Observador habitual de su entorno social, el cronista diserta y testimonia en estas líneas sobre las deficiencias culturales que nos aquejaban en cuanto a flores y plantas ornamentales... en algunas áreas capitalinas donde habitaba el hombre, o al menos, por donde pasaba éste, aun cuando fuese de manera circunstancial.
Fuera de El Vedado y los nuevos Repartos, en que las casas están construidas con terreno disponible para jardines, en el resto de La Habana será muy raro encontrar una casa que tenga alguna maceta o tiesto con flores.
Decíamos en el artículo anterior1 que nosotros los cubanos estamos muy distantes de poder ofrecer ese bello espectáculo y ejemplo que presentan otros muchos países, de amor, culto y dedicación especial a las flores y a los árboles; que nosotros no solo dejamos de ocuparnos de unas y otros, sino que más bien los odiamos.
No amamos las flores. En La Habana solo se fomentan los grandes jardines con fines lucrativos para la venta y uso de las flores en duelos, adornos de iglesias, en ceremonias nupciales, o de salones, en banquetes o bailes. Y en este ramo de la floricultura artística somos acreedores a algunas de esas casas comerciales, como El Fénix, por ejemplo, de ofrecernos elocuentes enseñanzas artísticamente aplicadas de todo lo bello que puede hacerse con las flores, hábilmente cultivadas y artísticamente aplicadas en trabajos decorativos.
Pero, en las residencias particulares de El Vedado, de la Víbora o de los Repartos, se prefieren los parques ingleses a los jardines. Al frente y los costados de las casas, chalets y palacetes, el espacio de terreno destinado a jardín, solo tiene de tal alguno que otro cantero con unos pocos rosales.
Jardines públicos del Estado o el Municipio, solo existe el Jardín Botánico de la Universidad, que por el uso a que se destina, está precisamente cerrado al público.
Ese espectáculo maravilloso que se observa en las Ramblas de Barcelona, cubiertas de múltiples puestecitos de flores, no se da, ni mucho menos, en La Habana. Si por la mañana o al medio día queremos conseguir unas cuantas flores, es casi seguro que no las encontraremos, a no ser que vayamos a los grandes jardines comerciales. Solamente por la noche, en la Acera del Louvre, se ven cinco o seis hombres vendiendo rosas en toscas canastas.
¡Hombres, vendiendo flores! Y las mujeres, ¿para qué se quedan? La florista, bella, alegre, pizpireta, que en otras ciudades existe, es entre nosotros desconocida.
Tenemos, en cambio, el espectáculo antiestético, grotesco y contraproducente de esos vendedores del género masculino, ya estacionados en la Acera o en los alrededores del Cementerio, ya recorriendo, sucios y mal olientes, nuestras calles ofreciendo burdos ramos de rosas confeccionados con cualquier clase de yerbas, como escoba amarga y otras por el estilo.
Las flores están menospreciadas. Y hasta las mujeres prefieren llevar en el talle o en el seno flores artificiales, y los hombres desdeñan o no se preocupan de su bouttoniere, tal vez considerándola «la condecoración de los tontos», ¡como si muchos necesitaran de ella para serlo!
Fuera de El Vedado y los nuevos Repartos, en que las casas están construidas con terreno disponible (aunque casi siempre de proporciones insignificantes) para jardines, en el resto de La Habana será muy raro encontrar una casa que tenga alguna maceta o tiesto con flores.
Nuestros parques... pero, ¿tenemos nosotros algún parque que merezca el nombre de tal?
¿El Prado? ¿El Parque Central? ¿El de Maceo? Esos, en realidad, no son parques; son plazas, pequeñas, mal adornadas, sin gusto ni arte alguno. El único parque, en el centro de La Habana, que merece ser citado, es el Campo de Marte, que ahora, con un desacierto enorme, piensa destinarse a parque infantil con lo cual se afearán los alrededores del Capitolio, pues los parques infantiles son, por necesidad, feos, y a ellos deben destinarse espacios grandes de terreno en barrios de población nutrida, y no en sitio tan céntrico como el del Campo de Marte, rodeado, además, de líneas de tranvías y edificios cercanos. El Parque Central, es una plaza pueblerina; el Prado o Paseo de Martí, una corta avenida y el Parque de Maceo... un desastre de mal gusto, que está pidiendo, a gritos, un buen ras de mar que arrase con todo lo que hay allí.
Solamente en algunos Repartos existen pequeños bellos parques: el de Mendoza, en la Víbora; los de los repartos de Miramar, Almendares y Alturas de Almendares, y en El Vedado, el Parque Gonzalo de Quesada.
Pero, aún en esos parques, las flores brillan casi siempre, por su ausencia. Todo se reduce a yerbita a la inglesa, propio en otros climas, pero impropios para Cuba.
Nuestro sol ardiente, nuestro sofocante calor demandan árboles y árboles, a granel, y en todas partes: en calles, plazas, avenidas, jardines particulares. Pero árboles de verdad, y no esos árboles con facha de arbustos de salón que ahora nos gastamos. No sé a qué cerebro anquilosado se le ocurriría la idea peregrinamente absurda de convertir los árboles de La Habana y sus alrededores en arbustos. El árbol se utiliza en las ciudades para que dé sombra; por lo tanto no se cortan sus ramas por la parte de arriba, ni se le dan esas formas de arbolitos de nacimientos de juguete; sino que al contrario se deja que sus ramas crezcan y se extiendan. Aquí, una o dos veces al año se podan los árboles dejándolos en cueros o mejor dicho solo con el tronco. Con ello, se logra que jamás crezcan, y, por lo tanto, no den sombra. ¿Es eso lo que se persigue?
Algunas personas me han dicho, que se les poda así, para que no se sequen o enfermen, lo cual, de ser cierto, demuestra la ignorancia de los que en Cuba se ocupan oficial u oficiosamente de estas cosas. Lo que esos árboles necesitan –y es lo que se hace con ellos en otras ciudades– es regarlos diaria y abundantemente, podándolos, sí, pero en sus ramas inferiores, con inteligencia y cuidado, para que progresen en tamaño y frondosidad.
Y en estos días, ese odio al árbol ha llegado a convertirse en guerra a muerte. Hoy, en El Vedado, en la Calzada de la Infanta, en Carlos III, y otros lugares, se están arrancando los árboles de esas calles y avenidas, o podándolos de tal manera que solo se les deja el tronco y dos o tres muñones. ¿Por qué y por quién se está haciendo esta salvajada?
¿Quién es el llamado oficialmente a evitarlo? ¿Es usted señor Secretario de Obras Públicas? ¡Quién sabe!... A lo mejor resulta que es el de Instrucción Pública o Justicia el que corre con estos asuntos. ¿No es el de Agricultura el que corre con la propiedad intelectual?
Aquí, en La Habana, cualquier particular se cree con derecho a hacer con los árboles de frente a su casa lo que le viene en ganas: arrancarlos, podarlos caprichosamente, o sembrar otros a su gusto, formándose, en este último caso, como ya sucede, un mosaico de numerosas especies de árboles en las calles: álamos, pinos, etc., etc.
Es necesario, o que se haga cumplir la ley, si es que existen ley o reglamento sobre el particular, que lo dudo, o que alguien –autoridad o corporación tome cartas en el asunto. O, si no, ¿quién desea constituir la Sociedad Protectora de Árboles y Flores?
¿Somos tan prácticos y prosaicos que no pensamos más que en las urgentes y materiales necesidades de la vida, sin poder preocuparnos de todas aquellas cosas, como los árboles y las flores, que la alegran, poetizan, ennoblecen y hacen más confortable?
Las flores y los árboles no solo indican poesía y belleza; demuestran también arte, gusto, educación, refinamiento, nobleza de alma, tranquilidad de espíritu, progreso y civilización.
Una casa con su jardín cuidado y floreciente; una habitación con unas cuantas plantas en macetas, o flores en jarras o floreros, sobre alguna mesa, columna o ventana; una mesa adornada, a la hora de la comida, con flores, artísticamente combinadas; una ciudad o pueblo con jardines, parques, plazas y avenidas adornadas y protegidos del sol con plantas y árboles; una mujer en fin, ostentando, ya en su casa, en su habitación, ya en su cuerpo, rosas, crisantemos, orquídeas, jazmines, violetas, claveles... son todas evidentes demostraciones de gusto refinado, de hermosura y alegría.
¡Mujeres y flores!
Si para vivir necesita el hombre de la mujer, pues, como dijo el poeta:
«Por ellas morir prefiere
antes que vivir sin ellas»
a la mujer le son indispensables las flores; son su complemento y adorno más adecuado y bello.
Y en la comedia –¿dije comedia o sainete?– del amor, en la que según Anatole France, tan importante papel desempeñan los escenarios y decoraciones, las flores han ocupado siempre un lugar importantísimo. Ellas son el pretexto para una entrevista, el obsequio y la ofrenda más gratos que puede hacer el hombre a la mujer amada y deseada, el primer lazo de unión que entre ellos se establece; y, antes que los labios se hayan estrechado en espasmo amoroso, maravillosa expresión de amor y de vida, ¿no son las flores las que transmiten y devuelven en sus matizadas corolas, misteriosas, poéticamente, con el pretexto y el disimulo de aspirar su perfume, los primeros besos y las primeras caricias.
Y después, en las horas propicias del amor, ya en los coquetones bourdoirs, presidiendo en la jarra o el florero, el flirt, peligroso y tentador, o el asalto franco y resuelto, con sus derrotas y sus victorias, de la pasión y del deseo; o, por último ya ganada la batalla, cuando oficiamos en los altares de Venus turbulenta, son las flores también las que nos recrean con sus colores y nos embriagan con su perfume.
No solo de pan vive el hombre. «Nadie como flores y flores de la tierra» –dice Benavente. Muy seco está el corazón que no da flores.
Amémoslas, así como a los árboles, porque simbolizan la tierra, el suelo de nuestra patria, porque son útiles y bellas, porque amarlas es señal de refinamiento y progreso.
Y que sean nuestras mujeres, nuestras deliciosas e incomparables mujeres, las que nos enseñen el amor, la veneración y el culto de los árboles y las flores, como parte del amor a la patria.
1 Este artículo que vio la luz pública en la revista Carteles (No. 16, 18 de abril de 1926) constituye la segunda parte de otro similar temáticamente, incluso, tienen el mismo título. La primera parte fue publicada en el No. 15 correspondiente al 11 de abril de 1926 y su contenido es casi el mismo del texto «El culto de las flores», escrito por Roig de Leuchsenring para la revista Social (mayo, 1916).
No amamos las flores. En La Habana solo se fomentan los grandes jardines con fines lucrativos para la venta y uso de las flores en duelos, adornos de iglesias, en ceremonias nupciales, o de salones, en banquetes o bailes. Y en este ramo de la floricultura artística somos acreedores a algunas de esas casas comerciales, como El Fénix, por ejemplo, de ofrecernos elocuentes enseñanzas artísticamente aplicadas de todo lo bello que puede hacerse con las flores, hábilmente cultivadas y artísticamente aplicadas en trabajos decorativos.
Pero, en las residencias particulares de El Vedado, de la Víbora o de los Repartos, se prefieren los parques ingleses a los jardines. Al frente y los costados de las casas, chalets y palacetes, el espacio de terreno destinado a jardín, solo tiene de tal alguno que otro cantero con unos pocos rosales.
Jardines públicos del Estado o el Municipio, solo existe el Jardín Botánico de la Universidad, que por el uso a que se destina, está precisamente cerrado al público.
Ese espectáculo maravilloso que se observa en las Ramblas de Barcelona, cubiertas de múltiples puestecitos de flores, no se da, ni mucho menos, en La Habana. Si por la mañana o al medio día queremos conseguir unas cuantas flores, es casi seguro que no las encontraremos, a no ser que vayamos a los grandes jardines comerciales. Solamente por la noche, en la Acera del Louvre, se ven cinco o seis hombres vendiendo rosas en toscas canastas.
¡Hombres, vendiendo flores! Y las mujeres, ¿para qué se quedan? La florista, bella, alegre, pizpireta, que en otras ciudades existe, es entre nosotros desconocida.
Tenemos, en cambio, el espectáculo antiestético, grotesco y contraproducente de esos vendedores del género masculino, ya estacionados en la Acera o en los alrededores del Cementerio, ya recorriendo, sucios y mal olientes, nuestras calles ofreciendo burdos ramos de rosas confeccionados con cualquier clase de yerbas, como escoba amarga y otras por el estilo.
Las flores están menospreciadas. Y hasta las mujeres prefieren llevar en el talle o en el seno flores artificiales, y los hombres desdeñan o no se preocupan de su bouttoniere, tal vez considerándola «la condecoración de los tontos», ¡como si muchos necesitaran de ella para serlo!
Fuera de El Vedado y los nuevos Repartos, en que las casas están construidas con terreno disponible (aunque casi siempre de proporciones insignificantes) para jardines, en el resto de La Habana será muy raro encontrar una casa que tenga alguna maceta o tiesto con flores.
Nuestros parques... pero, ¿tenemos nosotros algún parque que merezca el nombre de tal?
¿El Prado? ¿El Parque Central? ¿El de Maceo? Esos, en realidad, no son parques; son plazas, pequeñas, mal adornadas, sin gusto ni arte alguno. El único parque, en el centro de La Habana, que merece ser citado, es el Campo de Marte, que ahora, con un desacierto enorme, piensa destinarse a parque infantil con lo cual se afearán los alrededores del Capitolio, pues los parques infantiles son, por necesidad, feos, y a ellos deben destinarse espacios grandes de terreno en barrios de población nutrida, y no en sitio tan céntrico como el del Campo de Marte, rodeado, además, de líneas de tranvías y edificios cercanos. El Parque Central, es una plaza pueblerina; el Prado o Paseo de Martí, una corta avenida y el Parque de Maceo... un desastre de mal gusto, que está pidiendo, a gritos, un buen ras de mar que arrase con todo lo que hay allí.
Solamente en algunos Repartos existen pequeños bellos parques: el de Mendoza, en la Víbora; los de los repartos de Miramar, Almendares y Alturas de Almendares, y en El Vedado, el Parque Gonzalo de Quesada.
Pero, aún en esos parques, las flores brillan casi siempre, por su ausencia. Todo se reduce a yerbita a la inglesa, propio en otros climas, pero impropios para Cuba.
Nuestro sol ardiente, nuestro sofocante calor demandan árboles y árboles, a granel, y en todas partes: en calles, plazas, avenidas, jardines particulares. Pero árboles de verdad, y no esos árboles con facha de arbustos de salón que ahora nos gastamos. No sé a qué cerebro anquilosado se le ocurriría la idea peregrinamente absurda de convertir los árboles de La Habana y sus alrededores en arbustos. El árbol se utiliza en las ciudades para que dé sombra; por lo tanto no se cortan sus ramas por la parte de arriba, ni se le dan esas formas de arbolitos de nacimientos de juguete; sino que al contrario se deja que sus ramas crezcan y se extiendan. Aquí, una o dos veces al año se podan los árboles dejándolos en cueros o mejor dicho solo con el tronco. Con ello, se logra que jamás crezcan, y, por lo tanto, no den sombra. ¿Es eso lo que se persigue?
Algunas personas me han dicho, que se les poda así, para que no se sequen o enfermen, lo cual, de ser cierto, demuestra la ignorancia de los que en Cuba se ocupan oficial u oficiosamente de estas cosas. Lo que esos árboles necesitan –y es lo que se hace con ellos en otras ciudades– es regarlos diaria y abundantemente, podándolos, sí, pero en sus ramas inferiores, con inteligencia y cuidado, para que progresen en tamaño y frondosidad.
Y en estos días, ese odio al árbol ha llegado a convertirse en guerra a muerte. Hoy, en El Vedado, en la Calzada de la Infanta, en Carlos III, y otros lugares, se están arrancando los árboles de esas calles y avenidas, o podándolos de tal manera que solo se les deja el tronco y dos o tres muñones. ¿Por qué y por quién se está haciendo esta salvajada?
¿Quién es el llamado oficialmente a evitarlo? ¿Es usted señor Secretario de Obras Públicas? ¡Quién sabe!... A lo mejor resulta que es el de Instrucción Pública o Justicia el que corre con estos asuntos. ¿No es el de Agricultura el que corre con la propiedad intelectual?
Aquí, en La Habana, cualquier particular se cree con derecho a hacer con los árboles de frente a su casa lo que le viene en ganas: arrancarlos, podarlos caprichosamente, o sembrar otros a su gusto, formándose, en este último caso, como ya sucede, un mosaico de numerosas especies de árboles en las calles: álamos, pinos, etc., etc.
Es necesario, o que se haga cumplir la ley, si es que existen ley o reglamento sobre el particular, que lo dudo, o que alguien –autoridad o corporación tome cartas en el asunto. O, si no, ¿quién desea constituir la Sociedad Protectora de Árboles y Flores?
¿Somos tan prácticos y prosaicos que no pensamos más que en las urgentes y materiales necesidades de la vida, sin poder preocuparnos de todas aquellas cosas, como los árboles y las flores, que la alegran, poetizan, ennoblecen y hacen más confortable?
Las flores y los árboles no solo indican poesía y belleza; demuestran también arte, gusto, educación, refinamiento, nobleza de alma, tranquilidad de espíritu, progreso y civilización.
Una casa con su jardín cuidado y floreciente; una habitación con unas cuantas plantas en macetas, o flores en jarras o floreros, sobre alguna mesa, columna o ventana; una mesa adornada, a la hora de la comida, con flores, artísticamente combinadas; una ciudad o pueblo con jardines, parques, plazas y avenidas adornadas y protegidos del sol con plantas y árboles; una mujer en fin, ostentando, ya en su casa, en su habitación, ya en su cuerpo, rosas, crisantemos, orquídeas, jazmines, violetas, claveles... son todas evidentes demostraciones de gusto refinado, de hermosura y alegría.
¡Mujeres y flores!
Si para vivir necesita el hombre de la mujer, pues, como dijo el poeta:
«Por ellas morir prefiere
antes que vivir sin ellas»
a la mujer le son indispensables las flores; son su complemento y adorno más adecuado y bello.
Y en la comedia –¿dije comedia o sainete?– del amor, en la que según Anatole France, tan importante papel desempeñan los escenarios y decoraciones, las flores han ocupado siempre un lugar importantísimo. Ellas son el pretexto para una entrevista, el obsequio y la ofrenda más gratos que puede hacer el hombre a la mujer amada y deseada, el primer lazo de unión que entre ellos se establece; y, antes que los labios se hayan estrechado en espasmo amoroso, maravillosa expresión de amor y de vida, ¿no son las flores las que transmiten y devuelven en sus matizadas corolas, misteriosas, poéticamente, con el pretexto y el disimulo de aspirar su perfume, los primeros besos y las primeras caricias.
Y después, en las horas propicias del amor, ya en los coquetones bourdoirs, presidiendo en la jarra o el florero, el flirt, peligroso y tentador, o el asalto franco y resuelto, con sus derrotas y sus victorias, de la pasión y del deseo; o, por último ya ganada la batalla, cuando oficiamos en los altares de Venus turbulenta, son las flores también las que nos recrean con sus colores y nos embriagan con su perfume.
No solo de pan vive el hombre. «Nadie como flores y flores de la tierra» –dice Benavente. Muy seco está el corazón que no da flores.
Amémoslas, así como a los árboles, porque simbolizan la tierra, el suelo de nuestra patria, porque son útiles y bellas, porque amarlas es señal de refinamiento y progreso.
Y que sean nuestras mujeres, nuestras deliciosas e incomparables mujeres, las que nos enseñen el amor, la veneración y el culto de los árboles y las flores, como parte del amor a la patria.
1 Este artículo que vio la luz pública en la revista Carteles (No. 16, 18 de abril de 1926) constituye la segunda parte de otro similar temáticamente, incluso, tienen el mismo título. La primera parte fue publicada en el No. 15 correspondiente al 11 de abril de 1926 y su contenido es casi el mismo del texto «El culto de las flores», escrito por Roig de Leuchsenring para la revista Social (mayo, 1916).
Comentarios
Suscripción de noticias RSS para comentarios de esta entrada.