El automóvil constituye hoy la aspiración suprema en la lucha por la vida. Se trabaja, se intriga, por llegar a poseer automóvil.
No obstante la competencia violentísima que le hacen el cine y el radio, continúa el automóvil manteniendo el cetro de la popularidad entre los más prodigiosos inventos contemporáneos.
Y no sólo el automóvil sigue siendo el más codiciado mueble o artefacto de nuestra época, sino que ha sido elegido por el ilustre pensador norteamericano Waldo Frank, como el símbolo representativo del espíritu del hombre de nuestros días, y el insigne sabio alemán conde Keyserling sostiene en su obra El mundo que nace que el tipo del chofer encarna el moderno espíritu de la muchedumbre.
Lo que ahora acontece con el automóvil, ocurrió antaño con el quitrín y los otros carruajes, sus sucesores, que heredaron las simpatías y el favor públicos de que aquél disfrutó primeramente en nuestra sociedad.
Tan fue el quitrín símbolo de su época —como hoy lo es el automóvil—, que Idelfonso Estrada y Zenea, máximo apologista de este vehículo criollísimo, en un folleto de 1880, afirma que «el quitrín es la representación genuina del carácter, de la índole, de las aspiraciones de las necesidades y de los goces cubanos», y que si el escudo de La Habana consta de tres castillos de plata y una llave de oro en campo azul, «aunque un antiguo amigo mío pretendía que el escudo de la isla debiera ser una caja de azúcar en campo de caña, yo le hubiera sustituido por un quitrín con tres caballos que por una guardarraya de palmas reales se dirige a la casa de vivienda de un ingenio, conduciendo dentro al dueño de la finca».
Como bien dice Estrada y Zenea, «las necesidades del país dieron vida al quitrín», o sea el estado intransitable de los caminos rurales y las calles urbanas, produjo forzosamente ese carruaje hecho para malos caminos, para baches, precipicios, obstáculos de toda índole, que sólo era posible salvar cómodamente en un vehículo cuya caja estuviese montada sobre sopandas de cuero en lugar de hacerlo sobre muelles, «que siempre son más duros, que están expuestos a romperse y que jamás pueden comunicar a un carruaje el movimiento lateral que producen las sopandas y el vaivén que atenúa las sacudiodas que ocasionan los baches, y que los muelles, por su propia elasticidad hacen más violentos». Completaban la armónica construcción —exclusiva para malos caminos— de los quitrines, sus largas, fuertes y flexibles barras de cimbreante majagua, y sus ruedas desmesuradamente grandes.
Esta identificación entre los malos caminos coloniales de nuestra isla y el quitrín subsistió hasta que la moda, pasando por encima de la conveniencia práctica, introdujo el uso de los coches de muelle mucho antes de que Cuba poseyera caminos transitables, que no los poseyó hasta después del cese de la dominación española. Y Estrada y Zenea protesta en 1880 de la moda entonces naciente de los coches de muelles. Su protesta está fundada en la persistencia de los largos caminos en el campo y de las calles detestables en las poblaciones. Y no vislumbra posibilidades de mejora en este sentido, pues sostiene que el quitrín «jamás podrá ser remplazado por carruaje alguno que reúna las circunstancias y las condiciones que recomendaban a aquel vehículo, desechado ya por la veleidad, la ingratitud, el imperio de la moda y quién sabe por cuántos más injustificados motivos, para darnos en su lugar los coches de muelle que hacen brincar sobre el asiento a quien los ocupa, produciendo el efecto del trampolín al hacer rebotar como una pelota a los que van dentro del carruaje. ¡Ay de la cintura!, ¡ay de los riñones!, ¡ay del hígado!, ¡ay de las pobres señoras que han abandonado el quitrín y que pasean en coche!»
La preponderancia doméstica y social del quitrín en su época queda demostrada con varios ejemplos que cita Estrada y Zenea y que sintéticamente referiré aquí.
Cuando se adquiría un quitrín nuevo, era de ritual que antes de usarlo la familia se pusiese a disposición del cura para que este lo estrenase en alguna salida del viático, de manera que fuese el santísimo su primer ocupante, con lo que el quitrín quedaba bendito y libre de todo riesgo futuro. Este talismán no siempre daba buen efecto, pues el propio cronista refiere el caso de un lujoso quitrín estrenado en esa forma, pero que tirado de un caballo demasiado fogoso, «apenas el negrito que tocaba la campanilla empezó a hacer sonar aquélla, cuando estando ya el cura dentro del carruaje y el monaguillo que lo acompañaba, espantose el caballo y partió desbocado, causando algunas averías a los transeúntes y a otros carruajes con que tropezó, habiéndose deshecho contra una esquina donde vino a parar, y en donde corrieron gran peligro de ser estropeados el señor cura y el monaguillo, los cuales se lanzaron del quitrín, no sin haber recibido algunas contusiones».
El quitrín era el complemento indispensable de todo buen médico, que si carecía de quitrín se le consideraba un vulgar matasanos. Y cuando alguna familia pudiente quería expresar su gratitud a su médico por haberle salvado la vida a cualquier familiar querido, no había otro obsequio más adecuado que un quitrín, con su pareja de alazanes y hasta con el negro calesero, puesto todo a la puerta de la casa del galeno.
Como hoy el chofer —y mañana el piloto aviador—, ayer el calesero era el toro entre la servidumbre de infelices esclavos, disfrutando de la confianza de sus amos y siendo depositario de los secretos y trapisonderías de éstos, lo que le proporcionaba un trato humano de que estaban excluido los demás esclavos, principalmente los rurales.
Los carruajes de cuatro ruedas fueron desplazando poco a poco al quitrín y a su hermano menor la volanta de alquiler. La duquesa, la victoria, el milord, el tílburi, ya tirados por un solo caballo, ya por una pareja de ellos, gozaron en La Habana de las preferencias de la gente rica, quedando relegado el quitrín al uso exclusivo de los ingenios y fincas rusticas, hasta su total desaparición.
Hoy el quitrín constituye una reliquia histórica, propia para poder exhibirse en los museos o en alguna fiesta evocadora de tiempos pretéritos.
Y el carruaje de cuatro ruedas también ha desaparecido, lo mismo el de lujo que el pesetero de alquiler, sin que se le otorgue siquiera en nuestros días, como al quitrín, valor histórico alguno, tal vez por no ser suficientemente viejo para merecer tales respetos y consideraciones.
Dueño y señor del mundo contemporáneo es el automóvil, de tal modo que bien puede afirmarse que no es el auto el que existe para utilidad y expansión de los hombres, sino que los hombres viven por y para el automóvil, ya que poseerlo constituye patente de corso para hacer y deshacer cuanto se nos antoje: sésamo ábrete que, efectivamente, abre todas las puertas, materiales y morales, en la sociedad de nuestros días. Por el automóvil, más que por la persona que lo ocupa, esta es recibida y agasajada, sin preguntársele de dónde vino y a dónde va, cómo nació y cuál es su vida. El automóvil convierte en caballero al truhán y en gran señora a cualquier picúa de conducta más o menos dudosa o escandalosa. El automóvil constituye hoy la aspiración suprema en la lucha por la vida. Se trabaja, se intriga, por llegar a poseer automóvil. Y cuando se le posee, se considera haber llegado ya, si no a la cumbre más alta de las ambiciones personales y sociales, sí a la altura no despreciable. Los otros tramos a escalar estarán simbolizados por sendas máquinas, cada una de ellas más cara, más lujosa, y por ello más representativa de poder y riqueza, que la anterior.
Por eso Waldo Frank juzga que el hombre y la familia moderna norteamericanos, y lo mismo puede aplicarse en mayor o menor grado a los hombres y las familias de todo el mundo occidental, viven por obra y gracia del automóvil y a él se encuentran esclavizados. La aspiración de unos y otras es: primero, poseer un automóvil; después ir mejorando la marca. Su categoría social la dará la marca del carro que posean. El vestir elegante, el comer bien, el gozar de casa confortable, importan poco. Todo será sacrificado al automóvil.
El conde Keyserling ve en el chofer «el tipo determinante de nuestra edad de muchedumbres, como lo fueron de otras edades el sacerdote y el caballero… La mayoría de los hombres se orienta hoy hacia el tipo del chofer… en todo el mundo se instaura entre la muchedumbre el tipo del chofer… la juventud de hoy se diferencia de los pueblos salvajes en que, en su alma, lo transferible domina sobre lo intransferible. En tal respecto, su conducta encuentra su símbolo, no en el hombre primitivo, sino en el coche mecánico. Es completamente mecánica».
La mecanolatría de la época presente nos hace aplicar a los hombres términos automovilísticos, relacionando las distintas partes del cuerpo humano con las piezas de que se compone el automóvil y juzgando también automovilísticamente el mérito, posición y categoría de los individuos, y sus sentimientos y acciones, así como los sucesos de cualquier índole que sean.
Hoy los automóviles, y por ello los hombres, singularmente los que como el cubano viven en climas tropicales, son víctimas de la moda aerodinámica en las carrocerías. Pero si antaño un carruaje precursor del aerodinamismo presente —el cupé— no logró adaptarse al criollo por lo soturno y sofocante, en cambio el automóvil aerodinámico ha conquistado rápidamente la preferencia de los cubanos, y ese tipo de carrocería antitropical ya se usa hasta… ¡en las guaguas!, aunque he leído días pasados un interesante reportaje de Octavio de la Suarée encaminado a demostrar que los ómnibus de carrocería aerodinámica, al maltratar el organismo del pasajero, están abogando por un nuevo tipo humano.
En este sentido el automóvil aerodinámico viene a representar en la vida habanera contemporánea papel análogo al de los departamentos de las casas de ídem, con la agravante de que, por reducido y bajo de techo que sea un departamento, si está situado más allá del tercer piso, desde él puede gozarse de fresco agradabilísimo y maravillosa vista, mientras que los autos aerodinámicos resultan sofocantes, no sólo dentro de las ciudades, sino también en carreteras, y desde ellos no pueden disfrutar sus ocupantes de la belleza incomparable de la campiña criolla, siendo útiles exclusivamente en tiempos de lluvia. Pero, señores, ¿llueve en Cuba todos los días y a todas horas del día? Yo confío que en un futuro próximo, pasada la moda actual, volveremos a los autos abiertos, o al menos a los convertibles, que ya empiezan a usarse y son mucho más adecuadamente propios para nuestro clima.
Y conste que no tengo auto, ni abierto ni aerodinámico ni convertible.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964