Convencido de que «cada obra debe ser una realidad nueva dentro de la expresión artística», Ernesto García Peña es un pintor sui géneris. Toda su creación transmite un peculiar sentido de levedad, una verdadera poética de lo sutil.
Procuro contraponer sentidos: el blanco en rivalidad con el negro; la fuerza frente a lo sublime; neofiguración en medio de elementos abstractos; masculinidad versus feminidad...

Sé de un pintor atrevido
Que sale a pintar contento
Sobre la espuma del viento
Y la tela del olvido.

José Martí


Ernesto toma el pincel en su estudio. A la altura del horizonte, un saxofón entona Jelly bean blues; cae el alba. Cuando las cerdas se deslizan sobre la pulcritud del lienzo, la luz está pariendo; nacen curvas como montañas, curvas de olas reventando en azul, dulce suavidad curvada.
Una brisa fresca alborota las puertas y hace volar bocetos por toda la habitación, mas el pintor no se alarma.

Quizás porque soy del campo es que mi relación con la naturaleza es muy intensa; los elementos como el agua o las plantas son parte fundamental de mi vida. Disfruto contemplar un aguacero; no necesito hacer una ceremonia especial para ello; es algo tan natural como dormir o pintar.

Éste es un vínculo que se creó desde mucho antes, cuando el siglo XX estaba a punto de partirse al medio, en Sabanilla del Encomendador, Matanzas...

El pueblito donde nací se parece a los de todas las historias, sólo que mis padres eran muy aficionados a la poesía y en casa yo pude conocer a los más grandes de la época: el Indio Naborí, Ángel Valiente...
Cuando venían con motivo de alguna de las fiestas populares, como la de la Cruz de Mayo, mamá los invitaba a almorzar y la tertulia se extendía toda la tarde, leyendo, conversando... Vengo de una familia de músicos, poetas y locos; todos, de alguna manera, han sido aficionados al arte, pero el único que se lo ha tomado verdaderamente a pecho he sido yo, tal vez porque cuando tenía doce años se me dio la posibilidad de venir a estudiar a La Habana, en la Escuela de Instructores de Arte.


YO VENGO DE TODAS PARTES...
A esas alturas de su infancia, ya Ernesto sentía la necesidad de expresarse con imágenes. La escuela le abrió un horizonte nuevo: la infinitud de posibilidades plásticas que surgen a partir de la diversidad de materiales, de técnicas, de manifestaciones. Los primeros trabajos, indagaciones lúdicas con la torpeza y el ímpetu de la adolescencia, estuvieron signados por el influjo de sus profesores: Servando Cabrera, Martínez Pedro, Antonia Eiriz, Jorge Rigol, Alfredo Sosabravo, Antonio Vidal...
Ya como profesional, durante los años 70 y 80, el gran motivo fue la épica mambisa. A través de este tópico podía adentrarse por los caminos de la nueva figuración y encauzar la influencia que habían ejercido en él artistas como Alberto Giacometti o Carlos Enríquez. La riqueza visual del tema le daba la posibilidad de recrear lo mismo un paisaje que el movimiento desenfrenado de los caballos o la relación cuasierótica entre el hombre y la bestia.

Así va surgiendo en mí está idea acerca del simbolismo y la fuerza que sugiere la figura de un corcel y el dramatismo que se trasparenta a través de la intención del ser humano que lo cabalga. Simultáneamente, aparece la posibilidad de contrastarlos con la belleza, la paz y, de alguna manera, la entrega que representa la mujer o la flora. Cuando un caballo galopa, la violencia del movimiento repercute sobre la suavidad del paisaje.

García Peña se va construyendo una manera de decir con las formas y los colores. Lienzos como Al combate (1970), Desde el sol (1975) o Asalto (1976), con trazos de marcado carácter impresionista, donde cada elemento surge dentro del otro y el verde se transforma en azul y luego en rosa o malva con una soltura casi musical, evidencian el nacimiento de un estilo. Romántico, hijo de un tiempo en que florecieron las utopías, se propuso reflejar a los hombres anónimos que participaron en nuestras luchas de liberación, y así alcanzó a descubrir el poder simbólico de la pintura.

 LA ÉPICA DEL AMOR
Danza el monte a través de dos piernas provocativamente abiertas. Un cuerpo pleno de voluptuosidad se columpia en la Hamaca perfecta de los senos. Hay Vidas que florecen dentro de otras vidas. Corre por las colinas y se desboca un Caballo regalao.

En 1982, el Museo Nacional de Bellas Artes había organizado un salón de paisaje y yo quise participar con algo diferente. Cuando imaginamos la paisajística de todos los tiempos, siempre viene a la mente un cuadro horizontal, el cielo y la silueta de una ciudad o el monte. Mi propuesta: un tríptico, tres troncos de pinos bien largos, acentuando su verticalidad, velados por la neblina...
Sin embargo, en la interpretación que les dio el público, surgió algo inesperado para mí. La gente recibía, no la recreación de un espacio de la naturaleza, sino tres penes desafiantemente erectos
.

Desde sus inicios, la sensualidad estuvo presente en la obra de García Peña (Mi Guajira, 1975), pero no es hasta la década de los 90 que aparece con todo su peso discursivo como un motivo central.
Cual mapas trazados con cuerpos desnudos, Ernesto se propone esbozar una verdadera geografía erótica que deslinda desde los profundos valles del sexo, sus lagos, sus promontorios, hasta las escarpadas montañas de la maternidad.

Propenso como soy a celebrar la belleza, decidí representar las figuras despojadas de todas sus vestimentas. El ser desnudo establece una relación casi espontánea con su entorno natural. Era el momento de fundar una épica del amor...

A través de las figuras estilizadas, casi intangibles, desbordando voluptuosidad y ensimismadas en su placer sensorial, las emociones afloran diáfanas. Ternura, lirismo, belleza... se expresan con una suerte de fuerza intrínseca desde su visión más pasional.

Procuro contraponer sentidos: el blanco en rivalidad con el negro; la fuerza frente a lo sublime; neofiguración en medio de elementos abstractos; masculinidad versus feminidad... Toda mi expresión plástica es una lucha de contrarios.
Sin embargo, estas relaciones nunca son irresolubles sino más bien dialógicas, de complementariedad. ¿Qué es el acto del amor sino una batalla donde ambas partes acaban por rendirse?
El pincel vuela, se sacude en el aire cualquier lastre formal o temático y, rozando apenas la tela, deja tras de sí un translúcido haz de color. La proyección de la luz no tiene esa violencia tropical a la que estamos acostumbrados; parece como si las nubes hubiesen bajado para morar entre los hombres.
A través de estos elementos se percibe un sentido de ingravidez inusitado en nuestro contexto tan propenso al barroquismo.
Esta sutileza de las formas contrasta con la profundidad de las reflexiones que son expuestas ante nuestros ojos (otro elemento, quizás menos evidente, en el gran juego de contraposiciones que es la pintura de García Peña). Las figuras, desprovistas del «peso» de cualquier coyuntura, se elevan hacia ese mundo de las ideas donde conviven lo bello y lo bueno. Hay quienes podrían objetar que, en pos de ese propósito, la obra pierde su relación con el contexto. A todos los que así piensan, García Peña les responde con un pregunta: ¿Es que hacer el amor no es una cosa de todos los días?
La obra de arte, en la forma o en el contenido, siempre trae implícito su momento histórico pues éste se encuentra incorporado al espíritu de la persona que la ha hecho.

Cuando realizaba mis primeros cuadros inspirados en la épica mambisa, aproximadamente tenía 20 años, una etapa para estar enamorado de la vida, del paisaje, de las mujeres... Al hacer un retrato, por ejemplo, todas esas pasiones afloraban a través de él.

Los sentimientos universales como el amor han constituido una preocupación humana desde el génesis; sin embargo, cada época los ha asimilado a su acervo, dotándolos de nuevos sentidos. A este torrente semántico se suma la obra de García Peña, pero siempre planteando un enfoque múltiple de los fenómenos, sugiriendo diversas soluciones a un mismo dilema, intentando ir más allá de lo que se ve hasta ese espacio infinito de las ambivalencias.
A través de la incorporación, ex profeso, del concepto de ambigüedad en su dinámica creativa, el pintor sólo propone: el completamiento de la idea está del lado del público. Siempre hay figuras inequívocas: una muchacha, un colibrí... pero, en la medida en que el receptor se apropia de cada elemento y lo lleva al nivel de sus experiencias, surgen nuevas interpretaciones.

Yo trato de superponer muchos niveles de significados en mis cuadros, de tal manera que, cada vez que el espectador vuelva sobre ellos, encuentre algo nuevo.

El cuerpo es el principal elemento visual para expresar la sensualidad, pero, además, existe una visión erotizada de los elementos naturales que le acompañan (Plátano cubano, 1992-1993), e incluso se funden paisaje y figura humana (Subir laderas, 1994).
Sin dudas, la labor creativa de García Peña está protagonizada por los símbolos: caballos, colibríes, pavos reales, frutas, elementos fitomórficos y, por supuesto, los desnudos, integran el alfabeto visual de que se vale para componer sus obras.
La representación plástica no es el único objetivo artístico, mas el excelente dominio técnico que posee este pintor constituye un complemento fundamental a la hora de reinterpretar las formas presentes en la naturaleza o sugerir significados desde la perspectiva de un estilo personal.

El dibujo fue algo que aprendí como parte de la enseñanza clásica que se impartía en las escuelas de arte, con los modelos, las clases de anatomía... Adquirí habilidades para representar el cuerpo humano y éstas se expresan en mi obra. No tengo por qué negarlas, pero, al mismo tiempo, las combino con elementos abstractos.

Asimismo, su manera de organizar la composición va mucho más allá del simple interés por llenar una superficie. Cuando cada espacio del lienzo es ocupado por una figura, evidentemente se está llevando a cabo un acto de diseño, pero ese modo resulta menos atrevido.
El diálogo entre los elementos y un supuesto vacío, que nunca es tal porque siempre lo invade el color del fondo o una mancha, es lo que da organicidad a la propuesta plástica de García Peña. Se crea una armonía visual donde la mirada, en su trayecto, a ratos se impacta y, en otros, descansa.

Dar por concluida una obra es siempre un riesgo. Algunas veces he perdido una pieza por firmarla en un lugar poco indicado. Y es que la firma también forma parte del ritmo compositivo. En otras ocasiones, al terminar un cuadro tengo que efectuar un ejercicio inverso y quitarle todo lo que está de más.

A la altura de 2000, García Peña replantea sus posturas. En un proceso de indagación constante ha logrado fundar su propio discurso estético y ahora se propone complementarlo con ingredientes tomados de la abstracción, con nuevas búsquedas formales y temáticas.
Convencido de que «cada obra debe ser una realidad nueva dentro de la expresión artística», Ernesto García Peña es un pintor sui géneris. Toda su creación transmite un peculiar sentido de levedad, una verdadera poética de lo sutil... como de un baño de luz.

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