Pulsando la realidad en su constante devenir, ha logrado involucrar su cosmo-insularidad desde los espacios de discusión social propiciados por la plástica y la gráfica de su generación.

 

 

Cada pieza de Sandra Ramos de real interés —y no son pocas— es un comentario visual, cuyo mayor apoyo lo encuentra en el barroquismo de un sinnúmero de paráfrasis-dibujo: dígase el Bobo de Abela, Liborio, la autocaricatura de Martí a plumilla, entre otras muchas.

El que un mundo más justo aún no se haya concretado en la historia de la Humanidad, es la causa por la cual cada criatura humana, a escala y alcance de su propia experiencia y cultura, lleve en sí la réplica de ese «mundo».
El que nos ofrece la obra de Sandra Ramos, por supuesto, no es representación de uno más justo, pero sí es un espacio más para indagar lo decisivo que resulta para todo individuo y cultura la posibilidad de alcanzarlo; causa primera y última de circunstancias personales, sociales e históricas que han insertado este hacer en la problemática migratoria que hoy particulariza la realidad global en general y la cubana en particular.
Sandra no es de los que se callan, de los que aún se escudan en narrativas ya seguras o fatigadas de agradar. Todo lo contrario. Sus temas nos precipitan a la realidad, la ponen en crisis frente a lo ya sabido «que es lo que no es», cuando no la explicitan con un lenguaje visual que, con toda certidumbre, busca atender a las discretas devociones de la gráfica más adscrita a la historieta y lo caricaturesco, las cuales se avienen de propósito a su intención en consonancia con el eclecticismo imperante.
Su lenguaje, las técnicas y medios empleados para hacerlo significar, como el grabado, la pintura al óleo, la instalación, la fotografía, el vídeo y el llamado arte digital no son más que el asunto mismo, la primera instancia a observar y aceptar por parte del receptor, que no siempre se entrega confiado a la propuesta que la autora le ofrece.    
Sin embargo, ninguna otra obra más directa y real que ésta. Su arte está exento de la etiqueta de exotismo. No es tampoco una propuesta emergente, sino más bien construida desde una periferia que, a diferencia de otras, viene del mundo y va hacia él. Cuba fue siempre independiente en términos culturales, así como ha sido y es, alternativamente, Caribe y Atlántica.
Sandra es de esta última área por ubicación y cultura. Nacida en La Habana en 1969, su obra irrumpe con fuerza en el epicentro de un debate cultural de crisis, que buscará su continuidad y reanimación desde la interpretación misma de un proceso social y político único a la historia de Latinoamérica.
De ahí, tal vez, que sea una de las artistas de la llamada generación del 90 que con mayor eficacia estética y comunicativa ha retomado el mensaje dejado por la vanguardia que le precedió. Y de ahí, también, ese ingente propósito de narrar lo que falta o se perdió desde la visión del que se queda (...quizás deba partirme en dos, 1993). Sin obviar otro valor de índole más personal, favorecedor de sus aspiraciones como artista: el equilibrio encontrado entre lo que quiere decir y lo que es permisible decir.
Cada pieza suya de real interés —y no son pocas— es un comentario visual, cuyo mayor apoyo lo encuentra en el barroquismo de un sinnúmero de paráfrasis-dibujo: dígase el Bobo de Abela, Liborio, la autocaricatura de Martí a plumilla, entre otras muchas. Sin embargo, de alguna manera, esta ilustre iconografía organiza su discurso y se integra al volumen temático de su obra a partir del guión que le impone una muy particular guía, que, al decir de la propia artista, «es como un heterónimo, en la medida que es un autorretrato mío de cuando era niña, un grabado antiguo que representa a una reina holandesa y, finalmente, un personaje más conceptual que tiene mucho que ver con Alicia en el país de las maravillas, el libro de Lewis Carroll que tanto me gusta.
»Ella es siempre una sola identidad, pero esa identidad está compuesta por las otras tres en principio. Para mí también es como un símbolo de la utopía, de mi generación, un poco de los sueños de mi generación, de la educación que nosotros recibimos».
Esta íntima relación con tópicos esenciales de la literatura y la gráfica, bien puede hacernos pensar en una autosuficiencia icónica cuya integridad —en cuanto al manejo y apropiación de los referentes aludidos— no da resquicio alguno al mensaje escritural. Sin embargo, no es así. La polisemia propia de toda obra plástica, si bien no pocas veces se ve constreñida a una e indiscutida decodificación por el texto a pie de imagen, también deja libre al receptor por un tiempo muy suyo, para finalmente asirle al texto que la artista quiso narrarle.
Sobre el particular, dice Sandra: «Mi obra, como viene mucho de la gráfica, puede que tenga muy marcado ese interés de dar un determinado discurso en un sentido. Pero mi obra también tiene un aspecto personal, que es lo que puede estar más relacionado con una polisemia, pues, a partir de lo personal puede haber matices de interpretación del tema mismo».
El tema impone… Y también la relación gráfica-pintura —muy ilustre, por cierto, en nuestra historia del

La maldita circunstancia del agua por todas partes (1993). Calcografía

arte— con la que muy bien se avienen los temas de su preferencia, no exentos de cierta ambigüedad, en tanto parte inalienable de la propia realidad existencial de la artista, y, sólo después, de la realidad que la anima en su indagación y representación tropologizadora de una identidad dividida y confrontada.
Para Sandra y su obra, la patria sigue en la Isla, pero no escapa a la autora la diseminación de rupturas y desencuentros que trae aparejado el desplazamiento existencial propiciado por una diáspora que no concluye. La inmediatez de tantas memorias idas, hacen el escrutinio de la memoria propia. Parte el que se quedó, vuelve —siempre— el que partió. La distancia y la soledad devienen polos de circunstancias personales que tienen su más raigal desdoblamiento en lo nacional.
«Mi obra apunta hacia esa crisis —precisa la artista—, pero a partir de su reconocimiento no como un fenómeno nuevo, sino como un fenómeno que siempre existió. El tema de la migración está muy vinculado a la formación de Cuba como nacionalidad y, en los últimos años, ha arraigado aun más en la mayor parte de la sociedad cubana. Es un tema personal-colectivo. De ahí que mi obra tenga una gran base en la historia de Cuba, en su literatura: Heredia, Martí...
»El tema de la migración es una constante entre nosotros desde el siglo XIX: el tema de la lejanía de la Isla, de los que se quedan, de los que están afuera, de la relación entre el que se va y el que viene».
No es de extrañar, pues, que entre los objetos-símbolos que enriquecen y densifican ese vocabulario visual muy suyo, dominen aquellos que hacen la hoja de ruta de múltiples aventuras y desarraigos: maletas, baúles, cofres, escalas, puentes, restos de miembros humanos y una gran etcétera; fragmentos todos que —al resumir como imágenes la muy humana aspiración de rehacer la vida propia o reencontrar una nueva— tienen en los preparativos y en el viaje mismo las primeras y, tal vez, únicas señales de un imaginado mundo mejor. Sorpresa y extrañamiento, serían entonces los dos primeros pasos para empezar a entendernos.
No siempre se ha reparado con la insistencia y profundidad requeridas sobre la importancia de la gráfica de vanguardia, tanto la vernácula como la foránea, en la recolocación definitiva del mensaje escritural en la plástica cubana contemporánea. Es posible que se quiera salvaguardar la supuesta incontaminación mediática de la obra pictórica en aras de la pureza del culto al original. Es posible que no se vea con toda claridad aquello que se tiene muy de cerca todavía. Pero la importancia de los títulos y textos en la obra y el estilo de no pocos de nuestros reconocidos pintores de fines de la pasada centuria, es un hecho tan real, como lo es su presencia e importancia en la obra de Sandra Ramos.
Pero nuestra artista va más allá de lo que han ido otros, determinada, quizás, más por la influencia cierta de la gráfica en su obra: «En efecto, tengo mucha influencia de la gráfica del siglo XIX, de la Ilustración francesa, de los periódicos y revistas, de la gráfica mexicana…
»Para mí es muy importante la gráfica, porque de todos los medios artísticos, es el menos elitista. Por eso, precisamente, tiene un lenguaje tan rápido, asequible para cualquier tipo de gente. Sobre todo, cuando se aborda un tema social, resulta mucho más fácil hacerlo desde la gráfica. En mi obra, quizás lo formal no sea lo más importante, sino el contenido, independientemente de la importancia de la relación entre uno y otro. Mi formación está en ese sentido. No pocos de los personajes que yo uso son de la historieta cubana, de nuestra gráfica...»
Cultora obsesiva de una de las poéticas visuales más sugerentes de su generación, admite que —si bien le encanta el mundo— «al final soy isla; necesito de mi espacio, de mi familia, de mi gente».
Amante confesa de aquellos poetas cubanos que tratan el tema de la insularidad —en particular de Dulce María Loynaz, Gastón Baquero, Virgilio Piñera...—, gusta de La Habana Vieja como del siglo XIX americano y europeo, y relaciona los adelantos que la revolución industrial de entonces legó a la Humanidad, con la visión que del mundo moderno anticipó la literatura de esa época. Aunque es propicio recordar que tal despegue tecnológico y científico mermó algo la imaginación de los pintores.
¿Se repite la historia? Conjeturas aparte, nuestra artista no es de los que se acodan a la moda. En una de sus fotos más divulgadas, Sandra se mira en un espejo… En más de una ocasión, todos nos hemos mirado con igual insistencia y hasta presunción. Los espejos son muchos… Podría afirmarse que eternos. Y los espejismos también…

Malecón (2005). óleo sobre lienzo (150 x 203 cm).

El primero de todos es aquel por el cual vivimos en una isla y no nos consideramos isleños. Por supuesto, sabemos que es un archipiélago, pero la única isla que cuenta es la de Pinos, hoy de la Juventud. Las casas de nuestros poblados ribereños dan con sus excusados al mar y con sus portales a tierra. Otro tanto sucede con las iglesias: o le dan la espalda, como la Basílica del Convento de San Francisco de Asís en La Habana Vieja, o le dan de lado, como la Catedral de Santiago de Cuba. Condición cuasi idiosincrásica, podría decirse, semejante al rechazo del frío, tal vez porque en la formación de nuestra nacionalidad intervinieron tres culturas continentales, o para decirlo en buen cubano, «de monte»: la aborigen (prehistoria), la africana (neolítico) y la española (medioevo). Sin obviar un dato que podría parecer irrelevante: Cuba se ubica entre las diez islas más grandes del mundo. Aspectos todos, entre otros, que han contribuido a la originalidad implícita en la condición otra presente en una de las primeras obras emblemáticas de Sandra: La terrible circunstancia del mar por todas partes, que tan bien la autodefine en relación con su tiempo y ámbito generacional.
Esta obra gráfica, concebida en 1993, año de su graduación en la especialidad de grabado en el ISA, es la proclamación de una insularidad entendida tanto desde una experiencia estética y autobiográfica, como geográfica y epocal. Su manifiesta posición crítica en vínculo temático con el mar y, por extensión, con los balseros y la excepcional situación migratoria propiciada —es obligatorio decirlo— por la llamada Ley de Ajuste cubano, contribuirán a su concepción y hechura definitivas.  
El paisaje es el primer planteamiento identitario con respecto a un arte nacional, aun cuando en el caso particular de Cuba, su visión del mar, por las razones antes aducidas, siga detenida en contemplarlo desde la orilla. No obstante, a ella se acoge nuestra pintora. Sabe que con sólo cambiar el punto de vista, se hace algo nuevo de lo ya hecho. Y para ello apela a la antiquísima perspectiva vertical en Malecón (2005), tal y como nos lo testimonian —por primera vez— la fuente y el jardín que ilustran un papiro egipcio del Imperio Antiguo: artificio formal, si se quiere, que, en el caso particular de esta obra de Sandra, anticipa el concepto, permitiéndose ubicar el malecón habanero alrededor de la Isla.
La capacidad del mar de hacernos sentir lo infinito queda así inhibida. El contraste entre la policromía de la isla-adolescente poblada de palmas y el oscuro mar que la rodea, más que una apelación al llevado y traído color de Cuba, es un tropo de circunstancias internas y externas muy concretas e igualmente subjetivas y paradójicas. El exilio de sí mismo: la isla dentro de la isla, tal y como ciertos grabados interpretaron la ciudad-continente de la Atlántida a partir de la descripción de Platón. Con esta obra, la representación marinista en la visualidad cubana se hace corpórea, deja la orilla, flota... en un agua inmóvil, maniatada por los límites precisos que le impone esa barrera entre sentimental y urbana, símbolo de la capital de todos los cubanos. «Objetos migratorios», serie de 1994, verifica tales argumentos, negándolos: al cuerpo, sigue un número de objetos flotantes (batiscafo, bote, balsa) en mar abierto… Se ha roto el límite.  
Más de su tiempo no puede ser la niña-musa del tímido profesor de matemáticas. Ahora, viste el uniforme rojo y blanco del escolar cubano, mientras deriva en un mar nocturno. Del «país de las maravillas» ha pasado al del surrealismo real. No encuentra en tal vastedad la liebre ―o el delfín― que la guíe. Su sueño de antaño, se hace del hecho fáctico, social y económico que, por el momento, encauza a la diáspora cubana por una corriente sin retorno. Ningún otro elemento más de acuerdo con la eternidad que el mar de noche.
Años después, se ha hecho mujer, algo muy normal en el trópico; se desnuda, algo muy bello a esa edad, y se descubre —una vez más— en forma insular: La isla que soñaba con ser un continente.
En este óleo sobre lienzo, de gran formato, concebido en 1995, ya el color no es la tónica del reencuentro con el verde y el azul —basta—, sino un ideal de pueblo, devenido otrora épica plural. También el Malecón es otro. El emblemático muro ya no es lo suficientemente largo y poderoso como para rodear a la mujer-isla; ahora, sólo ocupa el margen inferior del rectángulo, sobre el que se sientan, de frente a La Habana, cual si fuera un domingo de verano, una treintena de personajes de la historia política, literaria y artística de Cuba, desde Colón hasta Lezama Lima, pasando por el padre Las Casas, Agramonte, Céspedes, Martí, Maceo, Elpidio Valdés, Liborio, Che, Fidel, Alicia, la de Carroll, y hasta una mulata algo caricaturesca, que en el mejor de los casos puede asociarse con una corista de Tropicana. La narración, como se ve, muy traída de la gráfica, apela a partes iguales a la descripción y al análisis, a la transparencia y al descanso sospechoso.
«Nosotros somos egocentristas —manifiesta la pintora—, porque somos un país que, desde su formación, nos hemos creído el centro. Y es que Cuba siempre ha sido un sitio geográfico muy cosmopolita, muy de tránsito, con gente de todas partes… También el proceso revolucionario aceleró ese sentirnos tan diferentes del mundo, tan importantes. Eso es bueno por un lado, pero también genera grandes contradicciones».
Consecuente con aquella que los aborígenes llamaron «grande» e «infinita»; los navegantes españoles y portugueses, «dorada», en alusión a un inicio prometedor en oro, y el mestizo de india y español, Miguel Velázquez, «tierra tiranizada y de señorío»; ahora, en plena crisis de las utopías, devela el sueño de su megarrelato en un «globo» de historieta, con que Sandra representa a Cuba sobredimensionada entre Europa, África y las Américas, justo el espacio donde mitos y leyendas cuentan que se ubicó la Atlántida. Idiosincrasia de excesos. ¡Tal vez hasta de los atlantes tengamos algo!

La suprarrealidad del límite ni se detiene ni se crispa. De manera explícita o no, es una constante en la cambiante diversidad que afronta esta poética. La serie «La lección de la historia» (1996) es, ni más ni menos, uno de los tantos sub-temas con los que se va a involucrar su cosmo-insularidad desde los espacios de discusión social propiciados por la plástica y la gráfica de su generación. La despenalización del dólar y la apertura del país al turismo internacional concurren en esta serie gráfica a partir de un recurso formal que, en el caso particular de esta creadora, deviene factor esencial de significación: el formato.
Desatendido a veces por los artistas, el formato se hace aquí parte esencial del mensaje visual, al asumir el diseño de un dólar. A los personajes de la gráfica cubana manejados con anterioridad —en particular, Liborio y El Bobo—, se suma George Washington, el general de las Américas más conocido en el ámbito internacional, más por su valor de cambio que por sus valores como militar.
Alicia, el álter ego de la artista, perdida —o más bien vendida— su inocencia (El fin de la inocencia, 1996), media entre el ilustre visitante y las diferentes situaciones resultantes del llamado «Período especial».   
Este deslizamiento hacia la gráfica, se verá refrendado en los años siguientes por el empleo de la fotografía y el vídeo aplicados al llamado arte digital. A Sandra esto le ha ayudado «a establecer una más estrecha relación con lo real», algo que siempre —afirma— aspiró lograr en su trabajo, pero que no se hizo hasta entonces tan evidente: «con el arte digital puedo conseguir esa diferencia mucho más fácil, porque mezclo la realidad fotográfica con el mundo imaginario. Por ejemplo, a través del collage, mezclo la gráfica del siglo XIX con mis propias figuraciones y hasta con las fotografías de la ciudad, del mar. Otro tanto hago con el vídeo digital y la animación».
En «Espejismos» (2002), tales aseveraciones encuentran su confirmación. En esta serie recurre a un formato muy particular, el de una ventanilla de avión. A través de ella acontecen los espejismos: la mano que bracea en un mar de nubes contra la corriente, entiéndase la dirección del avión, presupone tanto la salida como la llegada, destinos de un mismo ciclo que se repite una y otra vez,  y que hace de las imágenes de esta serie preámbulo de las que le seguirán. Tales son las tituladas «Naufragios», «Apariciones» y «Puentes», todas de 2004.
En 2005, la serie «Atec Panda» retoma el recurso del formato, en este caso, el de un televisor, en cuya pantalla transcurren, como en uno de los tantos dramatizados a que nos tiene acostumbrado este medio de comunicación, las vivencias y conflictos del actual momento de la sociedad cubana. Simultáneamente, plasma en óleo sobre lienzo, obras de interés como Isla, Escape, Malecón y Pesadilla.

Isla (2005). Acrílico sobre lienzo (150 x 203 cm).

El flujo y reflujo social, también obra en lo personal. Es el movimiento, la continuidad misma de la vida-obra, que retoma a un nivel más alto de intelección de lo narrado, y a recaudo de los propios cambios operados en el acontecer nacional e internacional, los presupuestos estéticos de una continuidad tan existencial como social, con la que volvemos al encuentro de lo que se fue, en dos de sus primeros y mayores protagonistas: la isla-mujer y el malecón habanero.   
En el primer óleo, la mujer ya no atiende tanto a simular la configuración geográfica de Cuba, sino más bien a representar el desgano que sigue a la prolongada espera en su más clásico estar, según la muy socorrida pose de los pintores venecianos y barrocos. Sobre el cuerpo, el que bien pudiera ser «el monte de banderas» de la Tribuna Antimperialista, por entre el cual pasea su álter ego. En Escape recurre a dos símbolos de la cubanía: la palma y el Bobo de Abela, quien guía a Alicia, con su sempiterno uniforme de escolar, a alcanzar la copa del emblemático árbol. Mientras que en Malecón y Pesadilla retoma los presupuestos estéticos con los que encaró la problemática migratoria a inicios de los 90, aunque ahora con una mayor ambigüedad y capacidad de sugerencia en cuanto al enfoque expresivo de lo representado.
Todo o casi todo lo desarrollado en sus planteamientos visuales precedentes, cristaliza —una vez más— en la capacidad del Malecón de hacerse barrera de un sinnúmero de paseantes-símbolos, criticamente construidos por esta poética con más de un decenio de ejercicio creador.
El gran formato, como años atrás, cumple su función. Sin embargo, la perspectiva vertical, por ejemplo, se hace menos opresiva en esta representación del Malecón, quizás, en razón de un mar concebido a partir de la apariencia, gracias a la técnica del chorreado o dripping… y hasta por la propia libertad que se toma Liborio de empinar la cometa roja con que la autora asume la Isla.
Finalmente, el sueño parece ganarle la partida al Malecón —aunque al dormir la escolar sobre su dura estructura, entre el desamparo de una noche cerrada y una pared saturada de graffiti, donde numerosas paráfrasis-dibujo parecen remitirnos al desembarco de Martí y Gómez por Playitas, según la interpretara Hernández Giró—, y quede al alba lo que de realidad tiene la espera.    
Igual de importantes serán en este período sus apelaciones al instalacionismo. Sobre las probidades de este nuevo hacer para su decir, comenta Sandra: «La instalación es completamente diferente a la pintura, el grabado o el dibujo. Por ejemplo, cuando yo hago un dibujo quizás siento que esa obra es más íntima, a lo mejor está más ligada a la Naturaleza.
»En el grabado, la técnica más conocida de mi trabajo y con la que he obtenido mis mayores éxitos, el mensaje es más directo; en la pintura, más poético, más surrealista… Necesito esa relación íntima con la obra que me da la gráfica, que me da el dibujo, pero, también, la menos íntima que me da la instalación. Hacer una instalación es como montar una obra de teatro, la relación con el público es diferente. Además, me permite trabajar con materiales y medios que yo normalmente no utilizo a diario, como el vídeo.

Sandra Ramos (La Habana, 1969) es graduada de la Academia de San Alejandro en 1988 y del Instituto Superior de Arte (ISA) en 1993, año en que obtuvo el Gran Premio Salón Nacional de Grabado. En la foto, en compañía de su hija.

»También la instalación me deja un poco afuera de mis cosas íntimas; como que me envuelvo más en otros temas que, aunque siguen teniendo que ver con la realidad cubana, no son tan personales, lo que me obliga a hacer otro tipo de investigación, así como me enriquece intelectualmente».
De esta línea son las instalaciones en las cuales apela al hecho social como singularidad de una dimensión identitaria desde la colectividad. Entre éstas sobresalen aquellas encaminadas a testimoniar sobre la permanencia de valores y patrones culturales fuertemente enraizados en la sociedad cubana, como la religiosidad popular y los cultos sincréticos, o aquellas otras tendientes a profundizar en la marginalidad y hasta en dramas sociales como el alcoholismo.
La realidad, como siempre, apremia con su cuota de realidades a la obra… Y aunque Sandra no ceja en confrontarla, interpretarla y expresarla, también sabe asumir experiencias y bellezas que la fanatizan hasta más allá de sus límites.
Así parece sugerirlo el particular tratamiento de ala que le da a la bandera de la estrella solitaria, o el vitral que diseñara para su casa…  
Ubicado como casi todos los vitrales de las casonas republicanas en el descanso de la escalera, más que la representación de una mujer que ha dejado de tener la forma de su isla, es la isla hecha mujer…
Desnuda y de espalda, erguida, avanza... como para transparentarse en sí misma y continuar su ascensión hasta más allá de la intimidad del hogar, del mar, donde aletea la luz de todos los días.

Jorge R. Bermúdez
Escritor y crítico de arte

Imagen superior: Orilla, de la serie «Naufragios» (2004). Fotografía digital (40 x 60 cm). Imagen izquierda: La vida no cabe en una maleta (1996). Detalle de instalación.  Ala derecha: Quizás deba partirme en dos (1993). Calcografía.
A la derecha: La isla que soñaba con ser un continente (1995).óleo sobre lienzo (90 x 180 cm). Izquierda: Escape (2005). Acrílico sobre lienzo (200 x 105 cm).


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