En este artículo el cronista se refiere a aquellos seres humanos que han hecho del dolor y la muerte «su manera de vivir y con ellos resuelven su problema económico, ya porque accidentalmente, de la muerte del pariente o el amigo, esperan ellos la solución o el remedio a los males de su bolsillo».
Hay muchos seres humanos que se alimentan y viven también de carroña, que olfatean la proximidad de la muerte y acuden prestos junto al individuo en agonía para saciar sus instintos perversos.
No son las ocho inmigraciones sucesivas de insectos – maravillosamente descritas por Barbusse, en su Infierno acuden y se ceban en el cuerpo humano, ya desde algunos instantes antes de la muerte hasta la desecación y momificación del cadáver terminada la total putrefacción– los únicos animales que buscan en la muerte de otros, manera de vivir.
No. Ni son tan solo auras y cuervos los que llegan, guiados por su olfato sutilísimo o su vista penetrante a saciar su nauseabunda glotonería en los restos de algún cuerpo muerto.
Ni son únicamente las hienas o los perros jíbaros los que se alimentan y viven a expensas de los cadáveres.
No. Hay muchos seres humanos que se alimentan y viven también de carroña, que olfatean la proximidad de la muerte y acuden prestos junto al individuo en agonía para saciar sus instintos perversos, ya porque de la desgracia, el dolor y la muerte han hecho su manera de vivir y con ellos resuelven su problema económico, ya porque accidentalmente, de la muerte del pariente o el amigo, esperan ellos la solución o el remedio a los males de su bolsillo.
Estas, sin embargo, sí suelen andar listas para conseguir tal o cual prenda que les gustaba.
Desde que el enfermo se agrava, empiezan los parientes más cercanos a repetirse in mente la herencia, haciendo conjeturas sobre cuánto les dejará en el testamento, si tienen noticia que lo hizo, o sobre la forma en que se repartirán sus bienes, echándole el ojo, para pedirla, a la hora del reparto, a tal propiedad que les conviene, según sus gustos o negocios.
Tímida o disimuladamente, primero; abierta y descaradamente después, tratan los parientes entre sí el problema de la herencia, revelándose con mayor o menor claridad las egoístas ambiciones y los ocultos odios. Si entre los parientes hay alguno o algunos vivos de profesión, tomará sus medidas aquel o se unirán y pondrán de acuerdo para darles en el suelo a los demás parientes, sobre todo a las pobres y desvalidas mujeres educadas a la antigua, que no saben valerse por sí mismas, porque no las han enseñado otra cosa que «las ocupaciones propias de su sexo».
Si el agonizante es algún señor rico, con yernos que se casaron con las hijas por aquello de la herencia, no tenemos que decir los votos que formulan sus cariñosos hijos políticos, «para que Dios se lleve pronto a descansar a su papá suegro».
En esos momentos – o días– que preceden al desenlace fatal, ¡cómo se desencadenan y descubren las bajas pasiones, cómo se revela el verdadero y desinteresado cariño!.
¡Qué pocos son en esos instantes los que se consagran únicamente al pariente que está enfermo y de su triste fin solo se preocupan! Sin que esto quiera decir que sea el llanto copioso, vertido por casi todas las mujeres, revelador de verdaderos sentimientos hacia el pariente agonizante, no solo porque el llanto, además de secreción, llega a ser también un hábito o una costumbre, sino además, porque hay quien llora mucho en esos tristes momentos, pero no por el pariente que agoniza, sino por el desamparo en que se va a quedar con la muerte de su pariente; no se llora al difunto, sino se llora uno a sí mismo.
A otros se les ve preocupados, pero no es por la muerte posible de su familiar, sino porque ésta le trastorna planes futuros: un viaje, negocios, etc.; o si son muchachas, les desbarata próximos paseos, la temporada carnavalesca...
Todos estos hechos, que no son exageraciones, sino fiel reflejo de la realidad, suelen a veces, entre gente que no sabe, por su poca educación, dominar los naturales impulsos, presentarse, en forma violenta, agresiva y espectacular, que en ocasiones trae como epílogo el que los parientes terminen por ir a parar a la corte correccional y hasta que alguno de ellos acompañe al muerto «al otro mundo».
La gente a la que ?generalmente sin fundamento alguno? se llama educada y fina, se domina un poco para que no se descubran sus egoísmos y bajas pasiones, y pone en juego las armas de la intriga y la hipocresía, de manera que los líos entre ellos no trasciendan al público, o se traduzcan en algún pleito; pero en el fondo son peores y más interesados que la pobre gente «de la clase baja», que libre de hipócritas trabas, da rienda suelta a sus verdaderos sentimientos.Tal ocurrió hace poco en Marianao. Murió a avanzada edad una anciana que poseía algún dinero y unas cuantas propiedades. Sus herederos eran un hijo, y una hija casada con un carpintero. Este no pudo disimular la alegría extraordinaria que le produjo la muerte de su suegra, ya que iba a coger lo que él consideraba «una fortunita». Se fue a la bodega vecina y se bebió una caneca de ginebra y en el estado de embriaguez que es de suponer, se presentó en el velorio, y al ver a su mujer hecha un mar de lágrimas la increpó duramente diciéndole que no debía estar triste, sino alegre, reírse y bailar, ya que la vieja les había dejado una fortuna no despreciable. Y empezó a bailar, terminando por darle un puntapié al sarcófago donde reposaban los despojos de su «querida mamá política», cayendo éste pesadamente al suelo, con el natural escándalo y corre corre entre parientes, amigos y vecinos asistentes al velorio. Pero no paró ahí la cosa, sino que a la hora del entierro, el hijo de la difunta se negó a cargar el cadáver si no le entregaban antes la parte que le correspondía del dinero que dejó su madre. Y hubo que hacer el reparto antes de que se llevaran el cadáver para su última morada, donde no sabemos, si al fin descansaría de tanto ajetreo.
Todo esto en lo que se refiere a los parientes. Pero no son ellos los únicos sujetos que como insectos acuden ya desde la proximidad de la muerte, y lejos de inspirarles dolor y tristeza, solo les preocupa ver lo que para ellos pueden sacar.
Hay otros insectos humanos que han hecho de la muerte su modus vivendi, que medran con la desaparición de los demás seres humanos y explotan el dolor y la tristeza.
¿Quiénes son?
Lo verás, lector, en el próximo número.
No. Ni son tan solo auras y cuervos los que llegan, guiados por su olfato sutilísimo o su vista penetrante a saciar su nauseabunda glotonería en los restos de algún cuerpo muerto.
Ni son únicamente las hienas o los perros jíbaros los que se alimentan y viven a expensas de los cadáveres.
No. Hay muchos seres humanos que se alimentan y viven también de carroña, que olfatean la proximidad de la muerte y acuden prestos junto al individuo en agonía para saciar sus instintos perversos, ya porque de la desgracia, el dolor y la muerte han hecho su manera de vivir y con ellos resuelven su problema económico, ya porque accidentalmente, de la muerte del pariente o el amigo, esperan ellos la solución o el remedio a los males de su bolsillo.
Estas, sin embargo, sí suelen andar listas para conseguir tal o cual prenda que les gustaba.
Desde que el enfermo se agrava, empiezan los parientes más cercanos a repetirse in mente la herencia, haciendo conjeturas sobre cuánto les dejará en el testamento, si tienen noticia que lo hizo, o sobre la forma en que se repartirán sus bienes, echándole el ojo, para pedirla, a la hora del reparto, a tal propiedad que les conviene, según sus gustos o negocios.
Tímida o disimuladamente, primero; abierta y descaradamente después, tratan los parientes entre sí el problema de la herencia, revelándose con mayor o menor claridad las egoístas ambiciones y los ocultos odios. Si entre los parientes hay alguno o algunos vivos de profesión, tomará sus medidas aquel o se unirán y pondrán de acuerdo para darles en el suelo a los demás parientes, sobre todo a las pobres y desvalidas mujeres educadas a la antigua, que no saben valerse por sí mismas, porque no las han enseñado otra cosa que «las ocupaciones propias de su sexo».
Si el agonizante es algún señor rico, con yernos que se casaron con las hijas por aquello de la herencia, no tenemos que decir los votos que formulan sus cariñosos hijos políticos, «para que Dios se lleve pronto a descansar a su papá suegro».
En esos momentos – o días– que preceden al desenlace fatal, ¡cómo se desencadenan y descubren las bajas pasiones, cómo se revela el verdadero y desinteresado cariño!.
¡Qué pocos son en esos instantes los que se consagran únicamente al pariente que está enfermo y de su triste fin solo se preocupan! Sin que esto quiera decir que sea el llanto copioso, vertido por casi todas las mujeres, revelador de verdaderos sentimientos hacia el pariente agonizante, no solo porque el llanto, además de secreción, llega a ser también un hábito o una costumbre, sino además, porque hay quien llora mucho en esos tristes momentos, pero no por el pariente que agoniza, sino por el desamparo en que se va a quedar con la muerte de su pariente; no se llora al difunto, sino se llora uno a sí mismo.
A otros se les ve preocupados, pero no es por la muerte posible de su familiar, sino porque ésta le trastorna planes futuros: un viaje, negocios, etc.; o si son muchachas, les desbarata próximos paseos, la temporada carnavalesca...
Todos estos hechos, que no son exageraciones, sino fiel reflejo de la realidad, suelen a veces, entre gente que no sabe, por su poca educación, dominar los naturales impulsos, presentarse, en forma violenta, agresiva y espectacular, que en ocasiones trae como epílogo el que los parientes terminen por ir a parar a la corte correccional y hasta que alguno de ellos acompañe al muerto «al otro mundo».
La gente a la que ?generalmente sin fundamento alguno? se llama educada y fina, se domina un poco para que no se descubran sus egoísmos y bajas pasiones, y pone en juego las armas de la intriga y la hipocresía, de manera que los líos entre ellos no trasciendan al público, o se traduzcan en algún pleito; pero en el fondo son peores y más interesados que la pobre gente «de la clase baja», que libre de hipócritas trabas, da rienda suelta a sus verdaderos sentimientos.Tal ocurrió hace poco en Marianao. Murió a avanzada edad una anciana que poseía algún dinero y unas cuantas propiedades. Sus herederos eran un hijo, y una hija casada con un carpintero. Este no pudo disimular la alegría extraordinaria que le produjo la muerte de su suegra, ya que iba a coger lo que él consideraba «una fortunita». Se fue a la bodega vecina y se bebió una caneca de ginebra y en el estado de embriaguez que es de suponer, se presentó en el velorio, y al ver a su mujer hecha un mar de lágrimas la increpó duramente diciéndole que no debía estar triste, sino alegre, reírse y bailar, ya que la vieja les había dejado una fortuna no despreciable. Y empezó a bailar, terminando por darle un puntapié al sarcófago donde reposaban los despojos de su «querida mamá política», cayendo éste pesadamente al suelo, con el natural escándalo y corre corre entre parientes, amigos y vecinos asistentes al velorio. Pero no paró ahí la cosa, sino que a la hora del entierro, el hijo de la difunta se negó a cargar el cadáver si no le entregaban antes la parte que le correspondía del dinero que dejó su madre. Y hubo que hacer el reparto antes de que se llevaran el cadáver para su última morada, donde no sabemos, si al fin descansaría de tanto ajetreo.
Todo esto en lo que se refiere a los parientes. Pero no son ellos los únicos sujetos que como insectos acuden ya desde la proximidad de la muerte, y lejos de inspirarles dolor y tristeza, solo les preocupa ver lo que para ellos pueden sacar.
Hay otros insectos humanos que han hecho de la muerte su modus vivendi, que medran con la desaparición de los demás seres humanos y explotan el dolor y la tristeza.
¿Quiénes son?
Lo verás, lector, en el próximo número.