A propósito de la publicación del temario de una conferencia científica, numerosas señoras y señoritas suscitaron un incidente «que no podía pasar inadvertido para un costumbrista».
Sobre las conferencias, uno de los espectáculos habaneros que privan, y el revuelo que determinados temas a tratar producen en señoras y señoritas.
Con motivo de las conferencias que ha ofrecido en La Habana el gran científico, gran literato y gran patriota español, Gregorio Marañón, ocurrió un incidente que no podía pasar inadvertido para un costumbrista y que merece los honores de consagrarle unas Habladurías,1 por lo que tiene de revelador de la peculiarísima y pintoresca moral de ciertos sectores de nuestra sociedad y porque confirma cierta tesis que mantuvimos hace meses sobre el verdadero valor cultural de las conferencias.
El incidente ocurrido es el siguiente.
En los periódicos se anunció con algunos días de anticipación el temario de las conferencias que iba a desarrollar el doctor Marañón, puntualizándose detallada y precisamente los distintos puntos a tratar. De la lectura de ese temario se veía a simple vista que el ilustre médico iba a hablar, sin cortapisas ni eufemismos, de los problemas sexuales en sus diversos aspectos y manifestaciones y que en la primera conferencia dedicaría preferente atención a la intersexualidad, desde el hermafroditismo y la homosexualidad hasta el feminismo y el eunucuidismo, con lo cual nadie podía llamarse a engaño sobre la índole de la conferencia, por estar perfectamente declarados los particulares que en ella se tratarían y haberse advertido por el propio Marañón que iba a hablar en científico, y que por lo tanto prefería público científico.
Pues bien, el día antes de la conferencia, don Manuel Aznar en su muy interesante y leída sección del Diario de la Marina, «La España de hoy», dio cuenta de que con motivo de la publicación del temario, numerosas señoras y señoritas le habían preguntado: «¿Puedo asistir a las conferencias de Marañón?»
Dejando ahora a un lado la respuesta, que muy acertadamente dio nuestro compañero Aznar, vamos ahora a analizar lo que revela y significa esa pregunta.
Por lo pronto significa que las señoras y señoritas que la hicieron no le interesaba la conferencia por el afán cultural que el tema a tratar despertaba en ellas, o sea que no iban con curiosidad siquiera, intelectual, que no las movía el aprender, porque si hubiera sido así, ni la más ligera duda podía pasar por su mente de si una mujer podía asistir a una conferencia pública sobre un tema científico.
¿Por qué quería ir, pues, las señoras y señoritas que tuvieron esa duda y formularon la pregunta?
Pues por uno de estos tres motivos:
1. Porque para ellas la conferencia del doctor Marañón era un acto social, que ahora se ha puesto de moda, y que tiene para ellas el mismo valor que una película o las carreras de caballo, importándoles poco el conferencista y el tema. Se propusieron asistir en esta forma, y, después de tomada esa determinación leyeron el temario y entonces sospecharon, aunque sin entenderlo muy bien, que iba a hablar Marañón de cuestiones un poco complicadas que tal vez no debían oír en público, o viendo los demás que ellas las oían, las señoras y mucho menos las señoritas. Y entonces hicieron la pregunta, que era semejante a la que hubieran podido hacer sobre un cine nuevo, vg. «¿se puede ir? ¿Va gente decente?»
2. Otras hicieron la pregunta porque teniendo noticias de que Marañón era un gran médico español, el preferido de la aristocracia y buena sociedad madrileñas, que hasta había asistido a las hijos de los reyes y además, joven y buen mozo, querían ver cómo era por pura curiosidad visual, como la que les despertaría una estrella de cine o un campeón de cualquier deporte, pero enteradas del tema de la conferencia, les surgió entonces la duda, de si estaría bien visto que las vieran allí, e hicieran la pregunta.
3. Otras lo que les llamó la atención y les despertó el interés por la conferencia, fue el tema, un interés morboso de oír qué iba a decir Marañón de esas cosas que ellas adivinaban sicalípticas a través de las palabras científicas con que estaban anunciadas en el temario, y que traducían al castellano y tal vez hasta el criollo: «Esto significa tal cosa, a esto se le llama de tal manera». Tenían sus dudas de si irían pocas mujeres y entonces iban a quedar ante los hombres asistentes en una situación un poco desairada, descubriendo su interés morboso. Su pregunta, de «¿si podían ellas asistir?», era «¿van a ir muchas mujeres?», porque esto es lo que querían averiguar en realidad.
La pregunta que a don Manuel Aznar hicieron muchas señoras y señoritas, analizada en la forma que lo hemos hecho, nos sirve para comprobar, como he sostenido en otros artículos el muy dudoso valor cultural que tienen las conferencias, no ya ese tipo de conferencia criolla con números de canto, piano y recitación, que yo llamaba rumbas literario-cursi-musicales sino aún la buena conferencia dada por un buen conferencista, porque las tres cuartas partes del público va porque va la gente, porque es de moda, por novelería, porque lo vean, pero no por el tema ni por el deseo de instruirse o la curiosidad intelectual; van como lo hacen a cualquier espectáculo teatral o deportivo. Es la asistencia de los verdaderos interesados en una materia la que tiene valor a los fines culturales de las conferencias y la que debe procurarse. El número de asistentes importa poco; la calidad en cuanto al interés intelectual, es lo que debe buscarse.
Y ahora... ¡están de moda las conferencias! Son éstas uno de los espectáculos habaneros que privan.
No censuro la buena labor y laudables fines que persigue la benemérita Institución Hispano-cubana de Cultura y que nos ha proporcionado la oportunidad no sólo de oír sino también de tratar a valores intelectuales de la España nueva –que no es la de Alfonso y Primo, desde luego– como Fernando de los Ríos, Marañón y Zulueta, pero sí me permito sugerir la conveniencia de lograr que esos conferencistas, además de sus conferencias para el gran público, que ya no cabe ni siquiera en el más grande de los teatros habaneros, den, con cuota extra, cursos de cinco o seis conferencias para un número limitado de personas, no más de doscientas, sobre tema de su especialidad.
Esa pregunta que a Aznar hicieron señoras y señoritas revela también una de las pintorescas modalidades de la moralidad o el pudor sociales. Sobre una película o una obra teatral ninguna señora o señorita hubiera preguntado si se podía asistir. Anunciándola los cronistas sociales, como próxima a ponerse en día de moda, bastaba para poder ir. ¿Qué mayor visto bueno?
Así han sido vistas por todas las señoras y señoritas las más sensuales películas, todas las sensuales y equívocas operetas vienesas, numerosas zarzuelas rayanas en la grosería como La Corte del Faraón. En cambio un desnudo artístico, levanta protestas, una película que es una maravilla del arte cinematográfico como Potinkin, está prohibido exhibirla, aún después de haberla aprobado el propio Jefe del Estado, y una conferencia científica suscita dudas y escrúpulos morales o más bien sociales.
Yo, realmente, si me hacen esa pregunta que le hicieron numerosas señoras y señoritas a Aznar, les hubiera contestado lo siguiente:
–No, no vayan. No vale la pena de que ustedes asistan.
Aznar, después de discurrir con el talento que tiene y su capacidad periodística sobre la pregunta, contestó bondadosamente que podían ir.
Pero yo creo que no fue la autorización de Aznar lo que hizo que el teatro se llenara. Fue otro visto bueno el que descargó de todo temor y duda la conciencia de señoras y señoritas. El que les dio en sus leidísimas Habaneras, el maestro de la Crónica Social. En el mismo número del Diario de la Marina en que Aznar hablaba de la pregunta que le habían hecho, el gran Fonta al anunciar en su crónica la conferencia que Marañón daría ese día, terminaba de esta manera:
«Pueden asistir las señoras. Se me autoriza a decirlo».
Y las señoras y señoritas asistieron.
1 Con el seudónimo El Curioso Parlanchín, Roig de Leuchsenring firmó los artículos que publicó bajo está sección consagrada en gran medida al estudio y crítica de nuestras costumbres públicas y privadas.
El incidente ocurrido es el siguiente.
En los periódicos se anunció con algunos días de anticipación el temario de las conferencias que iba a desarrollar el doctor Marañón, puntualizándose detallada y precisamente los distintos puntos a tratar. De la lectura de ese temario se veía a simple vista que el ilustre médico iba a hablar, sin cortapisas ni eufemismos, de los problemas sexuales en sus diversos aspectos y manifestaciones y que en la primera conferencia dedicaría preferente atención a la intersexualidad, desde el hermafroditismo y la homosexualidad hasta el feminismo y el eunucuidismo, con lo cual nadie podía llamarse a engaño sobre la índole de la conferencia, por estar perfectamente declarados los particulares que en ella se tratarían y haberse advertido por el propio Marañón que iba a hablar en científico, y que por lo tanto prefería público científico.
Pues bien, el día antes de la conferencia, don Manuel Aznar en su muy interesante y leída sección del Diario de la Marina, «La España de hoy», dio cuenta de que con motivo de la publicación del temario, numerosas señoras y señoritas le habían preguntado: «¿Puedo asistir a las conferencias de Marañón?»
Dejando ahora a un lado la respuesta, que muy acertadamente dio nuestro compañero Aznar, vamos ahora a analizar lo que revela y significa esa pregunta.
Por lo pronto significa que las señoras y señoritas que la hicieron no le interesaba la conferencia por el afán cultural que el tema a tratar despertaba en ellas, o sea que no iban con curiosidad siquiera, intelectual, que no las movía el aprender, porque si hubiera sido así, ni la más ligera duda podía pasar por su mente de si una mujer podía asistir a una conferencia pública sobre un tema científico.
¿Por qué quería ir, pues, las señoras y señoritas que tuvieron esa duda y formularon la pregunta?
Pues por uno de estos tres motivos:
1. Porque para ellas la conferencia del doctor Marañón era un acto social, que ahora se ha puesto de moda, y que tiene para ellas el mismo valor que una película o las carreras de caballo, importándoles poco el conferencista y el tema. Se propusieron asistir en esta forma, y, después de tomada esa determinación leyeron el temario y entonces sospecharon, aunque sin entenderlo muy bien, que iba a hablar Marañón de cuestiones un poco complicadas que tal vez no debían oír en público, o viendo los demás que ellas las oían, las señoras y mucho menos las señoritas. Y entonces hicieron la pregunta, que era semejante a la que hubieran podido hacer sobre un cine nuevo, vg. «¿se puede ir? ¿Va gente decente?»
2. Otras hicieron la pregunta porque teniendo noticias de que Marañón era un gran médico español, el preferido de la aristocracia y buena sociedad madrileñas, que hasta había asistido a las hijos de los reyes y además, joven y buen mozo, querían ver cómo era por pura curiosidad visual, como la que les despertaría una estrella de cine o un campeón de cualquier deporte, pero enteradas del tema de la conferencia, les surgió entonces la duda, de si estaría bien visto que las vieran allí, e hicieran la pregunta.
3. Otras lo que les llamó la atención y les despertó el interés por la conferencia, fue el tema, un interés morboso de oír qué iba a decir Marañón de esas cosas que ellas adivinaban sicalípticas a través de las palabras científicas con que estaban anunciadas en el temario, y que traducían al castellano y tal vez hasta el criollo: «Esto significa tal cosa, a esto se le llama de tal manera». Tenían sus dudas de si irían pocas mujeres y entonces iban a quedar ante los hombres asistentes en una situación un poco desairada, descubriendo su interés morboso. Su pregunta, de «¿si podían ellas asistir?», era «¿van a ir muchas mujeres?», porque esto es lo que querían averiguar en realidad.
La pregunta que a don Manuel Aznar hicieron muchas señoras y señoritas, analizada en la forma que lo hemos hecho, nos sirve para comprobar, como he sostenido en otros artículos el muy dudoso valor cultural que tienen las conferencias, no ya ese tipo de conferencia criolla con números de canto, piano y recitación, que yo llamaba rumbas literario-cursi-musicales sino aún la buena conferencia dada por un buen conferencista, porque las tres cuartas partes del público va porque va la gente, porque es de moda, por novelería, porque lo vean, pero no por el tema ni por el deseo de instruirse o la curiosidad intelectual; van como lo hacen a cualquier espectáculo teatral o deportivo. Es la asistencia de los verdaderos interesados en una materia la que tiene valor a los fines culturales de las conferencias y la que debe procurarse. El número de asistentes importa poco; la calidad en cuanto al interés intelectual, es lo que debe buscarse.
Y ahora... ¡están de moda las conferencias! Son éstas uno de los espectáculos habaneros que privan.
No censuro la buena labor y laudables fines que persigue la benemérita Institución Hispano-cubana de Cultura y que nos ha proporcionado la oportunidad no sólo de oír sino también de tratar a valores intelectuales de la España nueva –que no es la de Alfonso y Primo, desde luego– como Fernando de los Ríos, Marañón y Zulueta, pero sí me permito sugerir la conveniencia de lograr que esos conferencistas, además de sus conferencias para el gran público, que ya no cabe ni siquiera en el más grande de los teatros habaneros, den, con cuota extra, cursos de cinco o seis conferencias para un número limitado de personas, no más de doscientas, sobre tema de su especialidad.
Esa pregunta que a Aznar hicieron señoras y señoritas revela también una de las pintorescas modalidades de la moralidad o el pudor sociales. Sobre una película o una obra teatral ninguna señora o señorita hubiera preguntado si se podía asistir. Anunciándola los cronistas sociales, como próxima a ponerse en día de moda, bastaba para poder ir. ¿Qué mayor visto bueno?
Así han sido vistas por todas las señoras y señoritas las más sensuales películas, todas las sensuales y equívocas operetas vienesas, numerosas zarzuelas rayanas en la grosería como La Corte del Faraón. En cambio un desnudo artístico, levanta protestas, una película que es una maravilla del arte cinematográfico como Potinkin, está prohibido exhibirla, aún después de haberla aprobado el propio Jefe del Estado, y una conferencia científica suscita dudas y escrúpulos morales o más bien sociales.
Yo, realmente, si me hacen esa pregunta que le hicieron numerosas señoras y señoritas a Aznar, les hubiera contestado lo siguiente:
–No, no vayan. No vale la pena de que ustedes asistan.
Aznar, después de discurrir con el talento que tiene y su capacidad periodística sobre la pregunta, contestó bondadosamente que podían ir.
Pero yo creo que no fue la autorización de Aznar lo que hizo que el teatro se llenara. Fue otro visto bueno el que descargó de todo temor y duda la conciencia de señoras y señoritas. El que les dio en sus leidísimas Habaneras, el maestro de la Crónica Social. En el mismo número del Diario de la Marina en que Aznar hablaba de la pregunta que le habían hecho, el gran Fonta al anunciar en su crónica la conferencia que Marañón daría ese día, terminaba de esta manera:
«Pueden asistir las señoras. Se me autoriza a decirlo».
Y las señoras y señoritas asistieron.
1 Con el seudónimo El Curioso Parlanchín, Roig de Leuchsenring firmó los artículos que publicó bajo está sección consagrada en gran medida al estudio y crítica de nuestras costumbres públicas y privadas.