El exhibicionismo exagerado que ofrecen las casas mortuorias, y las artimañas de sus dueños para obtener de los dolientes la mejor remuneración, es el tema que desarrolla el cronista en este artículo de costumbres.

La casa mortuoria «es un negocio que si no fuera por la enorme competencia, sería el mejor negocio comercial, porque es negocio hecho a base de lo único cierto y seguro en la tierra: la muerte».

 Una de las cosas que más llama la atención en nuestra capital al extranjero que la visita, es el exhibicionismo exagerado que ofrecen las casas mortuorias o de pompas fúnebres. Casi muestran en la propia acera o en la calle su macabra mercancía, lo mismo se trate de pobre y modesta mortería de barrio, que de una rica lujosa compañía perteneciente a algunos de los trusts que acaparan el negocio entre la «gente bien» o de capital.
Los lectores se habrán fijado, seguramente en los interesantes detalles macabro-exhibicionistas que ofrecen estas tiendas.
Puertas y ventanas abiertas de día y hasta de noche, e iluminada entonces toda la tienda. A lo alto de las paredes los anaqueles «de pintado (...)» o los espléndidos escaparates de cristal, guardando los diversos modelos de las mercancías: ataúdes de diversos tamaños, calidades precios, y en los colores negro y blanco, para adultos o casadas y para niños o solteras. Si es una gran tienda, vale la pena entrar en ella y examinar de cerca los ataúdes. Los hay que constituyen verdaderas obras de arte, de buen gusto, de refinamiento, de comodidad. Construidos con maderas finas, admirablemente talladas y barnizadas y con adornos y agarraderas de bronce en su exterior. Pero si abrimos o levantamos la tapa y examinamos su interior, nuestra sorpresa y admiración crecerán aún mucho más. Telas de raso de la más alta calidad cubren sus paredes, protegidas con guata o colchonería y en la cabeza un pequeño y cómodo cojín. ¡Casi dan ganas de morirse para probar lo bien que se debe estar en una de estas cajas de gran lujo! No falta en ellas más que un teléfono, servicio de comidas y bebidas e instalación eléctrica como tenía aquel ataúd en la famosa novela de Pitrigrilli.
Recuerdo haberle oído, exclamar al hijo de un encopetado y presuntuoso personaje, que en el fondo, como su vástago, no era más que una insignificante personilla, cuando colocaran en una de estas cajas el cuerpo «yerto y frío» de su antecesor:

–¡El pobre papá! ¡Cuánto gozaría si se viera en esta caja tan lujosa, a él que le gustaban tanto las cosas buenas!

Pero, si curiosos e interesantes son el arpecto y mise en escena que presentan las casas mortuorias y digna de ser admirada la fúnebre mercancía de las de «gran lujo», no menos merecedor de atención y estudio es el desenvolvimiento de la vida comercial en esas tiendas del dolor y la muerte.
Fíjense por un momento mis lectores en que toda mortería supone la existencia de varios y a veces numerosos individuos que viven pendientes, anhelantes, satisfechos y regocijados, con la muerte de sus semejantes. Lo que para los demás constituyen desgracias y dolores, para ellos es motivo de alegría. El que con su muerte, deja a lo mejor en la miseria y el hambre a toda una familia, les da a ellos de comer o contribuye a aumentar su capital. Insensibilizados con la repetición diaria de la desgracia de los demás y el conocimiento constante de penas y tribulaciones, la muerte llega a ser para ellos una amiga, compañera, aliada y socia en su negocio y en su vida. Sin darse cuenta y mecánicamente ya, al saber que está enferma grave alguna persona de dinero, especulan in mente con su fallecimiento y desean su muerte, porque para ellos cada ser humano no tiene valor ni representa nada mientras está vivo, sino cuando muere. Para su negocio, los vivos son lo accesorio. Lo esencial son los muertos.
Y es un negocio que si no fuera por la enorme competencia, sería el mejor negocio comercial, porque es negocio hecho a base de lo único cierto y seguro en la tierra: la muerte. Se podrá comer más o menos, vestirse mejor o peor, vivir en pobres casuchas o en un banco del parque, pero lo que no se puede es dejar de enterrarse cuando llega el momento fatal e indudable de la muerte.
¡Con qué satisfacción, no confesada, si se quiere, se recibe en una casa mortuoria la noticia de un muerto! Suena el teléfono, y el dueño o el empleado o empleados de guardia, se preguntan in mente: «¿Un muerto?» Y cuando se confirma la grata sospecha y se recibe la orden, un suspiro de satisfacción les hace exclamar: «¡Sí! ¡Un muerto! . . .»
Y si hojean un periódico y leen la noticia de que existe una epidemia que está haciendo grandes estragos en su ciudad; eso, que para los demás es motivo de sentimiento, de pena o de terror y aprensión, para ellos es anuncio de prosperidad, de buena zafra en el negocio, y solo desean que aumente la epidemia y dure mucho.
Y, ¡qué grandes psicólogos y comediantes son estos morteros! ¡Cómo saben tocar los resortes del dolor o de la vanidad de los dolientes!
Llegan a la casa. Parcos en el hablar, después de breve saludo y cambiarse unas cuantas palabras sobre el muerto, enfermedad, etc., van derecho al grano, a su negocio. Enterados de antemano de la posición de la familia o apreciándola por un buen golpe de vista al examinar la casa en que viven, no preguntan qué clase de tendido quieren, sino ofrecen siempre el que suponen que pueden endosarle a la familia, teniendo desde luego en cuenta, que en esos casos siempre se paga más de lo que se puede, porque la ostentación ridícula de que hacen alarde las familias a la hora de la muerte de un pariente, es una de las estupideces características de nuestra sociedad.

–Bueno, –les dice el mortero a los llorosos familiares, –como es natural, ustedes desearán que el tendido y entierro sean lo mejor posible, ya que es el último homenaje que tributan a su pariente. Siquiera les quedará el consuelo de que hasta el final se comportaron con él bien y cumplieron como buenos hijos o padres, etc.

Los familiares, vierten unas cuantas lágrimas, y entre sollozos aprueban con la cabeza a cuando dice el mortero.

–Pues miren –agrega éste– yo les puedo ofrecer un tendido de primera, caja muy buena, con adornos y agarraderas corridas de bronce, cristal en la tapa, forrada por dentro con todo lujo, seis candelabros de primera con sus velas, carro de tres parejas, responso en la capilla del cementerio, etc., etc., por. . . tantos pesos.

La familia, que a lo mejor no sabe de qué va a vivir al mes siguiente, ni de donde va a sacar ese dinero, no se atreve a hacer reparos o pedir rebaja y mucho menos conformarse con un entierro más modesto, porque considera, que eso significaría demostrar su poco cariño al pariente difunto, y acepta lo que el mortero le pide: –¡Bueno, qué vamos a hacer, el pobre Fulano! Pero, ¿usted nos garantiza que todo será bueno?

–Sí, señores, pierdan ustedes cuidado. Su pariente tendrá un tendido y entierro de primera, de primera.

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar