En el bufón -guataca de nuestra época y de nuestra ínsula- todo es miserable y rastrero, y sin rubor alguno soportará vejaciones, burlas, chacotas de su guataqueado, de los familiares, amigos y hasta criados de éste, haciendo gustoso toda clase de payasadas y papelazos.
Entre los infinitos bajunos menesteres del guataca está el de entretener, divertir y hacer reír al guataqueado, ya sea éste un gobernante o político ya el jefe o patrón a cuyas órdenes trabaja, ya el maestro de quien se considera discípulo, etc.
Es así como e l guataca desempeña las funciones del bufón antiguo, un motivo más, entre mil, para merecer la reprobación y el desprecio generales, cual truhán que con zalamerías, gestos, cuentos y patrañas sirve de mono -según decimos criollamente- no sólo a su ídolo, sino también a cuantos presencian sus bufonadas, o guataquerías.
Conservada su memoria, a través de los siglos, por los poetas e historiadores, e inmortalizados en el lienzo o la piedra por los artistas, han podido llegar hasta nosotros los bufones, míseros esclavos que, deformes, cubiertos de colorines y cascabeles, entretenían con sus piruetas, sus gracias y sus chistes, a sus amos y señores. Vivían en la intimidad y confianza de los más altivos y despóticos monarcas, y éstos les toleraban libertades y atrevimientos que hubieran costado la vida al más presuntuoso de sus ministros o al más petulante de sus generales. Y, a veces, discurrían con más juicio que todos los sabios del reino.
La raza de los bufones no se ha extinguido. Existen en nuestros días infinitos ejemplares de ella, pero en lamentable estado de inferioridad y decadencia si los comparamos con sus gloriosos antecesores.
Nuestro bufón es el individuo que, pobre de espíritu, necesita para ir viviendo, o para alcanzar el puesto o la posición que aspira tener en sociedad, doblegarse ante los magnates y adular o divertir a los poderosos; y, así, mendigando favores y mercedes, y arrastrándose por el suelo, despreciado por los mismos a quienes sirve o entretiene, a veces logra, vil y penosamente, llegar hasta donde se propuso. No repara en medios ni procedimientos, por bajos y mezquinos que sean, si han de conducirle a la meta ambicionada. Así, en nuestra sociedad, se han formado muchas falsas reputaciones y conseguido algunos elevados puestos. De bufones están llenos nuestros salones y academias, cámaras y secretarías, partidos políticos y corporaciones.
Veamos algunas variedades de la especie.
En política, en esta política criolla de istas, cada figurón, jefe, leader o cacique, tiene su bufón. Le acompaña a todas partes, le guarda las espaldas, le trae los cuentos y chismes de los correligionarios; lleva recados y cartas… de todas clases; es el que inicia los aplausos y bravos cuando el jefe pronuncia algún discurso, el que encabeza las firmas en las mociones en que está directamente interesado el astro; organiza en su honor mítines, banquetes y manifestaciones. Es, en la comedia política, junto a su amo, el Crispín de los viles oficios y bajos pensamientos. Suele ser también el que saca la cara por su padrino y recibe las bofetadas y demás golpes que se pierden. Pero, a veces, adulando y arrastrándose por el suelo, sube, sube y escala altos y codiciados puestos; que en la tierra de los ciegos, un tuerto, ¿por qué no ha de ser rey o, por lo menos, secretario?
En nuestros centros literarios y artísticos abunda el tipo de que hablo, disfrazado con el nombre de discípulo o admirador. Es la sombra del consagrado. Guarda sus autógrafos, que recoge del cesto de los papeles; lleva a las redacciones los bombos que escribe el maestro; le imita servilmente, y, como ni aun para esto tiene capacidad, es el que más daño y perjuicio le ocasiona para su buen nombre —cuando en realidad lo tiene—, y reputación literaria, artística o científica.
Hasta las artistas teatrales tienen también sus bufones: los adoradores platónicos. Las contemplan desde una luneta de primera fila, siguen todos sus movimientos, rompen el aplauso y celebran en alta voz, dirigiéndose al compañero de localidad, los éxitos de la estrella. Y si ésta, compadecida, les sonríe una noche, ¡qué felices y orgullosos se consideran! Pero nunca llegan, ni aun después de grandes esfuerzos y sacrificios, más allá de permitirse acompañarla del teatro a su casa o al café. Más, ¿para qué está la imaginación, sino para crear fantásticamente hechos y escenas, que luego se pueden relatar como realmente acaecidos? Para gustos se han hecho colores…
Con las eminencias que nos visitan ocurre algo por el estilo. Al arribar a nuestra tierra, siempre tan hospitalaria y novelera, una de estas notabilidades, jamás le falta un cicerone. Es el admirador, desconocido entre los suyos, que se pega a los faldones o a las sayas del prodigio o celebridad. Le enseña la ciudad, lo presenta a todo bicho viviente —y a él ¿quién lo presenta?— le escribe sueltos en los periódicos, y, como es natural, recoge las migajas de los banquetes y fiestas que se celebren en honor del huésped ilustre.
En las aulas universitarias abundan mucho los bufones. Son las futuras glorias de la patria. Asisten diariamente, en primera fila, a clases; están atentos a todas las indicaciones del catedrático, toman nota detallada de sus explicaciones, y, al salir del aula, se le acercan a darle jabón, preguntándole sobre algún punto que pueda considerar oscuro o dudoso de la lección. Para demostrar su amor y consagración al estudio, van siempre cargados de libros y cuadernos; en épocas de exámenes no se afeitan ni se bañan más que los domingos; fingen apasionarse por la especialidad del catedrático con quien desean estar bien, para cosechar, a fin de curso, el resultado y premio de sus esfuerzos.
En sociedad, ¿no habéis observado esos escuderos y azafatas, que acompañan invariablemente a los señores y señoras ricos? No les pierden pie ni pisada. Son sus garzones, pajes o camareros, en paseos y teatros. En el automóvil le llevan el bastón o le dan cranque a la máquina. Y así viven felices y satisfechos. Las azafatas, ya de señoras o señoritas, son muchachas pobres pertenecientes a la clase media, pero con pretensiones y humos de aristocracia. Se visten con los trajes y sombreros que deja su amiga, la acompañan a la ópera y a las carreras; le entretienen al pretendiente, son sus confidentes; en ocasiones logran, quedándose con el recado, quitarle a la amiga algún buen partido; entonces hacen su agosto y terminan su carrera bufonesca.
Descendiendo, o ascendiendo —según las opiniones— en esta escala de bufones, llegamos al protegido: el marido, sabio y metafísico, que acepta de su jefe o principal o de su amigo íntimo, regalos para él o para su señora, automóviles y colonias de caña, destinos o ascensos en su carrera, y que no tiene el menor inconveniente en ir a separar a la joyería las prendas que regalan a su esposa…
Como el lector ha podido observar por ese rápido desfile que le he ofrecido de clases, especies y tipos de bufones contemporáneos todos ellos sólo poseen cualidades negativas, sin una nota o un rasgo que atenúe o exculpe su degradada condición moral, y sin que se les ocurra siquiera, de vez en cuando y por excepción, hacerse los locos, imitando a sus antecesores del medioevo, para decir las verdades a sus amos y señores a desenmascarar la hipocresía o la maldad de los figurones de la corte o de la camarilla palaciega.
En el bufón -guataca de nuestra época y de nuestra ínsula- todo es miserable y rastrero, y sin rubor alguno soportará vejaciones, burlas, chacotas de su guataqueado, de los familiares, amigos y hasta criados de éste, haciendo gustoso toda clase de payasadas y papelazos.
Durante la dictadura machadista -apogeo criollo de la guataquería- se llegó a extremos increíbles de bufonería por parte de los cúmbilas del Egregio, estableciéndose entre aquellos reñidísima pugna por ver quien se prestaba mejor que los demás a servir de mona y payaso, y quién soportaba mayores vejaciones.
En este maratón de bufonería participaron individuos pertenecientes a todas nuestras clases sociales y no quedaron fuera ni representantes, ni senadores, ni secretarios del despacho.
Y cuando en esa tristísima época, la guataquería invadió todos los rincones y recovecos de la República, de bufones actuaron el médico, el abogado, el catedrático, el magistrado, el escritor, el artista, el ser social, el clubman, el hacendado, el banquero, el comerciante, el industrial… que se fueron sumando a la gran comparsa de guatacas, que entonaban con su servilismo y su adulonería, de la mañana a la noche, y día tras día, y mes tras mes, ditirambos, loas, cánticos ininterrumpidos de babeo y afeminada adoración, al jefe del Estado y a su obra de gobierno, agotando en los elogios que hacían a aquél y a ésta, toda gama de los adjetivos, calificativos y cualificativos, y reconociéndole a su ídolo el goce en grado sumo de cualidades excepcionales y únicas, no sólo para el gobierno y administración del país, sino para todas las profesiones, todos los puestos y todas las actividades de la vida humana.
Estos guatacas-bufones resultaban mucho más nocivos que los políticos y burócratas, por el mal ejemplo excepcional que daban al país, pues solían vivir bien y cómodamente y en la mayor parte de los casos no aspiraban a puestos administrativos ni a mejoras sociales o profesionales, sino que guataqueaban y bufoneaban por vicio, por el contagio de locura colectiva que sufrió entonces el pueblo cubano.
Después, y hoy, los guatacas-bufones no han desaparecido, y siguen constituyendo plaga funesta republicana.
-¡Oh, bufones criollos! ¡Sabios listos y aprovechados vividores de nuestra ínsula en vosotros se ha cumplido aquel apotegma de la leyenda bíblica: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos, o sea el disfrute del jamón presupuestal o la satisfacción de los instintos rastreros de los que, congénitamente, son incapaces de mirar a lo alto y vivir con dignidad y decoro!»
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964