Cronista extraordinario en sus días, pudo legar para su tiempo y el presente interesantes asuntos cotidianos. Sin embargo, con estas líneas, Roig de Leuchsenring estrenaría nuevas emociones y en un plano perceptivo diferente: desde los aires, montado en un aeroplano, como se le diría entonces. En este artículo nos ofrece sus impresiones de aquel viaje aéreo efectuado en una tarde habanera.
«Ya estamos en los aires. No se siente nada extraordinario. Ni vértigos ni mareo. Miro hacia abajo y ese 'terror del abismo', que nos da al encontrarnos en lo más alto de altísimos edificios, no lo experimento tampoco», dijo de su primer viaje aéreo
El curioso observador de nuestras costumbres que dentro de media centuria hojee en alguna biblioteca pública – es que para entonces tiene ya esta capital bibliotecas que valga la pena visitarlas– la prensa habanera de nuestros días, leerá en ella, sin duda con asombro y tal vez con desprecio o lástima hacia la actual generación, las noticias o los artículos que de un tiempo a esta parte se vienen publicando ya sobre el viaje aéreo realizado por un aeroplano de un lugar a otro de la isla y el entusiasmo y curiosidad que el avión despertó en los distintos pueblos de su recorrido, ya la lista de las personas que realizaron vuelos este o el otro día, ya, en fin, el relato que alguno de esos viajeros, literatos o periodistas, hace de sus impresiones aéreas.
–¡Qué atrasada estaba aquella pobre gente! –á ese curioso «costumbrista».–¡Llamarles la atención un aeroplano! ¡Referir la sensación que se refleja en un viaje aéreo!
Y su asombro y lástima hacia nosotros serán grandes como el que nosotros sentiríamos por el que hoy se ocupara de contarnos lo que se experimenta viajando en automóvil, en ferrocarril o en tranvía.
Estas y otras consideraciones análogas me han hecho ahora – en mi mesa de trabajo, frente a las blancas cuartillas–, vacilar un momento antes de escribir las impresiones sobre mi primer viaje en aeroplano, realizado esta tarde.
{mosimage}Pero, me he dicho a mí mismo enseguida, ¿después de mi hazaña – hazaña constituye hoy en día volar– he de temer a un ridículo a cincuenta años vista...
Y tomando la pluma, escribo...
Cuando llegamos a la Capitanía del Puerto el señor José Caminero, (primer cubano que con fines comerciales ha realizado un viaje aéreo de Estados Unidos a Cuba y «promotor» de la Compañía Cubana Americana de Aviación) y yo, varias personas esperaban turno para volar sobre la ciudad.
En un guadaño, como para hacer resaltar más el contraste entre lo antiguo y lo moderno, nos dirigimos todos hacia el avión, que como inmensa gaviota con sus alas tendidas, se balanceaba suavemente sobre la superficie de las aguas.
Un señor, con el aspecto característico de los touristas yankees y provisto de su correspondiente kodak; saltó sobre la barquilla, como persona familiarizada con toda clase de aventuras y peripecias, cosa natural en un trotamundos.
Cuando ya de regreso acuatizó el avión junto a nosotros, otro individuo se dispuso a subir «a bordo». Hombre entrado en años, alto, delgado, notábase en toda su persona, desde que abandonó el muelle, cierta agitación e inquietud. Nerviosamente se pasaba por el rostro el pañuelo, estrujándolo después en las manos.–¿Creen ustedes que habrá peligro? – había preguntado repetidas veces. Tropezando llegó hasta la barquilla. Ya sentado lo vimos sacar su reloj, mirar la hora, y dándose con la mano un golpe en la cabeza, como el que recuerda repentinamente algo olvidado, exclamar:
–¡Qué contrariedad! Tengo que dejar el vuelo para otro día, porque se ha hecho muy tarde y precisamente a esta hora tenía una cita con un amigo, que me debe estar aguardando ya.
Con una graciosa y burlona sonrisa en los labios se levantó entonces una muchacha que en compañía de un joven – hermano, al parecer– había embarcado en el guadaño. Se quitó el sombrero entregándoselo al acompañante y resuelta, saltó a la barquilla del avión, no sin habernos regalado con la visión, fugitiva y rápida, de una pierna hermosa, mórbida y bien torneada, cubierta por fina media de transparente seda. Mientras el piloto daba «cranque» al motor, la joven viajera abrió su «vanity-case», se contempló un momento en el diminuto espejo, arreglándose, tranquilamente, cual si hubiera estado frente a la «coqueta» de su cuarto, los rizos rebeldes de su negra cabellera, que la brisa, juguetona y acariciadora, había puesto en desorden... Cuando la máquina se remontó, la bella e intrépida viajera nos dijo adiós, agitando graciosamente su pañuelo, cual blanca y diminuta paloma que revoleteara junto al avión.
–¡Qué delicioso es volar; y qué bonita luce La Habana desde los aires! – las primeras palabras que pronunció la joven al descender del aparato.
– qué doblemente guapa es usted –é yo.
–. Ha llegado su turno – dijo el señor Caminero.
Me trasbordé del barquichuelo al avión, acomodándome junto al piloto Mr. Durston G. Richardson (joven, simpático y valiente «driver» aéreo que ha realizado la travesía Key West-Habana, varias veces, la última, no hace mucho, de una manera dramática, con vistas a lo trágico, pues por habérsele acabado la gasolina, a causa de la rotura del tanque, se vio obligado a acuatizar cerca de las Bocas de Jaruco, donde al cabo de tres días de creérsele perdido, lo encontró, sano y salvo, un piloto del Ejército).
El aparato que ahora ocupo yo como pasajero, es el mismo de aquella sensacional aventura. Un «flying boat», o «bote volador», de la marca «Aeromarine», ligero, de corte y líneas elegantes, con capacidad para dos personas: el piloto y su acompañante. Mientras Richardson da «cranque», me pongo unos espejuelos de automovilista.
–¿Ready? – pregunta el piloto.
– – contesto.
Con gran estrépito de su potente motor, el avión arranca. Surca las aguas de la bahía, ligero y rápido, levantando a uno y otro lado, breves montañas de espuma que nos salpican refrescan el rostro. Cerca del Morro comienza a abandonar, suave y lentamente la superficie del mar. Ya estamos en los aires. No se siente nada extraordinario. Ni vértigos ni mareo. Miro hacia abajo y ese «terror del abismo», que nos da al encontrarnos en lo más alto de altísimos edificios, no lo experimento tampoco. Pero de repente veo y siento que el aparato se inclina en forma que a mí me parece acercarse cada vez más a la perpendicular. Nos vamos de lado, hacia el mar, sin remedio. Seguramente se ha roto alguno de los «planos», o el motor. ¿Para qué me habré yo metido en estas andanzas? ¡Qué bien hizo aquel pobre hombre en inventar el pretexto de una cita, y dejarse de vuelos! Agarrado fuertemente a la borda de la «barquilla» evito el caerme... Pero ya volamos horizontalmente, ahora mar afuera, dejando atrás la fortaleza del Morro. Todo ha sido sencillamente, un «viraje».–¡Podía usted haberme avisado, mister Richardson, – digo, repuesto a medias del susto, al piloto, que no me oye, porque el ruido del motor lo impide, a no ser que se hable a gritos.
Nos vamos elevando. Y sobre la Farola el piloto da uno, dos, tres «virajes», que ahora, más acostumbrado, me parecen a mí de una sensación deliciosa, ¡aunque siempre me acordaré del primero!
Seguimos subiendo. Seiscientos, mil, mil doscientos, dos mil pies, sobre el nivel del mar, señala un aparato colocado frente a nosotros. A esa altura el espectáculo es maravilloso. A no ser por el ruido del motor, creeríamos que nos encontramos, inmóviles, sostenidos en los aires por hilos invisibles. A lo lejos la ciudad se esfuma, se pierde. El mar, de un azul turquí, al principio, parece cada vez más claro, como la límpida superficie de un inmenso espejo.
Por mi mente desfilan en un instante y se atropellan rápidas y fugaces unas tras otras las ideas. Recuerdo los esfuerzos realizados por el hombre tras la conquista del aire – único elemento no dominado hasta hoy– desde la leyenda ovídica de Icaro volando con su padre Dédalo rumbo a Sicilia: «si la tierra y las ondas nos cierran el paso, el cielo está abierto y por él nos iremos», utópico sueño, desvanecido bien pronto, al desprendérseles, con el calor del sol, las plumas pegadas con cera, de sus alas artificiales; los estudios sobre el vuelo de las aves de ese genio maravilloso y taumaturgo que se llama Leonardo Da Vinci; y mil infructuosas tentativas más realizadas en distintas épocas y por diversos procedimientos; los globos dirigibles de Montgolfier, precursores de los modernos dirigibles y zeppelines; las máquinas dirigibles con motor a vapor; los afortunados ensayos de los hermanos Wright y del brasileño Santos Dumont, ya en nuestros días, precipitándose cada vez más los éxitos, hasta llegar a la hazaña estupenda de Bleriot, atravesando el Canal de la Mancha. Después, numerosos aviadores en Europa y América, asombran con sus progresos; se utiliza al aeroplano como máquina militar, destructora de vidas y símbolo de barbarie y de muerte, ¡oh contrasentidos del progreso y la civilización! Viene la paz, y las enseñanzas de la guerra se ponen entonces al servicio del comercio y de la industria. Así estamos hoy. ¿Qué sorpresas nos reservará el porvenir?
Pensando inconscientemente en estas cosas, veo que hemos llegado a la altura de la Playa de Marianao. Viramos hacia La Habana. El sol, sepultándose lentamente tras el horizonte, lanza sus rayos que al refractarse en las nubes lejanas, semejan un incendio, un prodigioso incendio, en el que todos los colores del iris se mezclan, se confunden y se suceden y desvanecen. Comienza el reinado de las sombras. Las nubes, después de formar caprichosas figuras, unas se deshacen y descomponen, otras corren veloces hasta perderse.
Estamos sobre El Vedado. Volando a menos altura, unos ochocientos pies, el paisaje no es menos bello. Se ven las calles rectas y bien trazadas, y a uno y otro lado las casas y chalets, con la verde salpicadura de los jardines. Los tranvías, con sus luces encendidas ya, parecen luciérnagas que corrieran de uno a otro lado. El parque Maceo con la estatua del Titán, a manera de un pisapapel rematado en diminuto caballo. La blanca y ondulante cinta del Malecón surcada por automóviles, algo más pequeños que de juguete. El Prado, con sus tonos blanco y verde. A lo lejos, como queriendo inútilmente trepar hacia lo alto, la aguja del nuevo templo de los Jesuitas. Aquí y allá van encendiéndose las luces de las calles.
Volvemos hacia la bahía y, casi a ras de mar, nos internamos en ella recorriéndola, en incontables «virajes» entre los barcos anclados. Los marineros nos saludan, interrumpiendo un momento sus faenas. Varios submarinos reposan, junto a un barco de guerra, como gatitos a los que estuviera amamantando su madre.
Descendemos. La quilla del avión corta el agua, que al sentirse bruscamente acariciada, como mujer ardiente, a quien halaga la ruda y brutal posesión, le devuelve, lúbrica y gozosa, envuelta en la blanca espuma de sus ondas, sus besos sensuales y enervantes. Del avión, otra vez al anticuado guadaño, y... a tierra, a la ciudad.
–¡Qué atrasada estaba aquella pobre gente! –á ese curioso «costumbrista».–¡Llamarles la atención un aeroplano! ¡Referir la sensación que se refleja en un viaje aéreo!
Y su asombro y lástima hacia nosotros serán grandes como el que nosotros sentiríamos por el que hoy se ocupara de contarnos lo que se experimenta viajando en automóvil, en ferrocarril o en tranvía.
Estas y otras consideraciones análogas me han hecho ahora – en mi mesa de trabajo, frente a las blancas cuartillas–, vacilar un momento antes de escribir las impresiones sobre mi primer viaje en aeroplano, realizado esta tarde.
{mosimage}Pero, me he dicho a mí mismo enseguida, ¿después de mi hazaña – hazaña constituye hoy en día volar– he de temer a un ridículo a cincuenta años vista...
Y tomando la pluma, escribo...
Cuando llegamos a la Capitanía del Puerto el señor José Caminero, (primer cubano que con fines comerciales ha realizado un viaje aéreo de Estados Unidos a Cuba y «promotor» de la Compañía Cubana Americana de Aviación) y yo, varias personas esperaban turno para volar sobre la ciudad.
En un guadaño, como para hacer resaltar más el contraste entre lo antiguo y lo moderno, nos dirigimos todos hacia el avión, que como inmensa gaviota con sus alas tendidas, se balanceaba suavemente sobre la superficie de las aguas.
Un señor, con el aspecto característico de los touristas yankees y provisto de su correspondiente kodak; saltó sobre la barquilla, como persona familiarizada con toda clase de aventuras y peripecias, cosa natural en un trotamundos.
Cuando ya de regreso acuatizó el avión junto a nosotros, otro individuo se dispuso a subir «a bordo». Hombre entrado en años, alto, delgado, notábase en toda su persona, desde que abandonó el muelle, cierta agitación e inquietud. Nerviosamente se pasaba por el rostro el pañuelo, estrujándolo después en las manos.–¿Creen ustedes que habrá peligro? – había preguntado repetidas veces. Tropezando llegó hasta la barquilla. Ya sentado lo vimos sacar su reloj, mirar la hora, y dándose con la mano un golpe en la cabeza, como el que recuerda repentinamente algo olvidado, exclamar:
–¡Qué contrariedad! Tengo que dejar el vuelo para otro día, porque se ha hecho muy tarde y precisamente a esta hora tenía una cita con un amigo, que me debe estar aguardando ya.
Con una graciosa y burlona sonrisa en los labios se levantó entonces una muchacha que en compañía de un joven – hermano, al parecer– había embarcado en el guadaño. Se quitó el sombrero entregándoselo al acompañante y resuelta, saltó a la barquilla del avión, no sin habernos regalado con la visión, fugitiva y rápida, de una pierna hermosa, mórbida y bien torneada, cubierta por fina media de transparente seda. Mientras el piloto daba «cranque» al motor, la joven viajera abrió su «vanity-case», se contempló un momento en el diminuto espejo, arreglándose, tranquilamente, cual si hubiera estado frente a la «coqueta» de su cuarto, los rizos rebeldes de su negra cabellera, que la brisa, juguetona y acariciadora, había puesto en desorden... Cuando la máquina se remontó, la bella e intrépida viajera nos dijo adiós, agitando graciosamente su pañuelo, cual blanca y diminuta paloma que revoleteara junto al avión.
–¡Qué delicioso es volar; y qué bonita luce La Habana desde los aires! – las primeras palabras que pronunció la joven al descender del aparato.
– qué doblemente guapa es usted –é yo.
–. Ha llegado su turno – dijo el señor Caminero.
Me trasbordé del barquichuelo al avión, acomodándome junto al piloto Mr. Durston G. Richardson (joven, simpático y valiente «driver» aéreo que ha realizado la travesía Key West-Habana, varias veces, la última, no hace mucho, de una manera dramática, con vistas a lo trágico, pues por habérsele acabado la gasolina, a causa de la rotura del tanque, se vio obligado a acuatizar cerca de las Bocas de Jaruco, donde al cabo de tres días de creérsele perdido, lo encontró, sano y salvo, un piloto del Ejército).
El aparato que ahora ocupo yo como pasajero, es el mismo de aquella sensacional aventura. Un «flying boat», o «bote volador», de la marca «Aeromarine», ligero, de corte y líneas elegantes, con capacidad para dos personas: el piloto y su acompañante. Mientras Richardson da «cranque», me pongo unos espejuelos de automovilista.
–¿Ready? – pregunta el piloto.
– – contesto.
Con gran estrépito de su potente motor, el avión arranca. Surca las aguas de la bahía, ligero y rápido, levantando a uno y otro lado, breves montañas de espuma que nos salpican refrescan el rostro. Cerca del Morro comienza a abandonar, suave y lentamente la superficie del mar. Ya estamos en los aires. No se siente nada extraordinario. Ni vértigos ni mareo. Miro hacia abajo y ese «terror del abismo», que nos da al encontrarnos en lo más alto de altísimos edificios, no lo experimento tampoco. Pero de repente veo y siento que el aparato se inclina en forma que a mí me parece acercarse cada vez más a la perpendicular. Nos vamos de lado, hacia el mar, sin remedio. Seguramente se ha roto alguno de los «planos», o el motor. ¿Para qué me habré yo metido en estas andanzas? ¡Qué bien hizo aquel pobre hombre en inventar el pretexto de una cita, y dejarse de vuelos! Agarrado fuertemente a la borda de la «barquilla» evito el caerme... Pero ya volamos horizontalmente, ahora mar afuera, dejando atrás la fortaleza del Morro. Todo ha sido sencillamente, un «viraje».–¡Podía usted haberme avisado, mister Richardson, – digo, repuesto a medias del susto, al piloto, que no me oye, porque el ruido del motor lo impide, a no ser que se hable a gritos.
Nos vamos elevando. Y sobre la Farola el piloto da uno, dos, tres «virajes», que ahora, más acostumbrado, me parecen a mí de una sensación deliciosa, ¡aunque siempre me acordaré del primero!
Seguimos subiendo. Seiscientos, mil, mil doscientos, dos mil pies, sobre el nivel del mar, señala un aparato colocado frente a nosotros. A esa altura el espectáculo es maravilloso. A no ser por el ruido del motor, creeríamos que nos encontramos, inmóviles, sostenidos en los aires por hilos invisibles. A lo lejos la ciudad se esfuma, se pierde. El mar, de un azul turquí, al principio, parece cada vez más claro, como la límpida superficie de un inmenso espejo.
Por mi mente desfilan en un instante y se atropellan rápidas y fugaces unas tras otras las ideas. Recuerdo los esfuerzos realizados por el hombre tras la conquista del aire – único elemento no dominado hasta hoy– desde la leyenda ovídica de Icaro volando con su padre Dédalo rumbo a Sicilia: «si la tierra y las ondas nos cierran el paso, el cielo está abierto y por él nos iremos», utópico sueño, desvanecido bien pronto, al desprendérseles, con el calor del sol, las plumas pegadas con cera, de sus alas artificiales; los estudios sobre el vuelo de las aves de ese genio maravilloso y taumaturgo que se llama Leonardo Da Vinci; y mil infructuosas tentativas más realizadas en distintas épocas y por diversos procedimientos; los globos dirigibles de Montgolfier, precursores de los modernos dirigibles y zeppelines; las máquinas dirigibles con motor a vapor; los afortunados ensayos de los hermanos Wright y del brasileño Santos Dumont, ya en nuestros días, precipitándose cada vez más los éxitos, hasta llegar a la hazaña estupenda de Bleriot, atravesando el Canal de la Mancha. Después, numerosos aviadores en Europa y América, asombran con sus progresos; se utiliza al aeroplano como máquina militar, destructora de vidas y símbolo de barbarie y de muerte, ¡oh contrasentidos del progreso y la civilización! Viene la paz, y las enseñanzas de la guerra se ponen entonces al servicio del comercio y de la industria. Así estamos hoy. ¿Qué sorpresas nos reservará el porvenir?
Pensando inconscientemente en estas cosas, veo que hemos llegado a la altura de la Playa de Marianao. Viramos hacia La Habana. El sol, sepultándose lentamente tras el horizonte, lanza sus rayos que al refractarse en las nubes lejanas, semejan un incendio, un prodigioso incendio, en el que todos los colores del iris se mezclan, se confunden y se suceden y desvanecen. Comienza el reinado de las sombras. Las nubes, después de formar caprichosas figuras, unas se deshacen y descomponen, otras corren veloces hasta perderse.
Estamos sobre El Vedado. Volando a menos altura, unos ochocientos pies, el paisaje no es menos bello. Se ven las calles rectas y bien trazadas, y a uno y otro lado las casas y chalets, con la verde salpicadura de los jardines. Los tranvías, con sus luces encendidas ya, parecen luciérnagas que corrieran de uno a otro lado. El parque Maceo con la estatua del Titán, a manera de un pisapapel rematado en diminuto caballo. La blanca y ondulante cinta del Malecón surcada por automóviles, algo más pequeños que de juguete. El Prado, con sus tonos blanco y verde. A lo lejos, como queriendo inútilmente trepar hacia lo alto, la aguja del nuevo templo de los Jesuitas. Aquí y allá van encendiéndose las luces de las calles.
Volvemos hacia la bahía y, casi a ras de mar, nos internamos en ella recorriéndola, en incontables «virajes» entre los barcos anclados. Los marineros nos saludan, interrumpiendo un momento sus faenas. Varios submarinos reposan, junto a un barco de guerra, como gatitos a los que estuviera amamantando su madre.
Descendemos. La quilla del avión corta el agua, que al sentirse bruscamente acariciada, como mujer ardiente, a quien halaga la ruda y brutal posesión, le devuelve, lúbrica y gozosa, envuelta en la blanca espuma de sus ondas, sus besos sensuales y enervantes. Del avión, otra vez al anticuado guadaño, y... a tierra, a la ciudad.