«Una ciudad, sin embargo, a la vez que consiste en los lugares donde el cariño nos envuelve, siempre es algo más. Ese algo más, ¿qué era?», se pregunta el autor de Lo cubano en la poesía en este viaje veloz a través de sus vivencias habaneras.
Calzada de Jesús del Monte, Prado, Malecón, Parque Central, Iglesia del Carmen, Neptuno 308, Vedado… son sitios evocados por Cintio Vitier en rauda sucesión de recuerdos… hasta reconocer a los verdaderos protagonistas de su «habaneridad».

 La primera Habana que conocí fue la de un 20 de Mayo de mi niñez. Vinimos por los caminos de tierra colorada anteriores a la Carretera Central. Recuerdo la travesía por la Calzada de Jesús del Monte bañada por un inmenso aguacero, rumbo a la casa de mi tío médico que vivía en una empinada calle de la Víbora.
Años después, ya en la adolescencia, empecé a venir una vez por semana a mis clases de violín con Juan Torroella en la calle Industria, y después también a los conciertos dominicales de Ernesto Lecuona en el Teatro Nacional.
Asistí al estreno de Damisela encantadora por Esther Borja, y aquellos desfiles de sopranos y contraltos movidas por las pálidas manos enérgicas de Lecuona ya me daban el sabor del Prado, del Malecón, del Parque Central, de la más escondida calle Cárdenas donde me esperaba el ómnibus de regreso.
En 1935 nos mudamos para La Habana, y después de una breve estancia en la loma del tío médico, nos asentamos durante más de cincuenta años en Figueroa 358, entre San Mariano y Vista Alegre, frente al llamado Parque Mendoza. Preciosa la avenida de flamboyanes de Santa Catalina. Extrañas las matinés del Cine Tosca.
Pronto conocí a Eliseo Diego en el Colegio La Luz, del Vedado, juntos hicimos una revistilla y en el 37 empezamos a frecuentar las conferencias de los exiliados españoles, centralmente Juan Ramón Jiménez, en el Teatro Principal de la Comedia y en el Campoamor.
Ya La Habana me entraba por todos los poros, y desde el Segundo balcony, según se decía entonces, nos fijábamos en dos muchachas con boinas en la penumbra de la platea.
A La Habana le debo la primera gran emoción poética de mi vida, cuando a la salida del Hotel Vedado, hoy Victoria, después que Juan Ramón escogió los poemas de mi primer libro, les di las gracias, abrazándolos, a los pinos que entonces se agolpaban en la noche del Malecón bajo las estrellas.
Otras vivencias habaneras sin fecha precisa fueron, en el Teatro Martí, el acabose de los timbales de un danzón inaugurando el mundo, y en el Cine Encanto aquel sorprendente organista, Morales, marea de música abriendo las penumbrosas cortinas, y, a escenario abierto, la eterna Merceditas Valdés, y un fundador de los cueros cubanos, Jesús Pérez, y la sabiduría de Don Fernando Ortiz.
Me faltaba, sin embargo, lo más importante: encontrar el destino. Allí estaban esperándonos, en el vestíbulo de la Facultad de Filosofía y Letras, «las muchachitas de la Hispano Cubana», como las llamaba Juan Ramón.
Eliseo tomó a Bella del brazo, yo a Fina, y empezamos a pasear infinitamente por todos los parques de la Sierra, del Vedado y de la imaginación.
Finalmente llegamos a Neptuno 308, altos, entre Galiano y Águila, y mi habaneridad se consagró, al calor del piano de Josefina Badía, en aquella jaula de música y amarillos tranvías trepidantes, como nuestro noviazgo se iba a consagrar en la Iglesia del Carmen bajo la bendición del Padre Gaztelu y la cariñosa solemnidad de José Lezama Lima.
En aquella casa feliz hicimos ediciones familiares, hicimos Clavileño con Gastón Baquero y otros amigos, recibíamos a Emilio Ballagas, Justo Rodríguez Santos, Virgilio Piñera, José Rodríguez Feo, Oscar Hurtado.
Una tarde llegó Julián Orbón, miró entrañablemente al Niño del pajarito de Goya, se sentó al piano, tocó la Noche en los jardines de España y se convirtió súbitamente en amigo destinado.
Ya lo eran desde la Universidad Agustín Pi, degustador especializado en la Habana nocturna de los poetas y artistas, asiduo al Café Las Antillas después que todos nos despedíamos: captador silencioso, compañía esencial, omnicomprensivo, único; y Octavio Smith, trémulo siempre entre la fabulosa «Casa marina» de su Caibarién natal y las austeras líneas del Parque Cervantes.
 Otros puntos focales de nuestra Habana iban siendo la gruta con columnillas salomónicas de Lezama en Trocadero 162 entre Industria y Consulado, los conciertos dominicales del Auditorium y el perenne café del Carmelo enfrente, con el reojo de la pérgola en el parque mirándonos, las conferencias y exposiciones en el Lyceum, el Palacio Orbón, como lo llamaba Lezama, donde por las noches solíamos reunirnos el que ya empezaba a nombrarse Grupo Orígenes, con la inolvidable sibila María Zambrano, alrededor del piano mágico de Julián. Poesía, música y amistad en una sola fogata.
Una ciudad, sin embargo, a la vez que consiste en los lugares donde el cariño nos envuelve, siempre es algo más. Ese algo más, ¿qué era?
Las ventanillas de las guaguas, segundonas de los líricos tranvías, se iban llenando de neoclásicos portales, de carpenterianas columnas infalibles, de avenidas envejeciendo hacia el futuro, de frondas súbitas azotando nubarrones, de calles solitarias con niños harapientos y prostitutas errantes, de bodegones donde Agustín sorprendió aquellos «extraños músicos», maestros de fineza y cortesía, única página realmente suya que nos dejó para siempre.
El Turco Sentado, como él nombró las noches de la casa feliz, inevitablemente se dispersaba. La Habana se escapaba por la carretera hacia la Quinta de Arroyo Naranjo donde nos esperaban Bella y Eliseo, o hacia Bauta, donde nos esperaba el Padre Gaztelu.
La Habana se recomponía si, por azar, nos encontrábamos, en un cruce, con Mariano, siempre escoltado por su gallo, o recordábamos los óleos de Portocarrero, que la retrataban en encendimiento y alucinación, tan llena de gravedad y alegría como todos los colores de su paleta.
La Habana era el fervor matinal de la Habana Vieja en el rumoroso taller de la Imprenta Úcar, el lustroso mostrador del restorán La Marina y la mesita de mármol del Café Reboredo (trilogía de pastelitos, ostiones, cerveza).
La Habana era la voz de Lezama con su dejo asmático-irónico en la miniatura de su estudio inmenso. La Habana era la carcajada de Lezama y su mano sudorosamente fría al despedirse en la librería La Victoria. Pero no, La Habana estaba fuera de todo, dentro de todo, era una extensión llena de preguntas, a la salida del cine se mostraba húmeda y un poco rencorosa. ¿Dónde estaba La Habana?
Volviendo atrás: ya casado, trabajé como mecanógrafo en una oficina de gánsteres llamada, no sé por qué, Consejo Corporativo, en la Avenida de Columbia, donde, entre nómina y nómina, y con la compañía de Arthur Rimbaud, escribí mi libro de poemas en prosa Capricho y Homenaje.
Una madrugada, por equivocación de guaguas, fui a parar medio dormido a una callecita vacía que dejaba ver la torre de la Iglesia del Ángel. Era Peña Pobre, donde mi tía abuela Rosario Bolaños había conspirado en vísperas de la guerra del 95.
Allí se originó mi novela, en gran parte dedicada a evocar La Habana de mi adolescencia y juventud. Después pasé a dar clases de francés elemental en la Escuela Normal para Maestros de Infanta, hasta que me cesantearon junto con Lino Novás Calvo y Herminia del Portal, y conseguí un puestecito de 45 pesos mensuales en el Ministerio de Justicia.
Mientras conjugaba una noche el verbo être, vi por una ventana arder silenciosamente la carpa de un circo. El primero de enero del 59 La Habana amaneció recién lavada, radiante, limpia de sangre, vacía de las «utopías del mal» (como escribí sobre el combate nocturno que, cerca de mi casa, terminó con la muerte de Machaco Ameijeiras; ver «Agonía», noviembre del 58).
Por primera vez era verdad lo de «año nuevo, vida nueva». El Ejército Rebelde entró en sus calles para mostrarnos el rostro de la patria.  Cuando hacia finales del siglo XX Fina y yo nos mudamos al Vedado, con un habanerísimo óleo nocturno de Víctor Manuel donde también vivimos, todo pareció cambiar de aspecto. Lo que siempre, no sé por qué, había rechazado, el antillanismo de Cuba, de pronto se me presentó desde el balcón en una torre con falsas ojivas, que natural y graciosamente se fundían en el irisado azul de un desembarco.
La Habana se ha convertido desde entonces para mí en algo muy sencillo: en el pan nuestro de cada día. En el trabajo y el amor de cada día.
Termino evocando mis visitas nocturnas a Neptuno 308, con este poema:

EL ACORDEONCITO (RUTA 14)

Esta guagua viejita,

comodona y llena de remiendos,

airosa todavía

en su madura lentitud indiferente,

es la misma que entonces,

hace tantos años, amor, me conducía

con sus flamantes luces amarillas

haciéndome un hogar para los sueños,

a través de mi barrio

de nocturnas calles como patios,

por la Calzada grande, áspera y guajira

donde empezaban ya las aventuras

de la adolescencia, y por Infanta

vacía y funeral, hasta la curva

siempre un poco sobrecogedora

de la extraña Benjumeda, resurgiendo

a los faroles blancos de Belascoaín

más rápidos cada vez hasta caer

por la vaga y siniestra Zanja de los chinos,

y desembocar, al fin, sanos y salvos,

en la sencilla feria voluptuosa de Galiano,

preludio ameno, siempre repasado a pie,

de la secreta dicha,

emocionante oro de la Habana aquélla,

donde tú me esperabas.

¡Oh trayecto feliz,

línea destinada

de mi corazón al tuyo!

Este acordeoncito tierno,

cargado de rocío,

en que ahora vamos juntos al trabajo, amor,

tiene ruedas y timón de poesía.

En realidad La Habana que va conmigo se llama Fina García Marruz. Es una lástima que no sea ella la que ocupe mi lugar en este momento. Si ustedes quieren pasear por la poesía de La Habana y por La Habana de la poesía no puedo recomendarles mejor camino que leer sus libros Las miradas perdidas, Visitaciones y Habana del centro.
Lo que en realidad va conmigo son ráfagas perdidas de Cayo Hueso, fragmentos entrañables de Matanzas, un caserío llamado Empalme y La Habana que me enseñaron Fina, Bella y Eliseo, el descubridor de la Calzada de Jesús del Monte.


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