Con gruesas líneas, cerámica, madera, metal, fibra vegetal, plástico... William Saroza crea los rostros de sus muñecos, cuyos inmensos ojos convidan a ensoñar.
William no olvida, y en su inquieta alma se acrisolan el campesino, el investigador espontáneo y el creador, para entregarnos una obra hecha de retazos de vida, vestigios de «un antes y un ahora» que son develados con mayor fuerza y significado.
Gruesas líneas, cerámica, madera, metal, fibra vegetal, plástico? y unos inmensos ojos que convidan a ensoñar; así son los rostros de William Saroza.
Maravillosos tocados adornan sus siluetas: un fragmento de losa aquí, un gozne allá, y de repente, te descubres fascinado por un trozo de lápiz cerca de la oreja. La complicidad de lo mágico y natural confluyen en un añoso madero, dispuesto juguetonamente por ese «niñote sano» que se asoma de sonrisa en sonrisa.
«Pasemos al nido», invita William refiriéndose a su exagerada –¿o debo decir: trinitaria?– cocina; vamos por el imprescindible café del mediodía.
Espacio y luz, el espíritu quiere asirlo todo; afortunadamente es imposible. Un apresurado revoloteo por el patio nos revela un montón de tarecos apilados en una esquina, materia prima que el azar y buenos amigos le procuran. Así da vida a sus «muñecos» esta suerte de Geppetto expresionista.
«Yo ya di un ojo de la cara», anuncia uno, mientras mantiene el otro ojo en vigilia perenne. Parece que prefiere soñar despierto (más le vale, pues unas tijeras punzan su cabeza a modo de recordatorio).
Objetos desechados son recontextualizados para mostrar la tímida vanidad de una joven o acentuar la candidez de otra. Hay belleza en la rutina, parecen decir estas obras. Sólo debes detenerte un instante, aparte de lo que te rodea, de ti? y verás cuán cautivante puede resultar el más mínimo quehacer cotidiano.
Collage de lo vivido, que emerge y cobra novedoso aliento, ¿qué otra cosa puede mantener el pálpito primigenio sino es nuestra capacidad de sorprender y sorprendernos con la mera existencia de cada día?
William no olvida, y en su inquieta alma se acrisolan el campesino, el investigador espontáneo y el creador, para entregarnos una obra hecha de retazos de vida, vestigios de «un antes y un ahora» que –rescatados y atesorados con la misma pasión que anima al arqueólogo– son develados nuevamente, pero con mayor fuerza y significado.
Rutinarios accesorios protagonizan el relato plástico que William propone con la misma sencillez con la que prepara una infusión en su nido, convencido de que en cada instante bien aprehendido hay algo nuevo para contar.
Maravillosos tocados adornan sus siluetas: un fragmento de losa aquí, un gozne allá, y de repente, te descubres fascinado por un trozo de lápiz cerca de la oreja. La complicidad de lo mágico y natural confluyen en un añoso madero, dispuesto juguetonamente por ese «niñote sano» que se asoma de sonrisa en sonrisa.
«Pasemos al nido», invita William refiriéndose a su exagerada –¿o debo decir: trinitaria?– cocina; vamos por el imprescindible café del mediodía.
Espacio y luz, el espíritu quiere asirlo todo; afortunadamente es imposible. Un apresurado revoloteo por el patio nos revela un montón de tarecos apilados en una esquina, materia prima que el azar y buenos amigos le procuran. Así da vida a sus «muñecos» esta suerte de Geppetto expresionista.
«Yo ya di un ojo de la cara», anuncia uno, mientras mantiene el otro ojo en vigilia perenne. Parece que prefiere soñar despierto (más le vale, pues unas tijeras punzan su cabeza a modo de recordatorio).
Objetos desechados son recontextualizados para mostrar la tímida vanidad de una joven o acentuar la candidez de otra. Hay belleza en la rutina, parecen decir estas obras. Sólo debes detenerte un instante, aparte de lo que te rodea, de ti? y verás cuán cautivante puede resultar el más mínimo quehacer cotidiano.
Collage de lo vivido, que emerge y cobra novedoso aliento, ¿qué otra cosa puede mantener el pálpito primigenio sino es nuestra capacidad de sorprender y sorprendernos con la mera existencia de cada día?
William no olvida, y en su inquieta alma se acrisolan el campesino, el investigador espontáneo y el creador, para entregarnos una obra hecha de retazos de vida, vestigios de «un antes y un ahora» que –rescatados y atesorados con la misma pasión que anima al arqueólogo– son develados nuevamente, pero con mayor fuerza y significado.
Rutinarios accesorios protagonizan el relato plástico que William propone con la misma sencillez con la que prepara una infusión en su nido, convencido de que en cada instante bien aprehendido hay algo nuevo para contar.