A propósito de una carta que recibiera censurando el tema de uno de sus artículos, el cronista reflexiona sobre la lección y el ejemplo que el ambiente social, y hasta los hogares, ofrecían a las niñas que en ocasiones no eran tan ingenuas como pretendían sus padres.

Sobre la «moral acomodaticia y ridícula» que ciertos padres de familia defienden e intentan imponer, para lograr la mejor educación de sus hijas.

Ya es esta la segunda carta que usted nos escribe protestando, en defensa de la moral, de supuestas inmoralidades publicadas en nuestro periódico.
 Su primera epístola nos la envió usted no hace muchos días, quejándose de que en una revista como Carteles que reciben y leen las familias, que se conserva y hasta colecciona en multitud de hogares, hubiese visto la luz mi artículo La niña precoz. «Me horroriza el pensar, nos decía usted, las perversidades que mi hija –niña de quince años– pueda haber aprendido leyendo ese trabajo, que, no me cabe duda, le ha llamado extraordinariamente la atención, pues al terminar de leerlo la oí exclamar: ¡cómo se parece la niña precoz que ha pintado este señor en su artículo a Rosita! Y, figúrese usted, Rosita es la amiga inseparable de mi hija».
No hubiera querido contestar su carta, para evitarme el decirle que lo grave no era que su inocente hijita hubiese leído mi artículo sino que fuese amiga íntima de una niña precoz, idéntica a la que me había servido a mí de modelo y tipo.
Pero como ya es ésta la segunda carta, que usted nos envía no puedo guardar silencio. Llueve ya sobre mojado. Vuelve usted ahora a romper lanzas en defensa de la moral ultrajada. ¿Motivo anterior? El desnudo, estudio fotográfico de Arnold Genthe, el gran artista de New York, y la copia de una estatua, desnudo de mujer también, de Korbel, el admirable escultor checoeslovaco, que aparecieron hace muchos meses en Social.
Considera usted inmoral esas dos bellas obras de arte e inconveniente, el que Social las hubiera reproducido. «Un padre de familia, comenta usted, debe evitar que sus hijas, sobre todo si son menores como la mía, vean esas cosas».
Y esta actitud suya, por lo inconsecuente, me extraña.
Porque a usted, que se subleva de que en una revista ilustrada se publiquen dos primorosas obras de arte, lo he visto yo, en compañía precisamente de su adorada hijita, asistiendo a la representación de zarzuelas y operetas que sí son franca y manifiestamente pornográficas, placadas de chistes burdos y groseros y de escenas escabrosas y picantes, desprovistos, unos y otras de todo refinamiento y buen gusto. Y a usted le parecían muy natural y aceptables aquellas gracias y de ellas reía alborozado. Y su hijita, su cándida hijita, –me fijé en una ocasión en este detalle y por eso lo recuerdo ahora– al oír una frase de doble sentido, marcadamente inmoral, se tapó el rostro con el abanico, cuchicheó al oído de la amiga que la acompañaba –¿será la niña precoz de marras?– unas cuantas palabras y después las dos se miraron y sonrieron picarescamente.
Es usted, permítame que se lo diga, muy inconsecuente, como moralista; ya que la moral que usted quiere imponer a los demás, es una moral acomodaticia y ridícula. Aunque no es usted sólo el que piensa y obra así. Responde usted y hasta podría ser digno representante del medio social en que vivimos.
Existe hoy día entre nosotros una promiscuidad de clase asombrosa y perturbadora. No ya en paseos y teatros, sino hasta en salones y sociedades, se mezclan y confunden y estrechan amistad hombres y, mujeres pertenecientes a todas las categorías y esferas. Nadie pregunta a los demás, tal vez para que no se lo pregunten a él, de dónde vienen ni a dónde van. Y los padres y los esposos admiten en sus casas sin el menor escrúpulo, a cualquier individuo que les ha sido presentado el día anterior, siempre que venga bien vestido. Y no decimos nada si arrastra automóvil y deja ver billetes de veinte pesos en su cartera: entonces se le acoge con los brazos abiertos y se le trata ya, si hay niñas casaderas, como a un buen partido al que conviene halagar para que no se escape. ¡Cuántos estafadores y tenorios de profesión han acabado, aprovechándose de esta inconsciencia y ligereza de padres y esposos, con la fortuna y la honra de muchas familias!
En la vida privada la descomposición no puede ser más completa y alarmante. Desde muy pequeñas se viene enseñando a las niñas cosas que en otra época aún las señoritas ignoraban... Fui días pasados a una casa donde existe una niña –encantadora muñeca de seis años–. Cuando llegué, la llamó su mamá «para que hiciera delante del señor todo lo que ella sabía». Enseguida pensé en todo aquello que es de rigor en estos casos: «el pollito, un puchero, etc.» pero me equivoqué. Lo primero que le dijo la mamá a su hijita fue: «Fulanita: dale a este caballero, un beso como la Bertini» La chiquilla se abrazó a mi cara, juntó su boca a la mía, y me dio uno de esos besos largos y profundos, interminables... Después le preguntó cuántos novios tenía y la niña le contestó que tres. Por último, le interrogaron qué iba a hacer ella cuando se casara, y la chiquilla de seis años, a media lengua, pero con gran desparpajo, manifestó: «Pues, cuando me case, voy a tener un amante que me escriba todos los días; pero no dejaré las cartas en mi escritorio, porque me las puede coger mi marido, como pasó en la película de la otra tarde».
¿Cree usted, señor moralista, que esta niña –y como ésta hay tantas y tantas en nuestra sociedad– se asombraría leyendo pudiera comprenderlo, no ya cuando tenga quince años como su encantadora niña, sino ahora–mi Niña Precoz o contemplando un artístico desnudo de mujer?
Y si ésta es la lección y el ejemplo que en sus mismos hogares reciben las niñas de seis años, ¡calcule usted lo que habrán oído y visto a los quince y lo que tendrán practicado a los diez y ocho! Hoy delante de las niñas hablan sus padres toda clase de conversaciones, sin escrúpulo alguno; lo más, cuando el tema es demasiado escabroso les dicen a sus hijas –avivando de esta manera su curiosidad por lo prohibido–: «Niña: vete un momento que tú no debes oír esta conversación».
Vienen después las amigas y el colegio a continuar esta edificante enseñanza, que el teatro y el cine, el baile y los novios se encargan de completar.
Y ¡espántese usted lo que cuentan de sus amiguitas esos tenorios de pantalón corto que fuman y entran en su casa con llavín!
¿Qué haya mucho de despecho en lo que hablan esos mocosos?
No sería extraño, al verse desairados, como se ven ellos frecuentemente por sus amiguitas que hoy buscan y prefieren, en bailes y paseos, la compañía, no de chiquillos, de fiñes, sino de hombres hechos y derechos, con carrera y de buena posición; y, ¡si tienen cuña!...
Y así, aleccionadas en su hogar y en el teatro, en el cine y en el baile, desde muy niñas, van pasando de unos brazos a otros hasta caer en los brazos compasivos del marido, que... nunca falta y... siempre es marido.
Su adorable hijita, vive, y usted muy contento de ello, en ese ambiente social. Sea, pues, un poco tolerante con los demás, para que los demás lo sean con usted. Antes de erigirse en inspector de la moral literaria y artística, piénselo un poco, no vaya a hacer el ridículo y ocurrirle lo que a cierto padre de familia que escribió en una ocasión un artículo censurando acremente, la moda que obligaba a las mujeres a llevar, eran sus palabras, «la saya hasta la rodilla y el escote hasta la cintura», sin acordarse que sus hijas vestían todas, exageradamente a la última moda.
 
 
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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