Sobre los pobres solterones, a quienes se juzga «como individuo nocivo a la sociedad, y al que ésta relega al último puesto, y aún así mirándolo con repugnancia y temor, y siempre sobre aviso, cual presunto criminal».
No conforme la sociedad con maltratar en leyes, usos y costumbres a los solterones, ahora trata de obligarlos a que paguen un impuesto: el impuesto de soltería.

Así como el padre de familia es considerado Rey del Mundo y Señor de la Creación, Eje y Centro de la Tierra según detalladamente expusimos en reciente Habladuría, por el contrario, al solterón se le juzga como individuo nocivo a la sociedad, y al que ésta relega al último puesto, y aún así mirándolo con repugnancia y temor, y siempre sobre aviso, cual presunto criminal.
 Como las leyes las han hecho los padres de familia, están confeccionadas a su gusto y medida, y en contra, como es natural, de los solterones, que por encontrarse en franca minoría no les queda más remedio que callar, cumplir y pagar.
Los adelantos políticos, científicos y sociales, no rezan para nada con los solterones, al contrario, suelen perjudicarles; cualquier progreso en el Derecho y las leyes, que beneficia a todas las clases sociales les resulta a la postre dañino para los solterones.
Tal ha ocurrido, por ejemplo, con el divorcio. Hoy el divorcio, que es una liberación para los maridos y que debía ser un refuerzo más en defensa y justificación del celibato de los solterones, de su enemiga al matrimonio, ha redundado en grave perjuicio de estos, porque le ha abierto a los casados puertas que antes solían estarles cerradas.
Hoy, cualquier padre, por riguroso que sea con sus hijas casaderas, no tiene inconveniente en aceptar en su casa a un casado como pretendiente a la mano de alguna de ellas. Le basta para ello a éste dar a la chica, junto con la promesa de matrimonio, promesa de divorcio de su actual esposa. En virtud de ambos solemnes ofrecimientos, los padres le darán entrada en la casa al presunto divorciado y presunto marido en segundas nupcias, satisfechos y confiados de que cumplirá su palabra. ¿Qué mayor garantía, para ello, que el haber sido ya marido? La reincidencia en estos casos no se presume, sino se da por absolutamente segura.
En cambio, el solterón que presenta en una casa de familia honesta y de buenas costumbres donde hay muchachas solteras y todavía señoritas, es recibido con el mismo cariño por el anuncio de un ciclón próximo: cerrando puertas y ventanas para que no pueda entrar, y apuntalando la casa para mayor seguridad.
¿Qué es lo que puede buscar un solterón en una casa honesta y de buenas costumbres con niñas en edad de merecer? Nada bueno. Fines matrimoniales no lo pueden llevar allí. Lo menos malo: ver lo que puede sacar de las muchachas y hasta de la mamá, si no está muy pasada. A las niñas les hará perder el tiempo. Les contará aventuras galantes, cuentos sicalípticos, chistes de doble sentido, anécdotas picantes; les dará a leer libros nocivos, les revelará la existencia de diversiones y lugares de esparcimiento, nocturno para esas muchachas desconocidos hasta entonces; les abrirá los ojos sobre cosas que ellas sólo presentían o ignoraban aún. Y como los solterones, por su edad y experiencia de la vida, por lo corridos, resultan simpáticos y entretenidos, de mucha labia y mucho don de gentes, las niñas de la casa estarán encantadas con él, y la mamá procurará atraérselo, con el pretexto de que no converse demasiado con las hijas.
En fin, el peligro en una casa honesta y de buenas costumbres, el verdadero peligro, que puede convertirse en catástrofe, es que en ella se introduzca un solterón. Todo buen padre, trata de que no entre, y si ha entrado ya, de que se vaya cuanto antes, y siempre con el temor de que sea un poco tarde y haya ocasionado algunos estragos. ¡Por lo menos que se vaya!
Y así, en todas partes, es recibido el solterón. Los maridos le temen y evitan su amistad. Es un peligro y una amenaza para la tranquilidad matrimonial. Sobre todo que no cabe revancha posible con él, como puede tenerla cualquier marido con otro amigo casado. El marido acepta fácilmente la amistad íntima de otro hombre, siempre que éste sea casado. Los parties de matrimonios están hoy de moda. El marido va confiado de que sus amigos no le han de fajar a su mujer y con la esperanza siempre y la presunción de fajarle él a la de sus amigos. Y en el caso de que vieran que le fajaban a la suya le queda el consuelo y la venganza de fajarle a la esposa del marido que quiere coronarlo. Estas competencias están también muy de moda hoy en sociedad y se convierten en muchas ocasiones en cambios recíprocos hechos de común acuerdo con una identificación y armonía tan intensas que hacen pensar que lejos de desaparecer el matrimonio lleva camino de robustecerse doblándose y trasformándose en uniones cuádruples.
Con un solterón no hay estas posibilidades y revanchas para los maridos. Digo mal, hay una: que el solterón pague los gastos de la casa; pero en honor sea dicho de los solterones, no es tan frecuente esta prodigalidad permanente; lo acostumbrado son las picadas alternas.
No conforme la sociedad con maltratar en leyes, usos y costumbres a los solterones, ahora trata de obligarlos a que paguen un impuesto: el impuesto de soltería.
Este impuesto, además de una fuente de ingreso, en beneficio de los padres de familia, resulta un castigo para los que han cometido el crimen nefando de no haberse casado.
Con este impuesto tal vez se logre, además, otro resultado práctico: que surja la protesta de los solterones, se rebelen contra él y, para no pagarlo? ¡se casen!
Pero... el impuesto a los solterones merece título aparte.

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