El articulista comenta sobre la cajita de música mecánica, el piano, la pianola… «precursores de los modernísimos radios de onda corta, el más prodigioso y popularizado de los inventos domésticos contemporáneos».
Y un buen día se presentó el radio, dueño y señor, hoy, de la vida, la hacienda y la tranquilidad y el reposo de todos los moradores del orbe, pero de manera singular de los criollos y extranjeros que habitan y visitan esta hermosa ínsula.
Conservo como curiosas e interesantes reliquias de mis antepasados una cajita de música mecánica y un reloj despertador que en vez del timbre de alarma anuncia la hora indicada con una pieza musical.
Fueron esos dos instrumentos los precursores de los modernísimos radios de onda corta, el más prodigioso y popularizado de los inventos domésticos contemporáneos.
La primera de aquellas es una caja rectangular, de madera, de cerca de cinco pulgadas de alto por trece de largo y seis y media de ancho, en cuyo interior va un cilindro cubierto de finísimas puntitas de acero, que al girar mediante cuerda dada a mano, pone en movimiento los dientes de una lámina colocada en la parte inferior, produciéndose entonces las notas de las varias piezas musicales que constituyen el repertorio de la cajita. Esta que poseo es de fabricación francesa. Las he visto en forma de pequeños cofres o de pianos de cola en miniatura y en otros muy variados estilos. Hasta hace unos cuantos años estas cajitas de música eran totalmente desconocidas de la generación presente, pues en muy pocas casas se había tenido el cuidado de guardarlas, desplazadas violentamente por otros modernos instrumentos musicales como el fonógrafo y el radio; pero el cine se ha encargado últimamente de resucitarlas en numerosas películas, cuya trama se desenvuelve en épocas pretéritas.
No se si por mis años o por mi torpeza musical —bastante acentuada— o por ambas causas escucho con mayor placer y emoción las seis piezas de mi vieja cajita de música que todo el repertorio estridente y desconcertante de las mil y una estaciones de radio que posee nuestra radiofónica capital.
El reloj es de fabricación alemana y, a pesar de su muy avanzada edad, funciona admirablemente. Varias ruedas dentadas mueven, a la hora que marquemos, el cilindro de la diminuta cajita musical que contiene, encerrada en su base.
Si toda casa habanera de los tiempos coloniales poseía su cajita de música, no faltaba, desde luego, el piano de cola, situado en un rincón de la amplísima sala. El piano era entonces el complemento obligado en la educación de las niñas bien, que recibían diariamente las lecciones, a domicilio, de algún profesor o profesora. Y si hoy claman los vecinos y visitantes de esta capital contra el ruido ensordecedor que de día y de noche ocasionan los radios del noventa por ciento de las casas de La Habana, antaño eran también atormentados por la insoportable musiquita —tan monótona como desesperante— de las jóvenes pianistas que ensayaban la lección de solfeo o hacían esfuerzos heroicos por ejecutar las piezas que se estaban «aprendiendo de memoria», para tocarlas la próxima semana en el «día de recibo» de la familia.
Ya que me he referido a los pianos de cola se me ocurre someter a la consideración de nuestros investigadores históricos el estudio del siguiente problema:
¿Tenían las casas habaneras antiguas enorme sala para que en ella cupiera el inevitable piano de cola; o éstos existieron para servir de adorno a aquéllas y llenar, aunque no fuese más que alguno de sus vastísimos rincones?
Tanto más trascendentes resultan esos problemas que acabo de plantear si tenemos en cuenta que la sustitución de los pianos de cola por pianos verticales coincide históricamente con la decadencia de las salas enormes y el inicio de la construcción de salas —mejor dicho, salitas— de reducidas dimensiones.
A estas salitas se adapta admirablemente el piano vertical, pues puede ser colocado junto a la pared, en cualquier testero, ocupando limitadísimo espacio, no mayor que el de un sofá o una consola.
Piano de cola y piano vertical constituían el adorno indispensable de toda casa de familia que depreciase de distinguida y acomodada, a tal extremo que podía graduarse el valor social o económico de una familia por la posesión o carencia de piano.
—¡Mira si Fulano está bien de fortuna que acaba de comprar un piano!— solía exclamarse cuando amigos o conocidos chismeaban sobre alguna familia de la vecindad, como resultado de la última visita o de lo que habían podido rascabuchear a través de las persianas al pasar frente a la casa.
Y cuando se venía a meno y era necesario reducirse para cubrir el déficit familiar, lo último que se enajenaba era el piano, pues mientras éste era conservado la familia continuaba aparentando gozar de buena posición.
Y surgió el reinado de las pianolas, al perfeccionarse el aprovechamiento doméstico y urbano de la electricidad. Si nuestras calles y plazas fueron escenarios de la competencia mantenida entre el mechero de gas y el bombillo eléctrico, y la electricidad se introdujo en las casas, desplazando, igualmente, al gas, en los hogares se desarrolló otra contienda: la del piano frente a la pianola. La Habana se pobló de pianolas. Ya el poseer el piano era cosa corriente y vulgar. ¡Quien no tenía un piano! Lo distinguido ahora fue adquirir una pianola. Y para que vecinos y transeúntes se enteraran suficientemente de que una familia había podido darse el lujo —la lija— que diríamos hoy, de comprar una espléndida pianola eléctrica, ésta era colocada en el rincón de la sala más inmediato a alguna de las ventanas que daban a la calle. Y abiertas aquéllas de par en par, durante la tarde o la noche, la señora o la niña de la casa se lucían de lo lindo haciendo funcionar durante horas y horas —más para satisfacción de la propia vanidad que para deleite musical— la magnífica pianola, «que les había costado un dineral».
Pero el imperio de la pianola fue bien efímero, contribuyendo, sin duda, a ello, su alto costo, que no podía resistir la competencia que con su bajo precio relativo le hicieran sus contemporáneos musicales el fonógrafo y la grafonola.
Aún recordarán mis colegas en valetudinez aquellos primeros fonógrafos que se instalaron en diversos lugares de La Habana para que el público pudiese disfrutar, por un real, o por una peseta, las primicias de este prodigioso invento. Aún las bocinas no se habían puesto en uso para escuchar la música fonográfica, sino que era necesario aplicarse a los oídos la extremidad de caucho de unos largos tubos de goma, no muy diferentes a los que se emplean en otros menesteres personales que no guardan ninguna relación con la música. Y así parecían los oyentes encontrarse presos en los largos y delgados tentáculos o patas de ese pulpo o araña maravilloso que produce música en su vientre de madera y metal.
Perfeccionando el fonógrafo, se introdujo en los hogares, y al adoptar la bocina, los oyentes lograron cortar el cordón umbilical antes que antes los unía forzosamente a aquél. Los tubos fueron sustituidos por los discos, y el fonógrafo, convertido en grafonola, ocupó el sitio del mueble de lujo que en épocas anteriores habían usufructuado en nuestros hogares el piano y la pianola. Surgieron los coleccionistas de discos, verdaderos dilettanti de estos nuevos instrumentos de reproducción musical, llegándose a invertir verdaderas fortunas en esas colecciones de discos: espléndidos y amplísimos repertorios de óperas, canciones, operetas y otros géneros musicales; colecciones que aún conservan con orgullo en nuestra capital algunos de esos virtuosos grafonólicos.
Y un buen día se presentó el radio, dueño y señor, hoy, de la vida, la hacienda y la tranquilidad y el reposo de todos los moradores del orbe, pero de manera singular de los criollos y extranjeros que habitan y visitan esta hermosa ínsula.
El radio en muy poco tiempo ha acabado con todos los instrumentos musicales habidos y por haber. Los pianos, avergonzados y maltrechos, hacen todo lo posible por no dar señales de su presencia en aquellas casas que aún poseen alguno, temerosos de ser lanzados a la calle apenas se les descubra. Ya hoy el radio, al alcance de todas las fortunas y hasta de todos los sin fortuna, pequeño y bonito o grande y lujoso, es el objeto doméstico superindispensable, lo mismo en el misérrimo cuartucho de un solar o una ciudadela que en la más rica mansión del más rimbombante de nuestros nada filantrópicos millonarios. Sirve, igualmente, para oír buena que mala música; buenas que malas palabras; elogios que injurias; noticias trascendentales que felicitaciones por santos y cumpleaños a personas totalmente desconocidas; dramas que dramones; bella prosa que faltas de sintaxis, prosodia y hasta ortografía…
Se me olvidaba lo más importante: el ruido, el ruido desbordante, estrepitoso, ensordecedor que los radios producen en todas las ciudades, villas y pueblos de nuestra República.
Pero, si queremos ser justos y equitativos, no son los radios sino los radioyentes los culpables de los ruidos molestos e innecesarios que los radios ocasionan, como no eran antaño los pianos y las pianolas los responsables de las latas musicales con que a diario torturaban los oídos de los vecinos y visitantes de esta capital.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964