Acerca de estas misivas «pequeñas y perfumadas, en las que, ocultas tras el misterio de un nombre o un seudónimo, sin el temor de indiscreto reconocimiento, se nos revelan, a nosotros pobres y olvidados escritores, complicados problemas de amor, las dudas y vacilaciones que embargan ingenuo corazón femenino, íntimos dramas y verdaderas tragedias».
Solamente nosotros, los que a diario pretendemos trasladar al papel, arrancándolos de la realidad, pedazos de vida y, a veces, bajamos hasta lo más profundo de las almas –de nuestra alma también– y, sorprendiendo sus secretos, de ellos nos servimos para forjar historias de amor, escritas muchas, tal vez, glosando en la trama novelesca nuestras propias angustias, nuestros propios dolores; solamente nosotros sabemos del encanto indecible de esas cartas de mujer, más hermosas, más sinceras, más nobles, si cabe, que esas otras cartas de amor que guardan los verdaderos amantes como el recuerdo de unos días de placer o de dolor, porque en éstas las mujeres en raras ocasiones se entregan por completo, y, aún cuando lo hacen, todas sus misivas juntas, no valen, al decir de un psicólogo femenino, lo que una mirada, una sonrisa, un suspiro suyos.
Cartas deliciosas las que nosotros recibimos, en las que las mujeres, como no lo harían con el confesor espiritual o el viejo médico que las vio nacer, nos abren su corazón, revelándonos sus cuitas, sus temores, sus dudas, sus tristezas, sus desgracias y también sus alegrías. Ni el artista, ni el actor, ni el guerrero, ni el hombre público, que en el apogeo de la celebridad y de la gloria reciben las misivas apasionadas, melancólicas o tiernas de tantas mujeres, amadas de un día o pasión de toda la vida, han leído jamás estas cartas que sólo para nosotros se escriben.
Y es fenómeno raro y maravilloso observar cómo, sin conocerse, sin tratarse, se establece entre el escritor y sus ignoradas lectoras identificación tan absoluta y admirable; cómo se realiza eso que tú calificas: «milagro maravilloso de compenetrarse con otra alma, ese misterioso incomprensible de la unión perfecta de dos espíritus».
Siguen paso a paso nuestra labor, van sorprendiendo en nuestros artículos o libros todos nuestros sentimientos, nuestros diversos estados de alma; a veces adivinan y descubren lo que nosotros mismos nunca hubiéramos podido descifrar, sugestionados por la intensidad de la pasión o la ruda lucha de la existencia.
Vaciamos en nuestros trabajos confusa y desordenadamente –como nuestra vida– el alma entera, y esos latidos de nuestro corazón, esas palpitaciones de nuestro ser, hallan eco piadoso en un corazón de mujer que –grande y noble– al ver reproducidos en los nuestros sus mismos sentimientos, sus mismas ansias y sus mismos anhelos, olvida y echa a un lado el estudiado disimulo, simulación y fingimiento sociales, y viene hasta nosotros sin velos, sin convencionalismos, sincera y confiadamente.
«Quiero ser leal contigo, –me dices– enseñarte mis defectos, mis miserias, con todas mis luchas, mis victorias, mis derrotas y mis heridas... Tú serás mi juez... pero sé compasivo». Y enseguida me das la explicación de esa confianza que sin conocerme has querido depositar en mí. «En tus trabajos, –afirmas– tú me has mostrado tú espíritu, me has dejado ver también tu alma, allá muy oculta, con todo su perfume, sus grandezas, sus debilidades».
¡Oh, qué sería del mundo si pusiésemos un algo más de sinceridad en la vida, si viviésemos un poco más con nosotros mismos y un poco menos para la sociedad y sus estúpidos convencionalismos y ridículas hipocresías!
Maravillosas y amadas cartas de mujer, tan sólo para nosotras escritas –felices en nuestra desgracia;– perfumadas misivas, que nos han hecho amaros y comprenderos, porque en ellas ponéis al desnudo toda vuestra alma, generosa, grande, noble, digna, compasiva, tierna, elevada y magnífica –como ninguna– cuando no la oculta ese manto, mentiroso y mísero, que ponen la religión y la sociedad sobre el corazón de las mujeres con el único fin, no confesado, de hacerlas, no más bellas, sino más fáciles; no más felices, sino más sufridas; no más puras, sino más dócilmente explotables...
Cartas adoradas, que guardamos cuidadosos y avaros, como tesoro inapreciable. ¡Son almas de mujer!
A veces, entre ellas, descubrimos y encontramos la Mujer.
«Yo no sé cuál será el fin; hasta dónde llegaremos nosotros dos –dices en tu carta– pero puedo asegurarte que cuando la realidad, las impurezas y la imbecilidad humana me abrumen, me hagan perder hasta la fe en mí mismo, iré a ti, a respirar una bocanada de aire fresco y vivificante... Todo lo bueno que haya en mí te lo ofrezco. Quizá te sirva de consuelo algún día».
¿Serás tú la Esperada?
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.