Una de las principales preocupaciones de la mujer, al casarse, es que su marido, fuera de las horas de trabajo, no salga a la calle sin ella; y en esto hacen consistir, novias y esposas, la felicidad del matrimonio.
Publicado en Gráfico (1916), Carteles (1924) y Social (1924).
El matrimonio es un problema eterno. Por los siglos de los siglos, se seguirá discutiendo y librándose, por hombres y mujeres, en pro y en contra, acaloradas polémicas que a veces, cuando se sostienen en pleno domicilio conyugal, terminan ruidosamente descompletándose la vajilla o rompiéndose alguna maceta o espejo.
Un chistoso escritor cubano considera, en una de sus novelas, el matrimonio como una combinación química en que el hombre desempeña el papel de cuerpo simple y la mujer el de ácido. El nuevo producto se llama un casado.
El mismo autor, sin que le falte razón, y explicando la causa de las desgracias matrimoniales, piensa que la mejor caricatura de lo infinito es ver a dos seres de carne y hueso comprometiéndose, muy formales, a adorarse eternamente; y llega, por último, a afirmar que para él la mejor prueba de que Jesucristo es Dios, es que no se casó; encontrando en esto también, un formidable argumento contra la venerada institución, pues su mismo autor no quiso someterse a probarla, poco seguro, tal vez, del éxito de su invento. A Colón, vg., tampoco se le ocurrió descubrir el Nuevo Mundo, sino hasta después de haber enviudado.
Una de las principales preocupaciones de la mujer, al casarse, es que su marido, fuera de las horas de trabajo, no salga a la calle sin ella; y en esto hacen consistir, novias y esposas, la felicidad del matrimonio.
De día, es natural que no esté en el homesweet home; tiene que ir a buscar la plaza, y no hay nada tan insoportable como un esposo cazuelero, pegado constantemente a las faldas de su mujer, metiéndose con los criados, recibiendo al lavandero o al chino de las verduras.
Pero de noche, ¿para qué tienen los hombres casados que salir por la noche de su casa? Si quieren ir al cine, al teatro o de paseo, ahí está su mujercita para acompañarlos.
Basándose en este criterio, las esposas consideran a sus esposos malos o buenos maridos según salgan o no solos, por las noches.
—Narciso es excelente, me quiere mucho: desde que nos casamos, y va para tres años, todavía no ha salido ni una sola noche —exclaman las señoras cuando hablan con sus amigas, contándose mutuas interioridades conyugales.
De recién casados, en plena luna de miel, los maridos son dóciles, cariñosos y complacientes. No se separan de su adorada mujercita. Éstas los llevan a todas partes, incluso a visitas, a presentarlos a sus amigas. Y es de ver la cara de infelices que ponen los buenos esposos, ante la curiosa o inquisitiva mirada de las amigas de su mujer, o las latas y aburrimientos que soportan resignados en esas intolerables visitas de cumplido a que los lleva la esposa, para exhibirlos, como un objeto adquirido recientemente, ante las familias, amistades antiguas de sus padres.
Y, ¿no se han fijado ustedes nunca en la fisonomía de un marido, de reciente bendición, cuando, yendo con su señora, en el teatro o en un tranvía, se les acerca un amigo de su esposa —desconocido para él— a saludarlos y ella se lo presenta?
Son todas éstas las primeras pruebas que de novicio sufre un esposo; los primeros inconvenientes o drawbacks, como los llaman los ingleses, del matrimonio.
Pero la novedad y el entusiasmo de los primeros días o semanas de esa cacareada luna de miel que, a veces, sólo existe en las crónicas de los cronistas sociales, van disminuyendo. Entonces el hombre empieza a echar de menos su círculo o club, las reuniones con sus amigos, sus paseos, sus veladas nocturnas en el teatro o en el café y hasta las noches en que sentado con varios compañeros en un modesto banco del Prado o Parque Central ha visto pasar las horas discutiendo inocentemente de política o de mujeres: las dos, las tres... ¡qué noches ésas tan sencillamente encantadoras!
Y, si a esto añadimos, que una tarde, un antiguo amigo y compañero de correrías, le dice al infeliz marido —«Chico, la que te pierdes por estar casado. Si vieras a una chiquita que me presentaron el otro día. ¡Colosal! Esta noche hay la gran parranda en su casa. Van Cecilio, Silvio, Paquito y Rodolfito».
Entonces piensa, con el autor de las «ofélidas», que en el matrimonio «es innegable verdad que él entra en esclavitud»...
Esta noche, llega a su casa serio, contrariado; la comida le parece mala, la casa insoportable; y tiene la primera discusión y pelea con su esposa.
Desde entonces, no piensa ni le preocupa otra cosa que buscar la manera de poder salir por las noches.
Si es médico, enseguida encuentra un pretexto: un enfermo grave al que tiene que ir a visitar. Algún amigo complaciente se encargará de llamarlo por teléfono. De ahí en adelante, menudearán los enfermos y, si es necesario, habrá verdadera epidemia. Conocemos un buen señor, ginecólogo insigne, que todas las noches se ve obligado a asistir a alguna clienta. ¡Lo que ha contribuido este Doctor al aumento de población!
A los abogados, no les es tan fácil, encontrar, dentro de su carrera, motivos para salir de noche.
En cambio, los políticos... ¡Qué útil y provechosa es la política, en estos casos! El mitin, la reunión, el comité, las visitas a los Jefes o personalidades del Partido... ¡oh, la patria! Hay que salvar la patria!
Hay muchos esposos que, no sabiendo de qué echar mano, hasta matan a sus amigos, para asistir al velorio... Pero este procedimiento es muy peligroso, pues, sabemos, que en más de un caso, han resucitado los amigos y se ha descubierto la combinación.
Otros logran salir de noche con el consentimiento de sus esposas, pero solamente hasta las 11 de la noche. Al oír sonar esta hora, tienen que dejar la tertulia, el club o el café, y partir precipitadamente hacia el domicilio conyugal. Y ¡ay de ellos si entran en su casa con unos minutos de retraso! Su mujer los espera con el reloj en la mano en lo alto de la escalera o cerca de la puerta, para pedirles, airada y furiosa, explicaciones por la tardanza.
—¿Dónde ha estado Ud., caballerito? ¿Son éstas horas de venir a su casa?
—exclama iracunda la esposa. ¡Bien me lo decía mamá: no te cases con ese hombre, porque es un perdido y un correntón!
Algunas se dedican a oler a sus maridos o registrarle los bolsillos o los botones del saco y chaleco, por si se les ha quedado enredado algún cabello de mujer.
Hay esposas que son en su venganza terribles, verdaderamente crueles.
Conocemos un caso curiosísimo. Es un matrimonio modesto de escasos recursos que vive en una casa pequeña, en compañía de la mamá de él. Sólo hay dos cuartos, el de los esposos y el de la mamá.
Cuando el infeliz marido llega algo tarde, la mujer, en castigo, se encierra en su cuarto y no lo deja entrar. Son inútiles los ruegos y las súplicas.
—Pantaleoncito, ya sabes —se limita ella a decirle—, esta noche no entras; ¿quién te mandó a llegar tarde? Busca dónde dormir.
Y el infeliz Pantaleoncito, triste, afligido, no le queda más remedio que pasar la noche ¡en el cuarto de su mamá!...
¿Por qué se preocupan tanto las mujeres, de que sus esposos salgan de noche?
Si supieran cuán inocentes son casi siempre estas salidas. Tertulias con los amigos, una partida en el Club, un paseo en automóvil, una tanda en el teatro...
Una excelente dama, abuela ya, nos decía la otra tarde:
—No me explico por qué las señoras de hoy miran con tan malos ojos a sus esposos que salen de noche. Antiguamente, vuestros bisabuelos, jamás salían después de la siete de la tarde. Por ese lado eran excelentes maridos. Pero a la hora de morir, solían dejar en el testamento uno o varios legados redactados en esta forma:
«A Fulanito, o Fulanita, joven o muchacha, de familia pobre, a quien yo protegía, tantos pesos, para que pueda atender a sus estudios y educación».
—Eran obligaciones —me añadió la buena anciana— contraídas de día... Señoras casadas que no dejáis salir a vuestros esposos por las noches, no seáis crueles. Dadles asueto, aunque no sea más que tres veces a la semana.
En cambio desconfiad de las aventuras diurnas. ¡Son las más peligrosas!
En nuestro siglo las matinées imperan. Sobre todo ahora, que se está implantando la moda de las tandas vermouth.
Un chistoso escritor cubano considera, en una de sus novelas, el matrimonio como una combinación química en que el hombre desempeña el papel de cuerpo simple y la mujer el de ácido. El nuevo producto se llama un casado.
El mismo autor, sin que le falte razón, y explicando la causa de las desgracias matrimoniales, piensa que la mejor caricatura de lo infinito es ver a dos seres de carne y hueso comprometiéndose, muy formales, a adorarse eternamente; y llega, por último, a afirmar que para él la mejor prueba de que Jesucristo es Dios, es que no se casó; encontrando en esto también, un formidable argumento contra la venerada institución, pues su mismo autor no quiso someterse a probarla, poco seguro, tal vez, del éxito de su invento. A Colón, vg., tampoco se le ocurrió descubrir el Nuevo Mundo, sino hasta después de haber enviudado.
Una de las principales preocupaciones de la mujer, al casarse, es que su marido, fuera de las horas de trabajo, no salga a la calle sin ella; y en esto hacen consistir, novias y esposas, la felicidad del matrimonio.
De día, es natural que no esté en el homesweet home; tiene que ir a buscar la plaza, y no hay nada tan insoportable como un esposo cazuelero, pegado constantemente a las faldas de su mujer, metiéndose con los criados, recibiendo al lavandero o al chino de las verduras.
Pero de noche, ¿para qué tienen los hombres casados que salir por la noche de su casa? Si quieren ir al cine, al teatro o de paseo, ahí está su mujercita para acompañarlos.
Basándose en este criterio, las esposas consideran a sus esposos malos o buenos maridos según salgan o no solos, por las noches.
—Narciso es excelente, me quiere mucho: desde que nos casamos, y va para tres años, todavía no ha salido ni una sola noche —exclaman las señoras cuando hablan con sus amigas, contándose mutuas interioridades conyugales.
De recién casados, en plena luna de miel, los maridos son dóciles, cariñosos y complacientes. No se separan de su adorada mujercita. Éstas los llevan a todas partes, incluso a visitas, a presentarlos a sus amigas. Y es de ver la cara de infelices que ponen los buenos esposos, ante la curiosa o inquisitiva mirada de las amigas de su mujer, o las latas y aburrimientos que soportan resignados en esas intolerables visitas de cumplido a que los lleva la esposa, para exhibirlos, como un objeto adquirido recientemente, ante las familias, amistades antiguas de sus padres.
Y, ¿no se han fijado ustedes nunca en la fisonomía de un marido, de reciente bendición, cuando, yendo con su señora, en el teatro o en un tranvía, se les acerca un amigo de su esposa —desconocido para él— a saludarlos y ella se lo presenta?
Son todas éstas las primeras pruebas que de novicio sufre un esposo; los primeros inconvenientes o drawbacks, como los llaman los ingleses, del matrimonio.
Pero la novedad y el entusiasmo de los primeros días o semanas de esa cacareada luna de miel que, a veces, sólo existe en las crónicas de los cronistas sociales, van disminuyendo. Entonces el hombre empieza a echar de menos su círculo o club, las reuniones con sus amigos, sus paseos, sus veladas nocturnas en el teatro o en el café y hasta las noches en que sentado con varios compañeros en un modesto banco del Prado o Parque Central ha visto pasar las horas discutiendo inocentemente de política o de mujeres: las dos, las tres... ¡qué noches ésas tan sencillamente encantadoras!
Y, si a esto añadimos, que una tarde, un antiguo amigo y compañero de correrías, le dice al infeliz marido —«Chico, la que te pierdes por estar casado. Si vieras a una chiquita que me presentaron el otro día. ¡Colosal! Esta noche hay la gran parranda en su casa. Van Cecilio, Silvio, Paquito y Rodolfito».
Entonces piensa, con el autor de las «ofélidas», que en el matrimonio «es innegable verdad que él entra en esclavitud»...
Esta noche, llega a su casa serio, contrariado; la comida le parece mala, la casa insoportable; y tiene la primera discusión y pelea con su esposa.
Desde entonces, no piensa ni le preocupa otra cosa que buscar la manera de poder salir por las noches.
Si es médico, enseguida encuentra un pretexto: un enfermo grave al que tiene que ir a visitar. Algún amigo complaciente se encargará de llamarlo por teléfono. De ahí en adelante, menudearán los enfermos y, si es necesario, habrá verdadera epidemia. Conocemos un buen señor, ginecólogo insigne, que todas las noches se ve obligado a asistir a alguna clienta. ¡Lo que ha contribuido este Doctor al aumento de población!
A los abogados, no les es tan fácil, encontrar, dentro de su carrera, motivos para salir de noche.
En cambio, los políticos... ¡Qué útil y provechosa es la política, en estos casos! El mitin, la reunión, el comité, las visitas a los Jefes o personalidades del Partido... ¡oh, la patria! Hay que salvar la patria!
Hay muchos esposos que, no sabiendo de qué echar mano, hasta matan a sus amigos, para asistir al velorio... Pero este procedimiento es muy peligroso, pues, sabemos, que en más de un caso, han resucitado los amigos y se ha descubierto la combinación.
Otros logran salir de noche con el consentimiento de sus esposas, pero solamente hasta las 11 de la noche. Al oír sonar esta hora, tienen que dejar la tertulia, el club o el café, y partir precipitadamente hacia el domicilio conyugal. Y ¡ay de ellos si entran en su casa con unos minutos de retraso! Su mujer los espera con el reloj en la mano en lo alto de la escalera o cerca de la puerta, para pedirles, airada y furiosa, explicaciones por la tardanza.
—¿Dónde ha estado Ud., caballerito? ¿Son éstas horas de venir a su casa?
—exclama iracunda la esposa. ¡Bien me lo decía mamá: no te cases con ese hombre, porque es un perdido y un correntón!
Algunas se dedican a oler a sus maridos o registrarle los bolsillos o los botones del saco y chaleco, por si se les ha quedado enredado algún cabello de mujer.
Hay esposas que son en su venganza terribles, verdaderamente crueles.
Conocemos un caso curiosísimo. Es un matrimonio modesto de escasos recursos que vive en una casa pequeña, en compañía de la mamá de él. Sólo hay dos cuartos, el de los esposos y el de la mamá.
Cuando el infeliz marido llega algo tarde, la mujer, en castigo, se encierra en su cuarto y no lo deja entrar. Son inútiles los ruegos y las súplicas.
—Pantaleoncito, ya sabes —se limita ella a decirle—, esta noche no entras; ¿quién te mandó a llegar tarde? Busca dónde dormir.
Y el infeliz Pantaleoncito, triste, afligido, no le queda más remedio que pasar la noche ¡en el cuarto de su mamá!...
¿Por qué se preocupan tanto las mujeres, de que sus esposos salgan de noche?
Si supieran cuán inocentes son casi siempre estas salidas. Tertulias con los amigos, una partida en el Club, un paseo en automóvil, una tanda en el teatro...
Una excelente dama, abuela ya, nos decía la otra tarde:
—No me explico por qué las señoras de hoy miran con tan malos ojos a sus esposos que salen de noche. Antiguamente, vuestros bisabuelos, jamás salían después de la siete de la tarde. Por ese lado eran excelentes maridos. Pero a la hora de morir, solían dejar en el testamento uno o varios legados redactados en esta forma:
«A Fulanito, o Fulanita, joven o muchacha, de familia pobre, a quien yo protegía, tantos pesos, para que pueda atender a sus estudios y educación».
—Eran obligaciones —me añadió la buena anciana— contraídas de día... Señoras casadas que no dejáis salir a vuestros esposos por las noches, no seáis crueles. Dadles asueto, aunque no sea más que tres veces a la semana.
En cambio desconfiad de las aventuras diurnas. ¡Son las más peligrosas!
En nuestro siglo las matinées imperan. Sobre todo ahora, que se está implantando la moda de las tandas vermouth.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.