Aunque no lo considera «una clase única», el cronista expone las características de este pintoresco personaje, que podía hallarse en cualquiera de los grupos que habitaba La Habana de entonces.

Estos personajes «se distinguen principalmente por estas cualidades: falta, casi absoluta, de inteligencia y cultura, desmedida afición a las bebidas espirituosas y a las bacanales, siempre que haya espectadores que las presencien».

 Claude Farrere, el famoso novelista francés, pintó en su admirable novela Los Civilizados, el tipo del hombre de nuestra época, escéptico, egoísta, frívolo, amigo, como el viejo Ticiano o el Divino Pietro Aretino, del placer y las mujeres hermosas; depravado a veces, pero siempre ingenioso, inteligente y culto, que sintetiza toda la doctrina en esta fórmula del ingeniero Torral, uno de los protagonistas de la obra: «el máximun de goce, en el minimun de esfuerzo», o en esta otra máxima civilizada: «hay que parecer sabios de día y locos de noche».
Este tipo, que existe perfectamente caracterizado, en París, Londres, Madrid, Buenos Aires y otras grandes capitales modernas, no forma, entre nosotros, una clase única y especial, con sus rasgos propios e inconfundibles, sino que se encuentra representado por individuos pertenecientes a los distintos grupos que componen esa abigarrada y heterogénea toda Habana a la que nuestros cronistas sociales han dado en llamar «nuestro gran mundo» o «nuestro smart set» dentro de la cual viven y se confunden, en salones y teatros, y tienen su adjetivo y su párrafo aparte en las Crónicas de Sociedad, desde la dama de rancia nobleza cubana, honorable por su cuna, por sus virtudes y por su educación, hasta la esposa del menestral de ayer y hoy improvisado ricacho; desde la espiritual e ingenua muchacha, criada al calor de los más sanos ejemplos y enseñanzas, hasta la dudosa consentidora, adaptación entre nosotros de la demi vierge francesa; y desde el banquero encopetado o el médico o abogado de renombre, hasta el empleadito de tres al cuarto o el botellero sin pudor o el audaz aventurero.
Pero si nuestros sportsman no componen una clase única, tienen, sin embargo, ya pertenezcan a éste o a aquel grupo social, fisonomía y detalles idénticos, cierta marca de fábrica que nos permite reconocerlos a poco que los observemos.
Eso sí, si comparamos al civilizado criollo con el tipo-patrón inmortalizado por el autor de Las temporeras, salta a la vista del más miope la diferencia enorme que del uno al otro existe, de tal manera, que el nuestro parece una caricatura grotesca del que con su pluma prodigiosa pintara Farrere.
Nuestros sportsman son individuos, con más o menos dinero – menos– que suelen vivir de algún puesto público o botella pública también; o acogidos al abrigo protector de algún amigo rico; o de los conocidos a quienes pueden picar o sablear frecuentemente; o si son chiquitos de casa rica, de la mesada que les pasan sus padres.
Se distinguen principalmente por estas cualidades: falta, casi absoluta, de inteligencia y cultura, desmedida afición a las bebidas espirituosas y a las bacanales, siempre que haya espectadores que las presencien. Son escandalosos por naturaleza: les preocupa, sobre todas las cosas, el llamar la atención, viven constantemente en escena. Necesitan hacer ruido, que se hable de ellos. Y si logran tener cosas, se consideran ya felices pues han llegado entonces al final de la carrera: están consagrados.
Suelen ser fanfarrones, guapos, para usar la palabra criolla. Pero sus actos heroicos se reducen, frecuentemente, a atropellar a algún infeliz cristalino, vejar y abusar de pobres mujerzuelas, o, en pleno estado báquico, acometer al vigilante de posta, arrancándole, como trofeo, uno o dos botones de la guerrera; realizados, casi siempre, todos estos hechos cuando se encuentran en grupos, pues solos resultan perfectamente pacíficos e inofensivos.
La indumentaria, no es, como para el verdadero civilizado o el señorito bien, problema de gran trascendencia. Las casas americanas, con sus trajes hechos, se encargan hoy de vestir y equipar a nuestros flamantes sportsman.
Entre ellos, el dandy no existe, no hay que pensar en compararlos con las sanguijuelas de Aulo Gelio, ni los elegantes, contemporáneos de La Bruyere. La época de Jorge Brummel, el rey de los apuestos, está muy distante.
Todo lo que sea pensar les molesta. La literatura, el arte, las ciencias físicas o sociales, las califican de latas. Van al teatro, o a la conferencia, por ser vistos o por ver, o porque va la gente.
En sociedad carecen de los más elementales principios del ya anticuado Carreño, no es probable se les ocurra quitarse el sombrero o levantarse del asiento cuando hablan con una dama.
Al final de una comida elegante, los he visto desperezarse en presencia de sus amigas. En los bailes de etiqueta, cuando llega el momento del buffet, se dan a conocer de cuerpo entero. Libran verdaderas batallas campales por unos sandwichs o una copa de ponche. Y si hay ensalada de pollo, ¡despídanse ustedes!
En cuestiones de amor y mujeres, acostumbrados al trato casi único de damas galantes de la última categoría, cuando tropiezan con señoras y señoritas, o se cortan y cogen monte, o son brutales y ordinarios con ellas.
Conquistadores, de palabras más que de hechos, ya que para serlo les falta una cualidad indispensable, la reserva, conquistan no para ellos, sino para el público, procurando siempre, sobre todas las cosas, ser vistos con alguna mujer, aunque no sea más que atravesando una calle o conversando en una esquina, para poder después referir cínicamente a los amigos los detalles de su última conquista; así para los tales no hay esposa que deje de engañar a su marido, ni muchacha soltera que no sea una demi vierge. Pobre de la señora que les sonría en el teatro, o de la muchacha que sea un poco expresiva en el baile. Entrarán a formar parte en el número de sus víctimas. Y si hay alguna que rechace sus pretensiones, ellos en venganza, se encargarán de hacer pedazos su fama. ¡Qué no son únicamente viles, tontos y presuntuosos, sino cobardes también!
En calles y paseos acosan, con frases de carretoneros, a las damas; las hacen ruborizar con sus insolencias y hasta sus ademanes. Y, así, ultrajan uno y otro día a las pobres mujeres solas e indefensas. No se extralimitan cuando éstas van acompañadas por un caballero. Su valentía es así. No se atreven con los hombres.
– sabía que iba con un hombre – la respuesta que dio uno de estos sportsman a un señor que lo increpó y abofeteó por haber piropeado, chulescamente a dos señoritas que él acompañaba.
¡Hermosa e ingenua declaración de infamia y cobardía!
Los hay que buscan una heredera rica. Otros caen en las redes de la menos hábil mamá casamentera que quiere colocar a su hija o encontrarle un editor responsable, hasta con efectos retroactivos, si es necesario. Conozco uno, tan experto conquistador, que al año de casarse y después de endosarle un niño a su esposa, ésta se convirtió, de señora suya, en señora de todos. ¡Y todavía presume este buen sujeto de Don Juan!
Parásitos de la sociedad, son útiles tan sólo para sostener las cantinas y barras.
Lejos, de ser, como el marino Fierce, el médico Mevil y el ingeniero Torral, los tres protagonistas de la obra de Farrere, «sabios de día y locos de noche», nuestros sportsman resultan imbéciles de día y estúpidos de noche, y cobardes, ignorantes y tontos, siempre.
Que de ellos a nuestro verdadero sportsman, culto, fino, distinguido, elegante, correcto, hay la misma diferencia que del día a la noche.

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