Comentarios sobre cómo el ridículo, la farsa y la hipocresía se manifiestan en el velorio, el entierro y el luto, eventos que deberían ser tributo sencillo y efusivo al difunto.
Pasados los primeros momentos, los familiares más que a ocuparse de su pariente fallecido, se dedican a atender a las visitas, y hasta se sientan con ellas en la habitación cercana al cuarto mortuorio, entrando solamente, de cuando en cuando, en él.
De todas las manifestaciones o actos sociales convertidos ya en costumbre y ritual forzoso cuando ocurre la muerte de un individuo, hay tres en los que el ridículo, la farsa y la hipocresía se manifiestan en grado superlativo: el velorio, el entierro y el luto.
Natural y lógico parece que los familiares y amigos del muerto velen sus despojos desde que ocurre el fallecimiento hasta que el cadáver recibe sepultura; y, sin embargo, esto, que debía ser tributo sencillo y efusivo que se rinde al difunto, reflejo del cariño o amistad que en vida tuvo, se ha convertido en grotesco o divertido espectáculo o rutinaria ceremonia, en la que a veces el muerto es un pretexto para el esparcimiento de los concurrentes al velatorio y otras es un trasto inútil ya, que estorba en la casa y de ella ie arrojarlo cuanto antes mentándose los minutos que falta deshacerse del mismo y poder descansar del ajetreo de las malas noches.
Por lo pronto; una de las cosas más importantes del velorio es la mise en scene, la decoración del cuarto adonde se tiende el cadáver; pero para ello se busca, no lo que esté de acuerdo con el carácter y hábitos del difunto, sino lo que luzca mejor al público que asista al velorio y al entierro. Así, no es en la biblioteca donde se coloca al sabio, o en el laboratorio, ni al niño en su cuarto de juguetes, sino que se busca siempre la habitación de la casa «que luzca mejor»: la sala o el cuarto principal.
Se desalojan algunos muebles, lo que da lugar a que esa habitación ofrezca el aspecto de casa en día de mudanza; se reserva espacio para las coronas y lugar para los dolientes. Y por último, ¡se cubren los espejos con paños blancos o negros! A los que he interrogado sobre la razón o motivo de esta costumbre, solo he podido arrancarles la explicación de que los espejos no son cosas de duelo o luto.(!)
Los parientes más cercanos se colocan rodeando al muerto. Las visitas deben llegar y saludar a aquellos y echarle enseguida una ojeada al cadáver, que les permita después, al entrar en tertulia con los familiares, dar su opinión sobre: «¡qué desfigurado está!» o «¡parece que está hablando!» Las mujeres se santiguarán, mascullando entre dientes algún rezo y si es alguna vieja, despabilará también las velas que forman parte del tendido.
Tantas veces, como visitantes lleguen, los familiares, pasado el lloriqueo que les provoca la presencia del amigo o pariente, les harán a estos el cuento de cómo murió, si sufrió mucho, clase de enfermedad o forma del accidente, últimos momentos y otras consideraciones sobre el carácter, costumbres del muerto; relato que el visitante escuchará con la cara más compungida que tenga en su repertorio.
Generalizada la charla y formada la tertulia, se hablará de otras enfermedades y otras muertes. Cada uno de los visitantes dará cuenta de los enfermos que tiene en su familia en la actualidad o entre sus conocidos. Se recorrerá la lista de últimos fallecimientos, y si hay epidemia de alguna enfermedad, el tema ocupará toda la tertulia.
De las cosas fúnebres se pasará a las serias: negocios, acontecimientos sociales o políticos, y de las serias, a las humorísticas, y el chiste hará brotar la risa, sin que el pobre muerto pueda participar de la diversión.
Pasados ya los primeros momentos, los familiares más que a ocuparse de su pariente fallecido, se dedican a atender a las visitas, y hasta se sientan con ellas en la habitación cercana al cuarto mortuorio, entrando solamente, de cuando en cuando, en éste, en rápida visita.
Nunca está mal que a alguna de las parientas, como demostración de su mayor sentimiento por el muerto, le dé un ataque de nervios, o aunque sea alguna fuerte jaqueca, que obligue a que se comente: «¡la pobre! ¡como quería a su pariente!»; y que sea a la accidentada o adolorida a la que todos se consagren a atender, dejando en olvido al pobre muerto.
Cuando llega la noche, entra el velorio en su período más espectacular. Las visitas aumentan, personas de cumplido, principalmente. Se repite el relato de la enfermedad y muerte, de otras enfermedades y otras muertes. En algún rincón dos novios se arrullan o rascabuchean como si estuvieran en la sala de su casa, o con mayor libertad aún.
El olor de las flores, de las coronas y ramos ofrendados, molesta ya, y unido al de la cera de las velas al consumirse y .hasta al del propio muerto, enrarece la atmósfera. De esas ofrendas florales, que saldrán después en las crónicas sociales, anunciando el jardín donde fueron confeccionadas, se llevará lista cuidadosa por algún familiar, para saber «quien cumplió bien», y los que enviaron su corona, preguntarán si la recibieron, teniendo buen cuidado de fijarse si la han colocado en sitio visible, para apreciar el grado de aprecio y consideración que han tenido los familiares con ofrenda floral, y por lo tanto el que le profesan a él.
Ya tarde, después de las diez, llegan algunos amigos que se han encontrado en el teatro o el café y, como aquello estaba muy aburrido, decidieron ir a pasar el rato en el velorio y de paso cumplir con la familia y tomar gratis su tasa de chocolate, antes de ir a acostarse. «Y las apetecidas tazas de chocolate serán sabrosas pausas en la conversación», como nuestro Martínez Villena expresa en su admirable «Canción del Sainete póstumo».
Las tazas de chocolate, acompañadas de galleticas o pan con mantequilla, pasarán de mano en mano. Los más íntimos o confianzudos las irán a tomar cómodamente en el comedor y con mayor libertad de formar allí la tertulia. Alguno pedirá un ron, con el pretexto de que la noche está fría y parece que se ha acatarrado, o sin pretexto alguno.
Ya entrada la media noche se irán retirando las visitas, quedándose los más íntimos entre familiares y amigos, después de las indicaciones de: «¡No tenga pena, váyase a descansar!».
La una, las dos, las tres... Si la familia ha logrado, «quedarse en familia» y no tienen por tanto, a quien representarle la comedia, se irán acostando poco a poco o echando su sueñecito en un sillón?
Y así llegará la mañana. Nuevas visitas. Estropeo general. Nuevos cuentos, aunque ya hechos más rápidamente. Nuevas coronas y flores. La hora del entierro. Señores de chaqué y levita larga. Algún smoking. Abrazos, apretones de mano, caras compungidas. Más frecuentes lloriqueos. Responso y gori gori antes de sacar el cadáver. Movimiento general. Los zacatecas se llevan las flores. Despedida al pariente muerto. Llantos agudos. Un desmayo, por lo menos. Se están llevando al muerto. Si la casa es moderna, pequeña y alta, maniobras acrobáticas para poder sacar la caja por la estrecha escalera. Uno que dirige la maniobra: «¡Tú!, coge por ese otro lado. Levante usted la caja a la derecha ¡No tanto, que puede caerse! Así. Adelante. ¡Ya pasó!» Curiosos en la puerta y alrededores de la casa. Coches y automóviles que se acercan. El entierro comienza.
Natural y lógico parece que los familiares y amigos del muerto velen sus despojos desde que ocurre el fallecimiento hasta que el cadáver recibe sepultura; y, sin embargo, esto, que debía ser tributo sencillo y efusivo que se rinde al difunto, reflejo del cariño o amistad que en vida tuvo, se ha convertido en grotesco o divertido espectáculo o rutinaria ceremonia, en la que a veces el muerto es un pretexto para el esparcimiento de los concurrentes al velatorio y otras es un trasto inútil ya, que estorba en la casa y de ella ie arrojarlo cuanto antes mentándose los minutos que falta deshacerse del mismo y poder descansar del ajetreo de las malas noches.
Por lo pronto; una de las cosas más importantes del velorio es la mise en scene, la decoración del cuarto adonde se tiende el cadáver; pero para ello se busca, no lo que esté de acuerdo con el carácter y hábitos del difunto, sino lo que luzca mejor al público que asista al velorio y al entierro. Así, no es en la biblioteca donde se coloca al sabio, o en el laboratorio, ni al niño en su cuarto de juguetes, sino que se busca siempre la habitación de la casa «que luzca mejor»: la sala o el cuarto principal.
Se desalojan algunos muebles, lo que da lugar a que esa habitación ofrezca el aspecto de casa en día de mudanza; se reserva espacio para las coronas y lugar para los dolientes. Y por último, ¡se cubren los espejos con paños blancos o negros! A los que he interrogado sobre la razón o motivo de esta costumbre, solo he podido arrancarles la explicación de que los espejos no son cosas de duelo o luto.(!)
Los parientes más cercanos se colocan rodeando al muerto. Las visitas deben llegar y saludar a aquellos y echarle enseguida una ojeada al cadáver, que les permita después, al entrar en tertulia con los familiares, dar su opinión sobre: «¡qué desfigurado está!» o «¡parece que está hablando!» Las mujeres se santiguarán, mascullando entre dientes algún rezo y si es alguna vieja, despabilará también las velas que forman parte del tendido.
Tantas veces, como visitantes lleguen, los familiares, pasado el lloriqueo que les provoca la presencia del amigo o pariente, les harán a estos el cuento de cómo murió, si sufrió mucho, clase de enfermedad o forma del accidente, últimos momentos y otras consideraciones sobre el carácter, costumbres del muerto; relato que el visitante escuchará con la cara más compungida que tenga en su repertorio.
Generalizada la charla y formada la tertulia, se hablará de otras enfermedades y otras muertes. Cada uno de los visitantes dará cuenta de los enfermos que tiene en su familia en la actualidad o entre sus conocidos. Se recorrerá la lista de últimos fallecimientos, y si hay epidemia de alguna enfermedad, el tema ocupará toda la tertulia.
De las cosas fúnebres se pasará a las serias: negocios, acontecimientos sociales o políticos, y de las serias, a las humorísticas, y el chiste hará brotar la risa, sin que el pobre muerto pueda participar de la diversión.
Pasados ya los primeros momentos, los familiares más que a ocuparse de su pariente fallecido, se dedican a atender a las visitas, y hasta se sientan con ellas en la habitación cercana al cuarto mortuorio, entrando solamente, de cuando en cuando, en éste, en rápida visita.
Nunca está mal que a alguna de las parientas, como demostración de su mayor sentimiento por el muerto, le dé un ataque de nervios, o aunque sea alguna fuerte jaqueca, que obligue a que se comente: «¡la pobre! ¡como quería a su pariente!»; y que sea a la accidentada o adolorida a la que todos se consagren a atender, dejando en olvido al pobre muerto.
Cuando llega la noche, entra el velorio en su período más espectacular. Las visitas aumentan, personas de cumplido, principalmente. Se repite el relato de la enfermedad y muerte, de otras enfermedades y otras muertes. En algún rincón dos novios se arrullan o rascabuchean como si estuvieran en la sala de su casa, o con mayor libertad aún.
El olor de las flores, de las coronas y ramos ofrendados, molesta ya, y unido al de la cera de las velas al consumirse y .hasta al del propio muerto, enrarece la atmósfera. De esas ofrendas florales, que saldrán después en las crónicas sociales, anunciando el jardín donde fueron confeccionadas, se llevará lista cuidadosa por algún familiar, para saber «quien cumplió bien», y los que enviaron su corona, preguntarán si la recibieron, teniendo buen cuidado de fijarse si la han colocado en sitio visible, para apreciar el grado de aprecio y consideración que han tenido los familiares con ofrenda floral, y por lo tanto el que le profesan a él.
Ya tarde, después de las diez, llegan algunos amigos que se han encontrado en el teatro o el café y, como aquello estaba muy aburrido, decidieron ir a pasar el rato en el velorio y de paso cumplir con la familia y tomar gratis su tasa de chocolate, antes de ir a acostarse. «Y las apetecidas tazas de chocolate serán sabrosas pausas en la conversación», como nuestro Martínez Villena expresa en su admirable «Canción del Sainete póstumo».
Las tazas de chocolate, acompañadas de galleticas o pan con mantequilla, pasarán de mano en mano. Los más íntimos o confianzudos las irán a tomar cómodamente en el comedor y con mayor libertad de formar allí la tertulia. Alguno pedirá un ron, con el pretexto de que la noche está fría y parece que se ha acatarrado, o sin pretexto alguno.
Ya entrada la media noche se irán retirando las visitas, quedándose los más íntimos entre familiares y amigos, después de las indicaciones de: «¡No tenga pena, váyase a descansar!».
La una, las dos, las tres... Si la familia ha logrado, «quedarse en familia» y no tienen por tanto, a quien representarle la comedia, se irán acostando poco a poco o echando su sueñecito en un sillón?
Y así llegará la mañana. Nuevas visitas. Estropeo general. Nuevos cuentos, aunque ya hechos más rápidamente. Nuevas coronas y flores. La hora del entierro. Señores de chaqué y levita larga. Algún smoking. Abrazos, apretones de mano, caras compungidas. Más frecuentes lloriqueos. Responso y gori gori antes de sacar el cadáver. Movimiento general. Los zacatecas se llevan las flores. Despedida al pariente muerto. Llantos agudos. Un desmayo, por lo menos. Se están llevando al muerto. Si la casa es moderna, pequeña y alta, maniobras acrobáticas para poder sacar la caja por la estrecha escalera. Uno que dirige la maniobra: «¡Tú!, coge por ese otro lado. Levante usted la caja a la derecha ¡No tanto, que puede caerse! Así. Adelante. ¡Ya pasó!» Curiosos en la puerta y alrededores de la casa. Coches y automóviles que se acercan. El entierro comienza.