Este es un artículo sobre el quitrín, «la representación genuina del carácter, de la índole, de las aspiraciones, de las necesidades y de los goces cubanos». También el cronista se refiere al calesero quien «entre los de su clase, formaba la aristocracia».
La hamaca y el quitrín fueron, sin duda alguna, los dos muebles más criollos, más típicos de la sociedad cubana de antaño.

 Idelfonso Estrada y Zenea, premiado el año de 1871 con Medalla de plata, que le entregó la Avellaneda en el «Liceo», por su romance «El Guajiro», publicó algunos años después, en 1880, un interesante, y curiosos folleto, «El Quitrín, costumbres cubanas y escenas de otros tiempos», en el que nos hace la historia del quitrín cubano, de ese carruaje indígena, que aunque de forma algo parecida a la calesa gaditana, no es probable tenga con ella conexión o lazo alguno que lleven a afirmar que aquel fue copia de ésta. El quitrín, desaparecido por completo hace años, fue en otros tiempos, como dice Estrada, «la representación genuina del carácter, de la índole, de las aspiraciones, de las necesidades y de los goces cubanos».
La hamaca y el quitrín fueron, sin duda alguna, los dos muebles más criollos, más típicos de la sociedad cubana de antaño. En la hamaca, como decía Tejera,

... la existencia
Dulcemente resbalando
se desliza.
Y en ella es, para nuestra indolencia,
¡Feliz quien, con embeleso,
sueña en las dulces patrañas
del amor,
y duerme la siesta al beso
de las brisas, de las cañas
al rumor!


En otros tiempos, en que no se pensaba todavía en carreteras, y sólo se conocían los caminos reales, intransitables, en época de lluvias, por otra clases de vehículos, el quitrín, como afirma un cronista, «permitía recorrer de igual manera el bueno y el mal camino, atravesar las sabanas, subir las lomas y pasar por entre baches sin quedar estancado en ellos y sin que la incomodidad del viaje se haga visible»; era, en una palabra, el carruaje insustituible de nuestros campos: con sus ruedas, enormes, para darle mayor impulso e impedir se pudiese volcar ; sus largas, fuertes y flexibles barras de majagua; la caja montada sobre sopandas de cuero que le daban a aquélla un movimiento lateral, suave y cómodo; su fuelle, de baquetón, para contrarrestar en algo los ardores de nuestro sol; sus estribos, de resorte o de cuero, de manera que no opusiesen resistencia a los árboles y piedras del camino; y todo el carruaje tirado por un caballo criollo, o dos o tres, en cuyo caso, el de dentro de las barras debía ser de trote y los otros dos, de paso, llamándose el de la izquierda de pluma, por servir sólo para ayudar el tiro, y el de la derecha de monta, sobre el que iba el calesero. El trío, no se usaba sino en el campo, bastando en la ciudad con uno o dos caballos.
La volante, era el quitrín de alquiler, mucho más reducido y de construcción menos acabada y artística, y con cristales a ambos lados del fuelle, que no se baja como en los otros.
En los quitrines de lujo o de paseo, el forro del tapacete, cojines y fuelle era de gro de seda blanco, perla, azul o rojo. Los faroles, estaban situados, ya delante, ya a los costados. En el interior se colocaban elegantes agarraderas con borlas o argollas de marfil, y también ricas carteras de cuero. Cuando iban tres personas se añadía una banquetita con pie de hierro, que descansaba sobre el pesebrón, cubierto con alfombras de vivos colores.
Los arreos, de cuero negro, se distinguían según la riqueza de sus adornos de plata, distribuidos abundante y artísticamente en sillas, estribos, cabezadas, correas, y que constituían el orgullo del calesero. Las barras se suspendían por sus argollas del albardón o la silla, según tirasen dos caballos o uno.
Después de relatarnos Estrada y Zenea, con lujo de detalles y datos, la historia, construcción, usos y comodidades del quitrín, nos habla del calesero.
El negro José Criollo, nacido en la casa de sus amos, hijo de María Francisca Cangá, la lavandera, y Juan Mandinga, el cocinero, entretuvo en su niñez a los amitos en sus juegos y diversiones, hasta que al cumplir los diez año, fue convertido en paje de la niña, y durante un lustro llevó siempre, vestido con llamativa librea, la alfombra y la silla de su señora a la Iglesia.
Pasó, después, a ser aprendiz de calesero a las órdenes del viejo Dionisio y de Ño Bernardo, calesero jubilado y maestro libre, que por una onza mensual le enseñaba en su academia el oficio. A los pocos meses, estaba convertido José Criollo, en Calesero de Casa Particular.
Y si la esclavitud, odiosa, cruel y sanguinaria, baldón el más grande e inexcusable que llevan sobre sí los colonizadores de América, había hecho de toda la población negra de Cuba, miserable y triste rebaño de sufridas e infelices víctimas, tal vez fuese el calesero de todas ellas, la menos desgraciada. Criado cerca de la familia, y teniendo que permanecer íntimamente ligado a ella a causa de su oficio, era considerado además, parte valiosa, principalísima, de lo que, como el quitrín constituía entonces verdadero mueble de lujo, señal de ostentación y de riqueza, ambicionado por hombres y mujeres.
–«Regálame un quitrín; dame dinero!», hace exclamar Plácido a una coqueta.
Y no sólo era mueble indispensable de las familias de posición, y complemento necesario del médico, que al decir de un «costumbrista», para nada le servía su título académico si no tenía quitrín, sino era también orgullo del potentado y el noble que, recargaban de plata y oro los adornos, arreos y accesorios, o gozaban ostentando sobre la librea del calesero los heráldicos blasones de su familia.
Por todas estas razones, a los caleseros, sin estar exentos de castigos, se les guardaban ciertas consideraciones, pues a los amos, no siendo fácil sustituirlos, les eran necesarios y procuraban conservarlos. Ellos sabían y guardaban los secretos de sus dueños, eran mediadores y mensajeros en asuntos amorosos, y, a veces, hasta habían sido compañeros de juegos del niño o la niña.
El calesero entre los de su clase, formaba la aristocracia; chiflador empedernido –«chifla como un calesero», se dice todavía– habilísimo en el tiple y el zapateo; bien vestido siempre, ya en traje de casa o de monta, era el tenorio afortunado del barrio, dueño del corazón de las negritas criadas de la casa o de la costurera, que en prenda de amor le bordaba el vistoso pañuelo de seda que llevaba anudado al cuello o en la cintura. Solía también lucir, como señal de sus conquistas, en uno de los dedos de las manos, sortijas con piedras de colores, o en la oreja izquierda, «una argollita izquierda en forma de media luna, de que pendía un corazón sujeto por una cadenita». Y viejo ya, sus amos le concedían la jubilación.
El traje de gala de su oficio era el siguiente:
Zapatos de becerro negro con hebillas de plata u oro; botas altas de campana, adornadas de plata, con espuelas del mismo metal; pantalón de dril blanco; chaleco que permitía ver la camisa de crea de hilo con botones de oro; corbata negra, chaqueta redonda de paño con bocamangas y cuello galoneado donde iban en forma de franja y según aparece en el grabado, el escudo o escudos de la familia; para el campo, chaquetita de dril crudo y sombrero de jipi, que en la ciudad los días de fiesta, se cambiaba por la bomba con el indispensable galón; al cinto, el largo machete con puño de plata y en la mano, la cuarta con puño y abrazaderas de plata; por último, para la lluvia, doble chaquetón de barragán.
Un juego completo de quitrín valía por término medio:
Calesero, joven, sano y sin tachas... $ 1.200

Derechos, alcabala, escritura... $ 200

El quitrín (40 onzas oro)....... $ 680

Arreos de plata.......... $ 800

Botas, librea, espuela, sombrero, cuarta, etc.. $ 250

Dos caballos................ $ 250

Total................. $ 3.500

A parte de las volantas o quitrines de alquiler, únicamente las familias ricas, lo tenían particular. Este servía, no sólo para que las niñas visitasen a sus amigas o fuesen a la iglesia, o para llevar al amo a sus negocios o al niño a sus diligencias o sus conquistas sino principalmente para asistir al paseo o a las fiestas.
El nuevo Prado, hoy de Carlos III, debido a las iniciativas de Don Luis de las Casas, llegó, durante el mando del General Tacón, a ser el paseo de moda. A él acudían los domingos, hasta las cinco o seis de la tarde, la población criolla y española de La Habana. La segunda, formada por dependientes y mozos de comercio, a pie por las dos calles laterales del paseo; las personas pudientes en quitrín; el obispo y el Capitán general en coche. La juventud cubana, según nos cuenta Cirilo Villaverde, tenía a menos, para no confundirse con las filas de peninsulares, el concurrir a pie, hacíalo ya en quitrín o volante o a caballo; las mujeres, invariablemente en quitrín; y así daban vueltas y vueltas en torno a la estatua de Carlos III, saludando las damas, graciosa y elegantemente con la mano o el abanico, a sus amigos o conocidos.
Y no había marco más adecuado para la belleza, sencilla y noble, de las mujeres cubanas de mediado de la última centuria, que el quitrín. Ya lo dijo Zorrilla:
El quitrín lleva siempre en su testero

tres señoras, en traje tan ligero

cual las flores que adornan su tocado,

pues no cabe en
quitrín francés sombrero.

Va expuesta de las tres, la más graciosa

la que llaman la rosa

que es punto de aquel triángulo hechicero.


A las fiestas, funciones de teatro, o bailes, concurrían las familias más distinguidas de la sociedad cubana de entonces, en sus lujosos quitrines. Los caleseros, mientras esperaban a sus amos, cantaban, tocaban y bailaban, al son del tiple, o golpeando las losas con los puños de los látigos, batiendo las palmas o haciendo repiquetear las espuelas sobre el duro pavimento.
Al terminarse la fiesta, se suspendían los cantos y bailes; y era entonces curioso escuchar, a medida que iban saliendo los concurrentes, repetido por los caleseros, los apellidos de las familias, para que llegasen a oídos del calesero de la casa. ¡Fernandina! ¡Montalvo! ¡Chacón! ¡Herrera! ¡Calvo! Gritaban los caleseros y se trasmitía de boca en boca. Llegaba el quitrín solicitando a la puerta de la casa o teatro, y a él subían sus dueños, arrancando veloz, sabia y expertamente manejado por el negro calesero.

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Bellas e interesantes páginas de nuestra pintoresca y accidentada historia social, poéticos recuerdos de tiempos ya pasados, tenéis para nosotros, cronistas y devotos de estas viejas tradiciones de nuestra patria, el mismo encanto indecible que tienen para el viajero y el artista, las ruinas y escombros del Partenón y el Coliseo, o la mutilada y maravillosa estatua de Venus, descubierta en Milo y hoy admirada en el Louvre.

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