En este artículo, Roig refiere el tema de los muchachos callejeros, haciendo énfasis en la responsabilidad ciudadana para con esos infantes a los que define como alegres, revoltosos y pillos.

Los mataperros fue publicado en El Fígaro (1913), Cuba infantil (1913), Gráfico (1916) y Carteles (1924).

 Son las cinco de la mañana. Perico Manga Mocha acaba de salir del solar donde viven sus padres: Francisca, la lavandera, y José, el carpintero.
Perico va vestido con un pantalón muy roto y sucio, y una levita, heredada probablemente de alguno de sus antepasados, que por lo larga y ancha parece más bien un sobretodo; levita a la que ha tenido el cuidado de recortarle las mangas: y de ahí el apodo Manga Mocha, por el que generalmente es conocido «entre sus amistades», como diría un cronista social. Perico no usa sombrero, medias ni zapatos; y el agua, el peine y el cepillo son completamente desconocidos para él. Lleva en la boca una colilla de cigarro, que fuma con deleite, echando más humo que el que echaban las seis chimeneas de la Planta Eléctrica para regalo y satisfacción de los vecinos de aquella barriada.
Y, ¿hacia dónde se encamina Perico, a tales horas?
Pues, sencillamente, a su trabajo. Perico es un mataperros, y en este oficio, aunque no lo parezca, tiene más obligaciones que las que tendría desempeñando algún destino o botella del Gobierno.
Nuestro muchacho se dirige primero a la Plaza, y allí, con los desperdicios que consiga, preparará un desayuno-almuerzo a la americana, muy confortable.
Después de hecho esto, le queda, hasta la hora de ir a comer a su casa, el día completamente libre.
Pero no estará ocioso, ni mucho menos: jugará con varios amigos al picado, al chorreado o al chocolongo: correrá detrás de las guaguas y de los coches; romperá a pedradas los faroles de las calles; empinará papalotes...
Los sábados y los domingos asiste a algunos de los grandes desafíos de base ball que se celebran en los placeres de la ciudad y de sus arrabales.
Cuando consigue algunos centavos o puede meterse de colado, va al cine o al tío-vivo, y en los días de recepción de algún ministro extranjero, entierro de un militar o algún otro acto público a que asista la banda de artillería, acompaña a los soldados, marcando el paso y hasta llevando el compás de la música.
Entre las diversiones favoritas de los mataperros figuran, en primera línea, los bautizos, pues gracias a estas fiestas pueden conseguirse algunos centavos. Los mataperros corren, gritando, detrás de los coches donde van los padrinos y convidados:

Madrinita de tanto lujo

tira un kilo pa los dibujos.

Madrinita de Carraguao,

tíralo, tíralo, pa los finaos.


El padrino no tiró,

la madrina si tiró.

Tíralo, tíralo, que no tiró:

tíralo, que ya otro lo cogió.

Y pa la bomba del cochero,¡ hueso!


Y a la voz de ¡hueso! o de ¡fuego!, y si los padrinos no les han tirado bastantes centavos, la emprenden a pedradas con los cocheros.
Alegre, revoltoso y pillo como es, el mataperros, sólo tiene temor —nunca respeto— al policía, a la Corte y a Guanajay, que es como llama él a la Escuela Correccional.
Su mayor encanto, su más grande anhelo, su ambición más alta, es ser vendedor de periódicos.
Y, con qué orgullo exclaman algunos, cuando les preguntan a qué se dedican: —¡Yo soy periodista!
Y son, en realidad, factores de no poca importancia en el periodismo moderno.
Con sus gritos y sus pregones y la agilidad de sus piernas, llevan y anuncian a todos los puntos de la población el diario o la revista.
—¡Mund!

—¡Heraldo! ¡Luch! ¡Sión!

—¡Carteles!

Siempre he sentido por estos infelices muchachos callejeros las mayores compasión y simpatía.
Las gentes demasiado preocupadas de sí mismas miran a los pobres mataperros como seres degenerados, viciosos, incapaces de corregirse, rebeldes a toda educación y disciplina, carne de presidio.
No son sino desgraciados niños faltos de vigilancia y cuidado. Desde sus más tiernos años, cuando los hijos de los ricos o de los burgueses apenas saben caminar, ellos son ya hombres libres, se ganan la vida haciendo recados o vendiendo periódicos. ¡Demasiado buenos resultan para el medio en que viven!
Ayunos por completo de educación, de ellos puede decirse que son buenos, por instinto, por naturaleza.
¡Cuántos jovencitos de casa rica, a los que sus papás apenas dejan respirar, se corrompen y pierden, al poco tiempo de empezar a salir solos!
Y, ¡cuántos señores muy respetables resultan verdaderos mataperros! Eduquemos a esos niños; son nuestros hermanos. De su ignorancia nos hemos de servir más tarde, en la política, para explotarlos miserablemente, lucrando con su desgracia y triste suerte.
Como en todas las revoluciones, de ellos salieron en nuestras luchas libertadoras los soldados, la miserable carne de cañón, que nos sirvió para hacer esta patria que hoy ellos no gozan.
Démosles escuelas, asilos, parques: ellos son dóciles, generosos y les agrada como a nosotros el buen techo y la buena mesa. Miremos por ellos, porque en ellos también está el porvenir y la esperanza de la patria.
Y los que uno y otro día vivimos en esta brega periodística, amémoslos como a compañeros, como a hermanos.
Con el poeta, les digo:

Venid, yo tengo para vosotros

también un poco de corazón;

mientras riendo pasan lo otros,

venid, yo tengo para vosotros una canción.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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