jóvenes pintores confrontados. Para la primera generación de artistas formados por la Revolución cubana, Ever encarnó no sólo una voluntad de estilo que lo colocó a la vanguardia de la plástica cubana de fines de los 60, sino también una intransigencia con la verdad proferida en sus pinturas, sólo comparable con la de aquellos que no la aceptaron. La defensa de la individualidad del creador frente a las supuestas necesidades de una sociedad que reclamaba del artista una relación más condicionada a la colectividad, fue uno de los tantos escollos que tuvo que salvar, al igual que muchos otros, para imponerse como tal y allanarle el camino a los continuadores.
El premio de pintura en el Salón'70 lo convirtió en el primer artista de su generación invitado a realizar una exposición personal en el Museo Nacional de Bellas Artes. Ambos reconocimientos se vieron como el primer triunfo del nuevo arte que se abría paso. Aquella sorprendente muestra se insertaba entre la tradición y la ruptura, junto a lo más granado del arte prerrevolucionario, que tenía en René Portocarrero, Mariano Rodríguez, Amelia Peláez, Antonia Eiriz y Servando Cabrera su extensión última en los 60. De ellos, Ever asumiría la expresión más activada al cambio para lograr su definitiva ubicación en el ámbito plástico de los 70.
De las obras presentes en esta exposición recuerdo El Circo (1967) –adquirida por el propio Museo–, porque cada vez que la observo, invariablemente pienso en La jungla (1943) de Wifredo Lam. Y no por el parecido, que no lo tienen, sino por el ímpetu transformador y aglutinador que rige a una y otra obras. Resulta curioso cierto punto de contacto en cuanto a la manera de concebir y expresar sus respectivas poéticas visuales, que involucran por igual a sendos pintores –pero en diferentes momentos– con ese arte de los pueblos naturales, incontaminados, que con abismada sorpresa revalorizaron las vanguardias artísticas de inicios del pasado siglo: ese arte que tiene en la 1ínea ecuatorial su mejor eje de correspondencia, desde las Polinesias hasta Centroamérica, pasando por el África subsahariana y las comunidades indígenas de la América septentrional, sin obviar los pueblos neolíticos de Europa, en particular, el celta.
El que Ever no haya conocido personalmente a André Breton, ni que Picasso lo haya invitado a exponer con él, sólo reafirma que sería imposible encasillarlo como pintor surrealista.
Semejante a la citada obra de Lam, a partir del caos personal que reveló Ever con El Circo, necesariamente tenía que nacer otro caos o un mundo. Esto último fue lo que sucedió, una vez más, para bien suyo y de la pintura cubana. Y es que para Ever todo parte de una misma matriz, como la propia humanidad. Ello lo relaciona con una poética visual en cierta medida emparentada con esa otra gran vertiente de la pintura universal, llamada naif o primitiva, la cual se entiende como ese clamor que viene con el tiempo hacia todos los tiempos, y que tiene en los niños a sus más eternos y responsables continuadores.
«Mi forma de sentir el arte se justifica en mi forma de darlo a la luz. Este modo de comunicación nos acompaña, contenido en nuestros genes desde las primeras evidencias en las cuevas prehistóricas y en todos los orígenes de los pueblos del mundo. Éstas surgen en todas las latitudes y en todos los tiempos como expresión común o coincidente. Por ejemplo, la pintura de los niños se proyecta hacia lo universal en la obra de los pintores que, en su desarrollo, la trascienden. Es una ley que está en uno como el olfato, la vista, el sentido del amor. Le viene con su origen como sentido de la comunicación; se particulariza por la forma en que cada hombre lo da, como la estatura, la etnia o la idiosincrasia».
Impartir clases en una escuela provincial de arte, fue en los 70 y 80 el modus vivendi de la nueva generación de artistas y, por consiguiente, el de Ever Fonseca. En su caso esta condición se inició con el cumplimiento del llamado servicio social, como profesor en la Escuela Provincial de Artes Plásticas de Matanzas. Allá llegó por dos años, y se quedó siete... De nuevo en La Habana, impartió diseño básico en la Escuela Nacional de Diseño del Consejo Nacional de Cultura. La mayor aspiración de un docente por estos años era llegar a ser profesor de la Escuela Nacional de Arte, o ganar una beca para ampliar estudios en alguna academia del campo socialista. La de Ever, realizarse como pintor, aunque fuera en el monte. No obstante, la docencia resultó otra gran escuela; humanizó y hasta realzó la situación económica y profesional de los llamados «plásticos», sobre todo, si se tiene en cuenta el origen social –campesino y obrero– de la primera generación de artistas formados con la Revolución. Otro aspecto importante: sobre la base de esta docencia, tanto provincial como nacional, nació la segunda generación de pintores formados en el sistema de la enseñanza artística cubana, así como el ímpetu creativo que la caracterizó en los 80, al influjo de los nuevos cambios sociales y estéticos ocurridos a nivel nacional e internacional, y del cual formarían parte, inicialmente, algunos artistas-docentes de la generación anterior.
En esta etapa –larga, pero fructífera– internacionalmente se reconoció la obra de Ever Fonseca, con el Primer Premio de Pintura de la UNESCO para el área del Caribe (1977) y el Premio de la Asociación Internacional de Artistas Plásticos (1984). Junto a los pintores Raúl Martínez, Ernesto González Puig, Manuel Mendive y Tomás Sánchez, lo eligieron para representar a la pintura cubana en el Premio de Curaduría del Museo Internacional del Arte del Siglo XX (1985).{mosimage}La forma de ver la pintura que le impuso su origen campesino, y la forma de ver la vida que le impuso su pintura después –así como su fe ciega en ella, que es como decir en él mismo–, no lo abandonaron cuando se convirtió en un sujeto urbano por aquellos años. Siempre lo recordaré, en el pequeño espacio de un garaje que le servía de habitación, pintar de rodillas las 80 obras –pastel sobre cartulina– que expondría en la galería Habana, en 1977.
De esta magnífica muestra, debe tenerse en cuenta una pieza que ha devenido emblemática de la ternura que es capaz de generar esa poética basada, fundamentalmente, en el mito y la oniria, y también en la precariedad y el riesgo: Bailarina dormida sobre el sol (1976).
Aquella exposición reafirmó a Ever en el panorama de la plástica joven del momento. Su libertad imaginativa –plasmada con resolución y oficio– evidenció cuán distante estaba su arte de tener una disposición excéntrica. Más bien su cosmogonía se organizaba en torno a un primer hálito de matriz onírico-mítica que, sin asiento en el subconsciente, resumía todo un imaginario secular de estirpe rural y telúrica. A la postre, se convertirían en una sucesión de variables o motivos que extendían –o acortaban– su radio de acción, en la misma medida que la poética visual suya lo volvía, cada vez, más consciente de que para él lo único absoluto era la pintura y la realidad misma trocada en pintura.
Este arte –sin embargo– no sólo estuvo regido por la aventura, sino también por el orden. Su aventura se da siempre dentro de un orden, que bien se allega a su expresión por el oficio y el conocimiento de las leyes más permanentes que rigen la composición y el color. La distribución de la línea sobre el lienzo parece iniciar un recorrido de fuga, sin destino preconcebido; pero –al mismo tiempo– esta línea arma, construye, adjetiva o superpone áreas que, entrelazándose entre sí, van explicitando un hecho de vocación poética que tiene su más preciso y nítido dictado en el principio rector de todo sistema: el orden que le impone su creador.
Cada obra pictórica de Ever Fonseca nos enfrenta a una realidad desatada como un ala de sus sueños, para reafirmarnos la capacidad que tiene la vida de sorprendernos. Sólo reconozco dos clases de creadores: los que hacen una obra inteligente y bella, desde impensables variables de una misma representación de la realidad; y los que invariablemente las realizan a partir de diferentes representaciones de la realidad. A la primera clase de creadores, pertenece nuestro pintor. Su obra se planta en el centro del universo visual del hombre, para volver a recrearlo todo, con el mismo convencimiento sobre la vida y la muerte que tiene el niño que da sepultura a una mariposa.
Ever sueña despierto lo que imagina que el mundo sueña dormido. Para esta obra, la búsqueda es su principal hallazgo. Y lo encontrado –sea pez, estrella o lagarto– ya no vuelve más a su lugar de origen, sino al encuentro que el pintor le propicia con su propia noche o día: génesis de proporciones íntimas, ruptura del estambre en la pericia de la imagen y su oficio. Tan así es que, cuando la leemos, la prisa nos detiene. ¿Dónde? ¿Cuándo? No sabría responder. Su diálogo es de miradas: las palabras más vivas le han dado paso al ver. Obra propensa al tratamiento contrapuntístico de los temas, tal y como una controversia guajira desenreda sus rimas al ritmo del tres; pero, eso sí, domeñada siempre por esa ley de lo justo y lo bello entre los hombres, del buen decir y del buen hacer, de la que participa, como embebida, la altanería de todo talento.
Debería el tiempo hacerse de dimensiones menos seculares. Este deseo, tal vez, explique lo que suscita cuando, acodados al último resquicio de realidad que nos cede la tarde, encaramos una obra de tal magnitud. Y es que su origen, parece pertenecer a los orígenes mismos. Ever tiene conciencia de ello. Más que de referentes, habría que hablar de antecedentes que persisten inherentes al hombre. Para el pintor, las condiciones naturales en las que crecieron las culturas primitivas condicionaron estilísticamente una forma expresiva única y diversa, todavía factible de constatar entre las minorías étnicas que permanecen en este estadio en el planeta, así como en la pintura de los llamados naif y en la infantil. Esta herencia él la asume, articula y enriquece desde su propia realidad, que es como decir desde su subjetividad. De ahí el sinnúmero de afinidades congénitas a encontrar entre la intuida realidad de estos lienzos y las formulaciones mítico-ancestrales que los sustentan: testimonios actuales de una estética dictada por los símbolos de la más primigenia comunicación visual y oral. «La cultura rural está en mi origen, es mi cuna, sentido y fuente de vida. Es mi forma de expresión, de comunicación. Está en mí como la lírica campesina en la poética de los campos, en su claro sol, código natural, como el canto del sinsonte. Así me viene, llega y doy, natural, como fruto del encuentro entre la voluntad creadora de la naturaleza y los símbolos que de ella brotan: sugerentes voces de origen, expresión de frutos frescos, develadores de misterios en la oscuridad del monte, sugerencias de formas que hablan de nosotros...»
¡Qué espíritu el de la auténtica cultura cuando se expresa con dignidad, libre de todo espectáculo e ingerencias comerciales! Presunción que se resume en esta obra, sin extravíos ni pujas como, si al pintar, lo hiciera a partir de lo que otros dibujaron o tallaron al resplandor de las edades, para dar así un nuevo paso, sin más compañía que su propia y desnuda intimidad.
1 Juan Sánchez: «Los jigües de Ever Fonseca», revista Bohemia, 13 de agosto de 1999, p. 12.