La carta a que he aludido es realmente interesantísima, no solo por lo que en la misma se dice, sino, además, por las vicisitudes y peripecias que pasó esa epístola desde que fue escrita hasta que llegó a poder de su destinatario.
Si el P. José Agustín Caballero es, sin disputa, el apologista por excelencia de esos discutidos restos de Colon, según expusimos en las anteriores Acotaciones, a José Antonio onzález Lanuza puede considerársele el máximo ironista de tales cenizas.
Así se comprueba con una carta que este patriota y revolucionario, sabio penalista, orador elocuentísimo, político intachable y ciudadano ejemplar, escribió en 1898 a un amigo, y nosotros reprodujimos íntegra en la revista Social, de esta capital, el año 1920.
Sabido es que Lanuza era un corresponsal constante e infatigable. Es muy difícil encontrar una persona amiga suya que no posea varias cartas de él. Entre las más grandes satisfacciones de su espíritu se encontraba la que sentía comunicándose con sus amigos, ya de palabra o por escrito. Causeur inimitable y narrador amenísimo, por un rato de charla lo olvidaba todo. ¡Cuántas veces, por haberse entretenido conversando en su bufete o en la calle con uno o varios amigos, llegaba a su casa a comer muy cerca de las 9 de la noche, sin haber probado cosa alguna desde las 10 y media de la mañana, en que, antes de ir a su cátedra de Derecho Penal, tomaba un frugalísimo almuerzo! ¡Así fue minándose rápidamente su salud, ya desde niño débil y delicada!
A sus amigos ausentes, y hasta a aquellos que veía con frecuencia, escribía a menudo cartas por lo regular extensas, bien contestando a las que de ellos recibiera, bien relatándoles acontecimientos recientemente acaecidos o juicios sobre sucesos, libros o personas.
En todas sus epístolas resplandece, siempre su estilo fluido, ameno, su humorismo e ironía, su cultura vastísima. El suceso más trivial le sugería un comentario lleno de sutil ingenio y fina gracia, o le servía de motivo o argumento para alguno de sus famosísimos cuentos de camino.
La carta a que he aludido es realmente interesantísima, no solo por lo que en la misma se dice, sino, además, por las vicisitudes y peripecias que pasó esa epístola desde que fue escrita hasta que llegó a poder de su destinatario.
Constituye, además, una prueba admirable de cuanto acabo de decir acerca del placer que experimentaba el doctor Lanuza en comunicarse con sus amigos, aun en circunstancias en que no tuviera nada inmediato y preciso que contarles. Esa carta es, por último, un modelo admirable de humorismo e ironía.
Fue escrita en 4 de octubre de 1898, terminada ya, con la victoria de los Estados Unidos, la guerra hispanoamericana y firmado el Protocolo de la Paz, por el que España renunciaba todos sus derechos sobre Cuba.
Lanuza se encontraba en Santa Cruz del Sur dispuesto a asistir, como delegado, a las sesiones de la Asamblea de la Revolución, convocada por el Gobierno cubano, para acordar, entre otros particulares, el licenciamiento de las heroicas fuerzas mambisas. Allí, en plenos campos de Cuba libre, se sentía, como todos los verdaderos cubanos, gozoso y satisfecho por el hermoso porvenir de libertad e independencia que para Cuba se presentaba al abandonarla España, definitivamente derrotada con el eficaz auxilio y apoyo de los norteamericanos, y las fundadas esperanzas que existían de que éstos cumplieran la solemne promesa hecha en la Resolución Conjunta del Congreso de 18 de abril de ese año «de dejar el dominio y gobierno de la isla al pueblo de ésta» ya que dicho pueblo «era y
debía ser libre e independiente».
La carta aparece dirigida al señor Manuel Ros, amigo íntimo de Lanuza, que en aquella fecha se hallaba en Nueva York, en la Delegación Cubana, como secretario particular de su presidente, don Tomás Estrada Palma. No evacuada aún la isla por las autoridades y tropas españolas, eran incontables las dificultades que en las comunicaciones
se presentaban a los revolucionarios. De ahí que el doctor Lanuza enviase la carta de Santa Cruz del Sur a Santiago de Cuba, al señor Emilio Bacardí, para que éste lo hiciese a su vez a New York. Pero, por distintas causas, la carta anduvo rodando de unas manos en otras ¡durante veinte años!, llegando en septiembre de 1918, por fin, a manos de1 señor Ros, entregada por el señor Rafael Vélez, quien casualmente supo la tenía el Ldo. Benito Celorio.
Presume Lanuza que su carta ha de tardar en llegar a manos de su amigo Ros, pero a pesar de ello la escribe porque «por mucho que ella tarde, no me usurpará nadie la primacía. . . de un descubrimiento estupendo que he hecho…»
¿Cuál es ese descubrimiento, que, además de «estupendo», Lanuza califica de «fino, maravilloso y delicado»?
Pues nada menos que… ¡el ñequismo1 de los restos de Colón que estaban en La Habana!
Llega a Lanuza en los campos de la revolución la noticia del propósito decidido que abrigan los españoles de «llevarse para su casa propia los restos de Colón», y de que «esto indigna a nuestros paisanos, que casi unánimemente declaran que debiera impedírseles a toda costa».
Pero, «en medio de esta general indignación», Lanuza exclama: «Yo me alegro; me alegro sincera y regocijadamente y deploraría mucho que los tales restos quedasen en Cuba».
¿Cual es la razón de esta alegría del gran humorista?
« ¡Aquí de mi descubrimiento! —explica—. Es que he descubierto que Colón era ñeque, que sus restos son ñeques, que la familia entera fue una familia de ñeques descomunales y extraordinarios. Por poco que V. me acompañe en las subsiguientes meditaciones, quedará de ello absolutamente convencido».
Y a renglón seguido ofrece las pruebas de su afirmación:
«No tengo que recordarle rasgos de la vida del Almirante para que V. comprenda que lo perseguía en vida una implacable mala fortuna. Sería el hacerlo ofender su ilustración.
Esa mala fortuna acompañó a los parientes por dondequiera. Su último descendiente, el
duque de Veragua, se metió a , construir una plaza de toros en París y se arruinó por completo, cuando todo parecía que debiera enriquecerlo; y anda por esos mundos, más arrancado, según dicen, que manga de chaleco.
»Murió el Almirante en Valladolid, y España, que parecía preparada para un grande e inmenso poderío, empezó poco después a declinar. De la segunda mitad del reinado de Felipe 2º a todo el de Carlos el Hechizado fue aquello una olla de grillos con salmuera. Flandes se perdió, Portugal se perdió, los moriscos fueron expulsados, floreció la Inquisición, etc. Aquí también me detengo, amigo mío, para no ofender su ilustración.
»Los restos de Colón, causa ignorada (pero positiva) de todo, ese jaleo, descansaban en España. Pero como al fin, los restos del Almirante se remitieron a Sto. Domingo, después que sus deletéreos efectos se fueron, disipando, España fue aliviándose un tantico, allá en tiempos de la dinastía de Borbón. 'En cambio, en Sto. Domingo se le armó al cabo el gran lío a España. Guerras separatistas surgieron. Perdióse la posesión antillana una vez, recobróse luego en mala hora, para volverse a perder después».
Ahora Lanuza alude al problema de la autenticidad de los restos de Colón traídos a La Habana:
«Definitivamente perdida, España cometió una grave imprudencia y los dominicanos otra gravísima. España determinó, al irse, cargar con D. Cristobal. Los dominicanos tenían allí otro Colón y, en vez de dárselos ambos, determinaron engañar a los españoles y quedarse con el bueno. Ignoro si lo lograron o no, pues no he estudiado el punto, ninguno de los dos contendientes me merece crédito y además la cosa es algo oscura; pero es evidente que fuera éste o aquel Fernando Bartolomé o D. Cristóbal, los de Sto. Domingo se quedaron con un Colon y España nos importó otro a Cuba».
¿Cómo repercutió en Santo Domingo y en Cuba el ñequismo de los restos de Colón?
«Sto. Domingo jamás ha podido levantar cabeza. Aquello es un fandango perpetuo y hoy ha culminado en ¡Lilí! En Cuba íbamos bien hasta entonces; pero desde la llegada de los restos, echó el resto contra nosotros la mala fortuna. Vino lo de Narciso López, la conspiración de Pintó, las guerras, etc. etc., etc. El señor de Colón nos ha puesto al parir y España se ha llevado una pateadura descomunal, como hecha por encargo nuestro y con nuestra intervención».
Y termina Lanuza su tremenda catilinaria contra los restos de Colón, con estas palabras que constituyen anatema pavoroso, que se ha cumplido más allá de la visión profética de Lanuza:
"El gran ñeque se retira de América y los españoles (¡oh, imprudencia!) lo instalan en la propia casa. Ya se arrepentirán, y pronto. Habrá probablemente guerra carlista, alzamiento republicano, bancarrota nacional, anarquía crónica, dinamita incesante y hasta Guerrita, ¡el gran Guerrita!, morirá de una cogida tal vez. Ya verá V., Ros amigo. Nosotros, en cambio, tenemos ya grandes probabilidades de prosperar".
1 El ñequismo es lo referente al ñeque que, aunque en varios países del Caribe y Centroamérica posee un valor positivo relacionado con la fuerza y el vigor, en Cuba específicamente denota mala suerte, infortunio (Nota de la redacción de Opus Habana)
XII
Una carta de González Lanuza sobre las cenizas que como de Colón se guardaron el año 1796 en esta capital Si el P. José Agustín Caballero es, sin disputa, el apologista por excelencia de esos discutidos restos de Colon, según expusimos en las anteriores Acotaciones, a José Antonio onzález Lanuza puede considerársele el máximo ironista de tales cenizas.
Así se comprueba con una carta que este patriota y revolucionario, sabio penalista, orador elocuentísimo, político intachable y ciudadano ejemplar, escribió en 1898 a un amigo, y nosotros reprodujimos íntegra en la revista Social, de esta capital, el año 1920.
Sabido es que Lanuza era un corresponsal constante e infatigable. Es muy difícil encontrar una persona amiga suya que no posea varias cartas de él. Entre las más grandes satisfacciones de su espíritu se encontraba la que sentía comunicándose con sus amigos, ya de palabra o por escrito. Causeur inimitable y narrador amenísimo, por un rato de charla lo olvidaba todo. ¡Cuántas veces, por haberse entretenido conversando en su bufete o en la calle con uno o varios amigos, llegaba a su casa a comer muy cerca de las 9 de la noche, sin haber probado cosa alguna desde las 10 y media de la mañana, en que, antes de ir a su cátedra de Derecho Penal, tomaba un frugalísimo almuerzo! ¡Así fue minándose rápidamente su salud, ya desde niño débil y delicada!
A sus amigos ausentes, y hasta a aquellos que veía con frecuencia, escribía a menudo cartas por lo regular extensas, bien contestando a las que de ellos recibiera, bien relatándoles acontecimientos recientemente acaecidos o juicios sobre sucesos, libros o personas.
En todas sus epístolas resplandece, siempre su estilo fluido, ameno, su humorismo e ironía, su cultura vastísima. El suceso más trivial le sugería un comentario lleno de sutil ingenio y fina gracia, o le servía de motivo o argumento para alguno de sus famosísimos cuentos de camino.
La carta a que he aludido es realmente interesantísima, no solo por lo que en la misma se dice, sino, además, por las vicisitudes y peripecias que pasó esa epístola desde que fue escrita hasta que llegó a poder de su destinatario.
Constituye, además, una prueba admirable de cuanto acabo de decir acerca del placer que experimentaba el doctor Lanuza en comunicarse con sus amigos, aun en circunstancias en que no tuviera nada inmediato y preciso que contarles. Esa carta es, por último, un modelo admirable de humorismo e ironía.
Fue escrita en 4 de octubre de 1898, terminada ya, con la victoria de los Estados Unidos, la guerra hispanoamericana y firmado el Protocolo de la Paz, por el que España renunciaba todos sus derechos sobre Cuba.
Lanuza se encontraba en Santa Cruz del Sur dispuesto a asistir, como delegado, a las sesiones de la Asamblea de la Revolución, convocada por el Gobierno cubano, para acordar, entre otros particulares, el licenciamiento de las heroicas fuerzas mambisas. Allí, en plenos campos de Cuba libre, se sentía, como todos los verdaderos cubanos, gozoso y satisfecho por el hermoso porvenir de libertad e independencia que para Cuba se presentaba al abandonarla España, definitivamente derrotada con el eficaz auxilio y apoyo de los norteamericanos, y las fundadas esperanzas que existían de que éstos cumplieran la solemne promesa hecha en la Resolución Conjunta del Congreso de 18 de abril de ese año «de dejar el dominio y gobierno de la isla al pueblo de ésta» ya que dicho pueblo «era y
debía ser libre e independiente».
La carta aparece dirigida al señor Manuel Ros, amigo íntimo de Lanuza, que en aquella fecha se hallaba en Nueva York, en la Delegación Cubana, como secretario particular de su presidente, don Tomás Estrada Palma. No evacuada aún la isla por las autoridades y tropas españolas, eran incontables las dificultades que en las comunicaciones
se presentaban a los revolucionarios. De ahí que el doctor Lanuza enviase la carta de Santa Cruz del Sur a Santiago de Cuba, al señor Emilio Bacardí, para que éste lo hiciese a su vez a New York. Pero, por distintas causas, la carta anduvo rodando de unas manos en otras ¡durante veinte años!, llegando en septiembre de 1918, por fin, a manos de1 señor Ros, entregada por el señor Rafael Vélez, quien casualmente supo la tenía el Ldo. Benito Celorio.
Presume Lanuza que su carta ha de tardar en llegar a manos de su amigo Ros, pero a pesar de ello la escribe porque «por mucho que ella tarde, no me usurpará nadie la primacía. . . de un descubrimiento estupendo que he hecho…»
¿Cuál es ese descubrimiento, que, además de «estupendo», Lanuza califica de «fino, maravilloso y delicado»?
Pues nada menos que… ¡el ñequismo1 de los restos de Colón que estaban en La Habana!
Llega a Lanuza en los campos de la revolución la noticia del propósito decidido que abrigan los españoles de «llevarse para su casa propia los restos de Colón», y de que «esto indigna a nuestros paisanos, que casi unánimemente declaran que debiera impedírseles a toda costa».
Pero, «en medio de esta general indignación», Lanuza exclama: «Yo me alegro; me alegro sincera y regocijadamente y deploraría mucho que los tales restos quedasen en Cuba».
¿Cual es la razón de esta alegría del gran humorista?
« ¡Aquí de mi descubrimiento! —explica—. Es que he descubierto que Colón era ñeque, que sus restos son ñeques, que la familia entera fue una familia de ñeques descomunales y extraordinarios. Por poco que V. me acompañe en las subsiguientes meditaciones, quedará de ello absolutamente convencido».
Y a renglón seguido ofrece las pruebas de su afirmación:
«No tengo que recordarle rasgos de la vida del Almirante para que V. comprenda que lo perseguía en vida una implacable mala fortuna. Sería el hacerlo ofender su ilustración.
Esa mala fortuna acompañó a los parientes por dondequiera. Su último descendiente, el
duque de Veragua, se metió a , construir una plaza de toros en París y se arruinó por completo, cuando todo parecía que debiera enriquecerlo; y anda por esos mundos, más arrancado, según dicen, que manga de chaleco.
»Murió el Almirante en Valladolid, y España, que parecía preparada para un grande e inmenso poderío, empezó poco después a declinar. De la segunda mitad del reinado de Felipe 2º a todo el de Carlos el Hechizado fue aquello una olla de grillos con salmuera. Flandes se perdió, Portugal se perdió, los moriscos fueron expulsados, floreció la Inquisición, etc. Aquí también me detengo, amigo mío, para no ofender su ilustración.
»Los restos de Colón, causa ignorada (pero positiva) de todo, ese jaleo, descansaban en España. Pero como al fin, los restos del Almirante se remitieron a Sto. Domingo, después que sus deletéreos efectos se fueron, disipando, España fue aliviándose un tantico, allá en tiempos de la dinastía de Borbón. 'En cambio, en Sto. Domingo se le armó al cabo el gran lío a España. Guerras separatistas surgieron. Perdióse la posesión antillana una vez, recobróse luego en mala hora, para volverse a perder después».
Ahora Lanuza alude al problema de la autenticidad de los restos de Colón traídos a La Habana:
«Definitivamente perdida, España cometió una grave imprudencia y los dominicanos otra gravísima. España determinó, al irse, cargar con D. Cristobal. Los dominicanos tenían allí otro Colón y, en vez de dárselos ambos, determinaron engañar a los españoles y quedarse con el bueno. Ignoro si lo lograron o no, pues no he estudiado el punto, ninguno de los dos contendientes me merece crédito y además la cosa es algo oscura; pero es evidente que fuera éste o aquel Fernando Bartolomé o D. Cristóbal, los de Sto. Domingo se quedaron con un Colon y España nos importó otro a Cuba».
¿Cómo repercutió en Santo Domingo y en Cuba el ñequismo de los restos de Colón?
«Sto. Domingo jamás ha podido levantar cabeza. Aquello es un fandango perpetuo y hoy ha culminado en ¡Lilí! En Cuba íbamos bien hasta entonces; pero desde la llegada de los restos, echó el resto contra nosotros la mala fortuna. Vino lo de Narciso López, la conspiración de Pintó, las guerras, etc. etc., etc. El señor de Colón nos ha puesto al parir y España se ha llevado una pateadura descomunal, como hecha por encargo nuestro y con nuestra intervención».
Y termina Lanuza su tremenda catilinaria contra los restos de Colón, con estas palabras que constituyen anatema pavoroso, que se ha cumplido más allá de la visión profética de Lanuza:
"El gran ñeque se retira de América y los españoles (¡oh, imprudencia!) lo instalan en la propia casa. Ya se arrepentirán, y pronto. Habrá probablemente guerra carlista, alzamiento republicano, bancarrota nacional, anarquía crónica, dinamita incesante y hasta Guerrita, ¡el gran Guerrita!, morirá de una cogida tal vez. Ya verá V., Ros amigo. Nosotros, en cambio, tenemos ya grandes probabilidades de prosperar".
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
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