Ante la ausencia en la ciudad del culto y veneración a las flores, el articulista reflexiona sobre la necesidad de rescatar ese amor como base y fundamento de la nacionalidad, porque éstas «simbolizan la tierra y el suelo de nuestra patria, porque deben ser el alimento de nuestro espíritu, porque indican progreso y refinamiento».
Las flores no sólo indican poesía y belleza, demuestran también, arte, gusto, educación, refinamiento, nobleza de alma y tranquilidad de espíritu, progreso y civilización.
Un famosísimo poeta japonés, el Príncipe Ake, nos dice en uno de sus más bellos poemas:
¡Oh! ¡Si las olas blancas,
en el mar de Isé,
fuesen flores,
yo me precipitaría
para cogerlas!
En esta estrofa se encuentran condensados el amor, la ternura y el entusiasmo que siente ese pueblo heroico por las flores.
Y, como si eso no fuera suficiente, Gómez Carrillo, el inimitable cronista, nos cuenta, en páginas deliciosas, interesantísimos detalles que revelan, bien a las claras, en qué consiste, lo que podíamos llamar la Religión de las Flores.
Desde muy niño, el japonés aprende en las leyendas búdhicas y en los consejos de sus mayores, que las flores y los árboles son sus hermanos, que sienten como ellos, sufren y gozan, aman y odian.
Y a medida que los pequeñuelos crecen, va aumentándose también en ellos, ese culto y esa veneración, al extremo de que, hasta en la misma Corte Imperial, las dos más grandes fiestas que anualmente se celebran son, no ya las del santo del Emperador o la Emperatriz, ni el aniversario de alguna batalla famosa, sino la de los Cerezos Floridos, en abril, y la de los Crisantemos en octubre. Y, durante el año, hay, además, numerosas romerías y peregrinaciones populares que se organizan en días especialmente consagrados a las flores.
Pero este culto, no es tan sólo una mera elucubración poética o sentimental, es algo más grande y más noble: es una hermosa manifestación del intenso y hondo patriotismo de los nipones. Aman las flores, los árboles y los campos, como parte de la tierra, como base y fundamento de la nacionalidad. Gómez Carrillo, al que seguimos en este relato, nos da a conocer numerosos ejemplos que así lo comprueban. «En los paisajes más bellos, dice, es donde los samurayes vinculan su patriotismo. Los soldados que urante la última guerra escribían a sus familias, no se mostraban emocionados de un modo profundo sino cuando evocaban el recuerdo de sus jardines natales. Uno exclamaba:
Las flores caídas aquí,
¡oh brisa extranjera!
Se llevan mi corazón
A otras flores, a las flores de mi jardín».
Y hasta la Constitución del Imperio declara que «las tierras japonesas no deben pertenecer sino a los japoneses».
Y es así, como este pueblo, de civilización y costumbres tan distintas a las nuestras, que supo un día asombrar al mundo con sus rápidos progresos y estupendo engrandecimiento, conserva, con el culto de sus fieros antecesores los samurayes, la religión de las flores; y, al mismo tiempo que se apresta para conservar su territorio y poder vencer en cualquier épico evento a sus enemigos, ama también y venera, a las flores y los árboles, porque son sus hermanos y representan y simbolizan la tierra siempre adorada... por la que saben morir con la sonrisa en los labios...
En Europa y en América, aunque no bajo esa forma de culto, se ama también a las flores. En Glasgow y Londres existe la institución de «las ventanas floridas», que se dedica a comprar plantas y macetas para que las familias y casas pobres puedan tener también sus flores. En París hasta se ha creado un hospital botánico.
Y en todas las ciudades importantes del Antiguo y Nuevo continente, como podemos ver en las fotografías que ilustran estas páginas, las flores se cultivan con entusiasmo en jardines públicos y privados, celebrándose también exposiciones y fiestas.
Nosotros, en cambio, cuán distantes estamos de poder ofrecer ese bello espectáculo y ejemplo que presentan las demás naciones.
No amamos las flores. Apenas se fomentan los grandes jardines con fines lucrativos, y éstos, en su mayor parte, se encuentran dirigidos por inexpertos labriegos.
En las residencias particulares del Vedado y algún otro suburbio de la capital, se prefieren los parques ingleses a los jardines.
Si por la mañana o al medio día queremos conseguir unas cuantas flores, es casi seguro que no podremos encontrarlas. Solamente por la noche en la «Acera» se ven cinco o seis hombres vendiendo rosas.
Y no digamos nada de lo antiestético y contraproducente que resultan estos vendedores del género masculino y los que a veces, de día, recorren sucios y mal olientes, nuestras calles, ofreciendo ramos de rosas, confeccionados con hojas de «escoba amarga»!...
La florista, que en todas las grandes ciudades existe, es entre nosotros, casi desconocida.
Las flores están menospreciadas. En las grandes recepciones hay necesidad de importarlas de los Estados Unidos. Las mujeres prefieren llevar en el talle o en el seno flores artificiales y los hombres desdeñan o no se preocupan de su «bouttoniere», tal vez considerándola «la condecoración de los tontos»; ¡como si muchos necesitaran de ella para serlo! Fuera del Vedado y los nuevos repartos, en que las casas están construidas con terreno disponible al frente para jardín, en el centro de La Habana será muy raro encontrar una casa que tenga alguna maceta o un tiesto con flores.
¿Somos tan prácticos y prosaicos que no pensamos más que en las urgentes necesidades de la vida, sin poder preocuparnos de todas aquellas cosas que la alegran, poetizan y ennoblecen?
Las flores no sólo indican poesía y belleza, demuestran también, arte, gusto, educación, refinamiento, nobleza de alma y tranquilidad de espíritu, progreso y civilización.
Una casa, con su jardín, cuidado y floreciente; una habitación, con unas cuantas flores colocadas en macetas o floreros sobre alguna columna o ventana; una mesa, adornada, a la hora de la comida, con flores, ya sueltas, ya en ramos; una mujer, en fin, ofreciendo en su talle rosas, crisantemos u orquídeas o en su seno jazmines, violetas o claveles, son todas, evidentes demostraciones de gusto refinado, de hermosura y alegría.
¡Mujeres y flores!
Si para vivir necesita el hombre a la mujer, pues, como dijo el poeta:
Por ellas morir prefiere
Antes que vivir sin ellas;
A la mujer le son indispensables las flores; y, no debe nunca confiarse, de la que no las quiera.
Y en la comedia del amor, en la que, según Anatole France, tan importante papel desempeñan los escenarios y decoraciones, las flores han ocupado siempre un lugar importantísimo. Ellas son el pretexto para una entrevista, el obsequio y la ofrenda más gratos que puede hacer el hombre a la mujer amada, deseada, antes que los labios se hayan estrechado en espasmo ardoroso, suprema expresión de amor y de vida, ¿no son las flores las que transmiten y devuelven en sus matizadas corolas, misteriosa, poéticamente, con el pretexto y el disimulo de aspirar su perfume, los primeros besos y las primeras caricias?
Y después, en las horas propicias del amor, ya en los coquetones boudoirs, presidiendo desde la jarra o el violetero, el flirt peligroso y encantador, o el asalto franco y resuelto, con sus derrotas y sus victorias, de la pasión y del deseo; o, por último, ya ganada la batalla, cuando oficiamos en los altares de Venus turbulenta, son las flores también las que nos recrean con sus colores y nos embriagan con su perfume.
No sólo de pan vive el hombre. «Nadie come flores, dice Benavente, y flores da la tierra. Muy seco está el corazón que no da flores».
Amémosla, como los nipones, porque son nuestras hermanas, porque simbolizan la tierra y el suelo de nuestra patria, porque deben ser el alimento de nuestro espíritu, porque indican progreso y refinamiento.
Y que sean nuestras mujeres, nuestras deliciosas e incomparables mujeres, las que nos enseñen el amor, la veneración y el culto a las flores. Y puedan ellas decir lo que la famosa Komurasaki de la leyenda nipona dice, en uno de sus cantos de amor, citado por Gómez Carrillo, al ronin Gupachi: «Contemplo estas flores que me habéis enviado, cual si contemplara vuestro rostro. La religión nos enseña que un Dios vive en cada corola. Ante los dioses de este ramillete, os juro amor eterno».
¡Oh! ¡Si las olas blancas,
en el mar de Isé,
fuesen flores,
yo me precipitaría
para cogerlas!
En esta estrofa se encuentran condensados el amor, la ternura y el entusiasmo que siente ese pueblo heroico por las flores.
Y, como si eso no fuera suficiente, Gómez Carrillo, el inimitable cronista, nos cuenta, en páginas deliciosas, interesantísimos detalles que revelan, bien a las claras, en qué consiste, lo que podíamos llamar la Religión de las Flores.
Desde muy niño, el japonés aprende en las leyendas búdhicas y en los consejos de sus mayores, que las flores y los árboles son sus hermanos, que sienten como ellos, sufren y gozan, aman y odian.
Y a medida que los pequeñuelos crecen, va aumentándose también en ellos, ese culto y esa veneración, al extremo de que, hasta en la misma Corte Imperial, las dos más grandes fiestas que anualmente se celebran son, no ya las del santo del Emperador o la Emperatriz, ni el aniversario de alguna batalla famosa, sino la de los Cerezos Floridos, en abril, y la de los Crisantemos en octubre. Y, durante el año, hay, además, numerosas romerías y peregrinaciones populares que se organizan en días especialmente consagrados a las flores.
Pero este culto, no es tan sólo una mera elucubración poética o sentimental, es algo más grande y más noble: es una hermosa manifestación del intenso y hondo patriotismo de los nipones. Aman las flores, los árboles y los campos, como parte de la tierra, como base y fundamento de la nacionalidad. Gómez Carrillo, al que seguimos en este relato, nos da a conocer numerosos ejemplos que así lo comprueban. «En los paisajes más bellos, dice, es donde los samurayes vinculan su patriotismo. Los soldados que urante la última guerra escribían a sus familias, no se mostraban emocionados de un modo profundo sino cuando evocaban el recuerdo de sus jardines natales. Uno exclamaba:
Las flores caídas aquí,
¡oh brisa extranjera!
Se llevan mi corazón
A otras flores, a las flores de mi jardín».
Y hasta la Constitución del Imperio declara que «las tierras japonesas no deben pertenecer sino a los japoneses».
Y es así, como este pueblo, de civilización y costumbres tan distintas a las nuestras, que supo un día asombrar al mundo con sus rápidos progresos y estupendo engrandecimiento, conserva, con el culto de sus fieros antecesores los samurayes, la religión de las flores; y, al mismo tiempo que se apresta para conservar su territorio y poder vencer en cualquier épico evento a sus enemigos, ama también y venera, a las flores y los árboles, porque son sus hermanos y representan y simbolizan la tierra siempre adorada... por la que saben morir con la sonrisa en los labios...
En Europa y en América, aunque no bajo esa forma de culto, se ama también a las flores. En Glasgow y Londres existe la institución de «las ventanas floridas», que se dedica a comprar plantas y macetas para que las familias y casas pobres puedan tener también sus flores. En París hasta se ha creado un hospital botánico.
Y en todas las ciudades importantes del Antiguo y Nuevo continente, como podemos ver en las fotografías que ilustran estas páginas, las flores se cultivan con entusiasmo en jardines públicos y privados, celebrándose también exposiciones y fiestas.
Nosotros, en cambio, cuán distantes estamos de poder ofrecer ese bello espectáculo y ejemplo que presentan las demás naciones.
No amamos las flores. Apenas se fomentan los grandes jardines con fines lucrativos, y éstos, en su mayor parte, se encuentran dirigidos por inexpertos labriegos.
En las residencias particulares del Vedado y algún otro suburbio de la capital, se prefieren los parques ingleses a los jardines.
Si por la mañana o al medio día queremos conseguir unas cuantas flores, es casi seguro que no podremos encontrarlas. Solamente por la noche en la «Acera» se ven cinco o seis hombres vendiendo rosas.
Y no digamos nada de lo antiestético y contraproducente que resultan estos vendedores del género masculino y los que a veces, de día, recorren sucios y mal olientes, nuestras calles, ofreciendo ramos de rosas, confeccionados con hojas de «escoba amarga»!...
La florista, que en todas las grandes ciudades existe, es entre nosotros, casi desconocida.
Las flores están menospreciadas. En las grandes recepciones hay necesidad de importarlas de los Estados Unidos. Las mujeres prefieren llevar en el talle o en el seno flores artificiales y los hombres desdeñan o no se preocupan de su «bouttoniere», tal vez considerándola «la condecoración de los tontos»; ¡como si muchos necesitaran de ella para serlo! Fuera del Vedado y los nuevos repartos, en que las casas están construidas con terreno disponible al frente para jardín, en el centro de La Habana será muy raro encontrar una casa que tenga alguna maceta o un tiesto con flores.
¿Somos tan prácticos y prosaicos que no pensamos más que en las urgentes necesidades de la vida, sin poder preocuparnos de todas aquellas cosas que la alegran, poetizan y ennoblecen?
Las flores no sólo indican poesía y belleza, demuestran también, arte, gusto, educación, refinamiento, nobleza de alma y tranquilidad de espíritu, progreso y civilización.
Una casa, con su jardín, cuidado y floreciente; una habitación, con unas cuantas flores colocadas en macetas o floreros sobre alguna columna o ventana; una mesa, adornada, a la hora de la comida, con flores, ya sueltas, ya en ramos; una mujer, en fin, ofreciendo en su talle rosas, crisantemos u orquídeas o en su seno jazmines, violetas o claveles, son todas, evidentes demostraciones de gusto refinado, de hermosura y alegría.
¡Mujeres y flores!
Si para vivir necesita el hombre a la mujer, pues, como dijo el poeta:
Por ellas morir prefiere
Antes que vivir sin ellas;
A la mujer le son indispensables las flores; y, no debe nunca confiarse, de la que no las quiera.
Y en la comedia del amor, en la que, según Anatole France, tan importante papel desempeñan los escenarios y decoraciones, las flores han ocupado siempre un lugar importantísimo. Ellas son el pretexto para una entrevista, el obsequio y la ofrenda más gratos que puede hacer el hombre a la mujer amada, deseada, antes que los labios se hayan estrechado en espasmo ardoroso, suprema expresión de amor y de vida, ¿no son las flores las que transmiten y devuelven en sus matizadas corolas, misteriosa, poéticamente, con el pretexto y el disimulo de aspirar su perfume, los primeros besos y las primeras caricias?
Y después, en las horas propicias del amor, ya en los coquetones boudoirs, presidiendo desde la jarra o el violetero, el flirt peligroso y encantador, o el asalto franco y resuelto, con sus derrotas y sus victorias, de la pasión y del deseo; o, por último, ya ganada la batalla, cuando oficiamos en los altares de Venus turbulenta, son las flores también las que nos recrean con sus colores y nos embriagan con su perfume.
No sólo de pan vive el hombre. «Nadie come flores, dice Benavente, y flores da la tierra. Muy seco está el corazón que no da flores».
Amémosla, como los nipones, porque son nuestras hermanas, porque simbolizan la tierra y el suelo de nuestra patria, porque deben ser el alimento de nuestro espíritu, porque indican progreso y refinamiento.
Y que sean nuestras mujeres, nuestras deliciosas e incomparables mujeres, las que nos enseñen el amor, la veneración y el culto a las flores. Y puedan ellas decir lo que la famosa Komurasaki de la leyenda nipona dice, en uno de sus cantos de amor, citado por Gómez Carrillo, al ronin Gupachi: «Contemplo estas flores que me habéis enviado, cual si contemplara vuestro rostro. La religión nos enseña que un Dios vive en cada corola. Ante los dioses de este ramillete, os juro amor eterno».