Esta vez el articulista refiere las habilidades y defectos de los camareros, dependientes o mozos de cafés y restaurantes, a quienes considera «mis amigos más predilectos y estimados».
El camarero, obligado a tratar bastante íntimamente a sus semejantes, llega a adquirir un conocimiento profundo de los defectos y flaquezas de hombres y mujeres.
Entre mis amigos más predilectos y estimados figuran los camareros, dependientes o mozos de cafés y restaurantes.
Solterón empedernido y noctámbulo impenitente, tengo a diario, desde hace largos años, que tratarlos y utilizar sus servicios en el almuerzo, la comida y la cena. De ahí que los conozca a casi todos y que algunos de ellos me conozcan tal vez mejor que yo mismo.
En general es interesante el tipo del camarero. Obligado a tratar bastante íntimamente a sus semejantes, llega a adquirir un conocimiento profundo de los defectos y flaquezas de hombres y mujeres. Una máxima muy antigua afirma, «que es la mesa uno de los sitios donde más se revela la verdadera educación y carácter de las personas». Pero para el camarero esta revelación es aún más clara y precisa, porque ante él las personas se ocultan o disimulan menos que ante un comensal o un vecino de mesa. Considerando al camarero un criado y, por tanto, un inferior, no tienen por qué fingirle buenas maneras o trato agradable, y, además, el camarero, por propia experiencia sabe cómo se comporta su cliente con los inferiores y los humildes. Va adquiriendo así, poco a poco, un caudal enorme de observaciones, de conocimientos y de experiencia de sus semejantes; tesoro que él, probablemente, no sabe apreciar, pero que yo sí utilizo a diario, con inmejorables resultados prácticos.
Cada vez que deseo datos íntimos sobre alguna persona, no me dirijo ni al banco donde guarda sus fondos, ni a alguna agencia de investigaciones, sino que inquiero lo que deseo saber, de mis amigos los camareros. Ellos, en sus informaciones, me darán los datos precisos, en bruto y sin pulir, expresados en forma tosca y rudimentaria, pero que contienen la piedra preciosa que yo, en mi laboratorio de observación y experiencia de costumbrista, pulo y hago resaltar hasta que aparecen ante mi vista con todas sus facetas, brillantes unas, rotas, arañadas o defectuosas las otras.
¡Cómo he descubierto así el verdadero fondo y valor moral de muchos a los que tenía por personas decentes y honorables!
–¿Qué tal es Fulano? – le pregunto a uno de mis amigos camareros del Hotel Inglaterra.
–Pues, le diré, Doctor; es algo agarrado cuando viene solo. Ahora, cuando le acompañan algunas mujeres, es espléndido. Hay veces que da hasta un peso y más de propina.
(Esto interpretado debidamente, quiere decir que Fulano es un tipo falso, hipócrita, fantoche, del que no es conveniente fiarse).
Pero no es solamente ese servicio informativo el que me prestan mis amigos los camareros.
Los que más trato y me sirven a diario, han llegado a identificarse de tal manera con mis gustos y costumbres que a veces los conocen y adivinan mejor que yo mismo.
Muchas son las ocasiones en que, al sentarme a almorzar o comer, después de leer y releer la lista o menú, que ya me sé de memoria, no encuentro ningún plato que me agrade. Dándome por vencido, le pregunto entonces al camarero:
–¿Qué te parece que tome?
Y mi amigo el camarero me ofrece dos o tres platos, que efectivamente, son los que yo deseaba comer.
Como ustedes comprenderán estos servicios no se podrían pagar con dinero alguno, por crecida que fuera su cantidad.
Es una de las inapreciables ventajas que tiene la vida de solterón sobre la del casado. ¿Qué esposa es capaz de adivinarle a su marido lo que este desea comer? Todavía no ha nacido la que realice tal milagro.
Desde luego que los camareros tienen también, como humanos, sus defectos. Los más graves y perjudiciales para los que a diario tenemos que tratarlos son los siguientes:
1–Cuando uno se retira del hotel o restaurante, jamás encuentran el sombrero y bastón; siempre lo confunden con el de otro comensal.
2–Cuando uno trata de mirar una mujer, siempre hay un camarero que se interpone y nos impide contemplar la belleza que entra o sale.
Pero estos son pequeños defectos que con el tiempo desaparecerán, adquiriendo a su vez todas las grandes e incomparables virtudes de los garcons parisienses, verdaderos taumaturgos en el arte de adivinar el pensamiento de sus marchantes, ya desee éste que le traiga un complicado plato o le consiga la dama que se sienta unas mesas más allá, no importa vaya acompañada de su esposo amigo y hasta de un niño de brazos.
Solterón empedernido y noctámbulo impenitente, tengo a diario, desde hace largos años, que tratarlos y utilizar sus servicios en el almuerzo, la comida y la cena. De ahí que los conozca a casi todos y que algunos de ellos me conozcan tal vez mejor que yo mismo.
En general es interesante el tipo del camarero. Obligado a tratar bastante íntimamente a sus semejantes, llega a adquirir un conocimiento profundo de los defectos y flaquezas de hombres y mujeres. Una máxima muy antigua afirma, «que es la mesa uno de los sitios donde más se revela la verdadera educación y carácter de las personas». Pero para el camarero esta revelación es aún más clara y precisa, porque ante él las personas se ocultan o disimulan menos que ante un comensal o un vecino de mesa. Considerando al camarero un criado y, por tanto, un inferior, no tienen por qué fingirle buenas maneras o trato agradable, y, además, el camarero, por propia experiencia sabe cómo se comporta su cliente con los inferiores y los humildes. Va adquiriendo así, poco a poco, un caudal enorme de observaciones, de conocimientos y de experiencia de sus semejantes; tesoro que él, probablemente, no sabe apreciar, pero que yo sí utilizo a diario, con inmejorables resultados prácticos.
Cada vez que deseo datos íntimos sobre alguna persona, no me dirijo ni al banco donde guarda sus fondos, ni a alguna agencia de investigaciones, sino que inquiero lo que deseo saber, de mis amigos los camareros. Ellos, en sus informaciones, me darán los datos precisos, en bruto y sin pulir, expresados en forma tosca y rudimentaria, pero que contienen la piedra preciosa que yo, en mi laboratorio de observación y experiencia de costumbrista, pulo y hago resaltar hasta que aparecen ante mi vista con todas sus facetas, brillantes unas, rotas, arañadas o defectuosas las otras.
¡Cómo he descubierto así el verdadero fondo y valor moral de muchos a los que tenía por personas decentes y honorables!
–¿Qué tal es Fulano? – le pregunto a uno de mis amigos camareros del Hotel Inglaterra.
–Pues, le diré, Doctor; es algo agarrado cuando viene solo. Ahora, cuando le acompañan algunas mujeres, es espléndido. Hay veces que da hasta un peso y más de propina.
(Esto interpretado debidamente, quiere decir que Fulano es un tipo falso, hipócrita, fantoche, del que no es conveniente fiarse).
Pero no es solamente ese servicio informativo el que me prestan mis amigos los camareros.
Los que más trato y me sirven a diario, han llegado a identificarse de tal manera con mis gustos y costumbres que a veces los conocen y adivinan mejor que yo mismo.
Muchas son las ocasiones en que, al sentarme a almorzar o comer, después de leer y releer la lista o menú, que ya me sé de memoria, no encuentro ningún plato que me agrade. Dándome por vencido, le pregunto entonces al camarero:
–¿Qué te parece que tome?
Y mi amigo el camarero me ofrece dos o tres platos, que efectivamente, son los que yo deseaba comer.
Como ustedes comprenderán estos servicios no se podrían pagar con dinero alguno, por crecida que fuera su cantidad.
Es una de las inapreciables ventajas que tiene la vida de solterón sobre la del casado. ¿Qué esposa es capaz de adivinarle a su marido lo que este desea comer? Todavía no ha nacido la que realice tal milagro.
Desde luego que los camareros tienen también, como humanos, sus defectos. Los más graves y perjudiciales para los que a diario tenemos que tratarlos son los siguientes:
1–Cuando uno se retira del hotel o restaurante, jamás encuentran el sombrero y bastón; siempre lo confunden con el de otro comensal.
2–Cuando uno trata de mirar una mujer, siempre hay un camarero que se interpone y nos impide contemplar la belleza que entra o sale.
Pero estos son pequeños defectos que con el tiempo desaparecerán, adquiriendo a su vez todas las grandes e incomparables virtudes de los garcons parisienses, verdaderos taumaturgos en el arte de adivinar el pensamiento de sus marchantes, ya desee éste que le traiga un complicado plato o le consiga la dama que se sienta unas mesas más allá, no importa vaya acompañada de su esposo amigo y hasta de un niño de brazos.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964