Sobre como el recuerdo grato de lo vivido, puede hacer olvidar por completo las miserias de la vida presente.
Acerca de los gratos recuerdos: felicidad que nadie es capaz de arrebatarnos.
En La noche del sábado, esa obra horriblemente bella que recuerda, por su encanto morboso, El Vicio errante, de Jean Lorrain, nos ofrece Benavente a Maestá, la mujer del recuerdo.
Así como Imperio vive del ideal y hacia él marcha con fe y con voluntad inquebrantables, sin que la hagan detenerse en su camino las miserias de la vida, pensando únicamente en lo que ella ha de ser mañana; Maestá sostiene su vejez miserable y abyecta con el recuerdo de lo que fue.
¿Qué le importa encontrarse ahora en la taberna de Cecco, entre marineros y bandidos, maestros en todos los vicios, que juegan, beben y riñen, si ella sabe que ha sido muy hermosa, y muy rica, y querida de un rey?
Y es feliz.
Pasó su juventud entregada al amor y al placer. Los hombres más ricos, más sabios y más poderosos de su tiempo, se postraban humildemente a sus plantas mendigando una caricia, una palabra, una mirada...
Y tuvo vestidos riquísimos, flores, joyas, coches, palacios.
No hizo mal a nadie. Socorría indistintamente al pobre necesitado y al pobre vicioso, que la alegría debe repartirse alegremente, y para muchos es más necesario el vino que el pan... «Nadie come flores y flores de la tierra. Muy seco está el corazón que no da flores».
Ya todo eso ha pasado para ella, es verdad. Ahora es vieja y pobre; se cubre de andrajos; vive en las tabernas o en la inclemencia de los caminos. Pero, ¿qué importa? ¿No le queda el recuerdo?
Y, como mudo y elocuente testigo de aquellos inolvidables tiempos, conserva sus manos, manos de reina, en las que «saltaban los tesoros como el agua en la concha de mármol de una fuente para caer más esparcidos»; manos blancas y finas, sabias en el amor, que nunca trabajaron; manos que son su orgullo y que, cubiertas ahora con mitones, cuida piadosa, como reliquia incomparable de sus días de gloria y de esplendor.
Sus manos le recuerdan constantemente su pasado, y ese recuerdo ocupa de tal manera todo su ser, que le hace olvidar por completo las miserias de su vida presente.
Y vive alegre y dichosa.
Y esa felicidad nadie es capaz de arrebatársela, pues si el Dante hace exclamar a Francesca di Rimini, en uno de los círculos del infierno, atormentada por cristiano y cruel remordimiento, «¡qué triste es recordar en la desgracia los días de ventura!»; Benavente, escéptico y pagano, pero más piadoso, hace que en el corazón de la pobre y andrajosa vieja resplandezca como una antorcha y la consuele como bálsamo maravilloso ese mismo recuerdo, a tal extremo, que Maestá podrá decir siempre, aún en el infierno, lo que se lamenta de no poder exclamar Pafnucio, aquel infeliz monje que tanto amó, sin poseerla, a Tais, la cortesana de Alejandría: tengo la alegría de llevarme al infierno la memoria de días inolvidables y decirle a Dios: «¡Quema mi carne, seca toda la sangre de mis venas, has estallar todos mis huesos, pero no me quitarás el recuerdo que me perfuma y me refresca por los siglos de los siglos!»
Así como Imperio vive del ideal y hacia él marcha con fe y con voluntad inquebrantables, sin que la hagan detenerse en su camino las miserias de la vida, pensando únicamente en lo que ella ha de ser mañana; Maestá sostiene su vejez miserable y abyecta con el recuerdo de lo que fue.
¿Qué le importa encontrarse ahora en la taberna de Cecco, entre marineros y bandidos, maestros en todos los vicios, que juegan, beben y riñen, si ella sabe que ha sido muy hermosa, y muy rica, y querida de un rey?
Y es feliz.
Pasó su juventud entregada al amor y al placer. Los hombres más ricos, más sabios y más poderosos de su tiempo, se postraban humildemente a sus plantas mendigando una caricia, una palabra, una mirada...
Y tuvo vestidos riquísimos, flores, joyas, coches, palacios.
No hizo mal a nadie. Socorría indistintamente al pobre necesitado y al pobre vicioso, que la alegría debe repartirse alegremente, y para muchos es más necesario el vino que el pan... «Nadie come flores y flores de la tierra. Muy seco está el corazón que no da flores».
Ya todo eso ha pasado para ella, es verdad. Ahora es vieja y pobre; se cubre de andrajos; vive en las tabernas o en la inclemencia de los caminos. Pero, ¿qué importa? ¿No le queda el recuerdo?
Y, como mudo y elocuente testigo de aquellos inolvidables tiempos, conserva sus manos, manos de reina, en las que «saltaban los tesoros como el agua en la concha de mármol de una fuente para caer más esparcidos»; manos blancas y finas, sabias en el amor, que nunca trabajaron; manos que son su orgullo y que, cubiertas ahora con mitones, cuida piadosa, como reliquia incomparable de sus días de gloria y de esplendor.
Sus manos le recuerdan constantemente su pasado, y ese recuerdo ocupa de tal manera todo su ser, que le hace olvidar por completo las miserias de su vida presente.
Y vive alegre y dichosa.
Y esa felicidad nadie es capaz de arrebatársela, pues si el Dante hace exclamar a Francesca di Rimini, en uno de los círculos del infierno, atormentada por cristiano y cruel remordimiento, «¡qué triste es recordar en la desgracia los días de ventura!»; Benavente, escéptico y pagano, pero más piadoso, hace que en el corazón de la pobre y andrajosa vieja resplandezca como una antorcha y la consuele como bálsamo maravilloso ese mismo recuerdo, a tal extremo, que Maestá podrá decir siempre, aún en el infierno, lo que se lamenta de no poder exclamar Pafnucio, aquel infeliz monje que tanto amó, sin poseerla, a Tais, la cortesana de Alejandría: tengo la alegría de llevarme al infierno la memoria de días inolvidables y decirle a Dios: «¡Quema mi carne, seca toda la sangre de mis venas, has estallar todos mis huesos, pero no me quitarás el recuerdo que me perfuma y me refresca por los siglos de los siglos!»
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.