Sobre el picapleitos, «intrigante y enredador, hombre sin pudores ni conciencia, cuya única habilidad e inteligencia consisten en saberle buscar “las cosquillas a la ley”, capaz de pleitear con el mismo Satanás, y de embargarle, “en pago de costas y honorarios”, los cuernos a la Luna».
Tipo tan arraigado en la vida cubana como el picapleitos, natural es que nuestros costumbristas le dedicaran preferente atención.
Es indudable que a través de todos los tiempos y casi desde los albores de la colonización, ha existido en esta Ínsula, y aún existe, viviendo y medrando a costa de sus infelices víctimas, el picapleitos, intrigante y enredador, hombre sin pudores ni conciencia, cuya única habilidad e inteligencia consisten en saberle buscar «las cosquillas a la ley», capaz de pleitear con el mismo Satanás, y de embargarle, «en pago de costas y honorarios», los cuernos a la Luna.
Cuba ha sido tierra pródiga en famosos picapleitos. Ya en 1777 y gobernando esta Isla Don Diego José Navarro, era tal la desmoralización que existía en los tribunales de justicia, que un historiador de aquella época Valdés, declara que «ningún otro pueblo excede a La Habana en su arraigada y destructora intriga, excepto, acaso, algunos pueblos del interior; pero el descaro e inmoralidad de los papelistas de La Habana es capaz de imponer temor a todo hombre de bien, celoso de su honor y tranquilidad… En La Habana está tan desacreditada la fe pública, que basta que cualquier atrevido papelista se empeñe en eludir los contratos más autorizados para que queden sin efecto, pues para todo encuentran evasivas legales… En La Habana ninguno gana un pleito, pues proporcionalmente las costas son proporcionales a la gravedad del pleito y su demora tanta que muchas veces, aburridos y espantados, huyen los litigantes de sus defensores y este mal es de gran extensión».
Esta inmoralidad en los asuntos judiciales, que se extendía, desde luego, a las cuestiones administrativas, llegó a alcanzar tal grado de corrupción que cuando la dominación inglesa, el Conde de Albemarle se vio en la necesidad de publicar un bando en 4 de noviembre de 1762, a fin de reprimir tan desmoralizador y perjudicial sistema, bando en el que se declara que: «Por cuanto ha sido siempre costumbre hacer regalías muy considerables en dinero o efectos a los Señores Gobernadores de esta Isla, y sus asesores, a fin de conseguir la favorable conclusión de pleitos, etc.», ordenó Albemarle al pueblo «que esta práctica se quite absolutamente de aquí en adelante, bajo la pena de su disgusto, por ser cosa que nunca ha practicado, ni permitirá que se hagan dichas regalías por administrar justicia: su determinación es distribuirla con imparcialidad, sin favorecer al superior ni al inferior, al rico ni al pobre, pero sí despacharla con equidad y con la brevedad que admitan las leyes del país».
Fue esa medida uno de los muchos y muy saludables beneficios que a Cuba reportó el breve pero fecundo período de la dominación inglesa.
Tipo tan arraigado en la vida cubana como el picapleitos, natural es que nuestros costumbristas le dedicaran preferente atención.
Uno de los primeros que sobre el picapleitos escribió fue José Victoriano Betancourt. Una vez recibido de abogado, carrera que practicó con Anacleto Bermúdez, y abierto bufete, Betancourt satirizó las costumbres y los tipos del foro cubano de 184…
Así, en El Foro Industrial de La Habana, habla ya del amanuense o dictalógrafo en su artículo «La máquina de escribir», ya de las «Flaquezas de un abogado padre», el que según él, «presenta dos fases: una como sacerdote de la justicia y otra como multiplicador de la especie humana»; ya en «El examen de don Buitre» da a conocer sus opiniones sobre el derecho; ya, en fin, dice en «El picapleitos» que éste «posee lo que algunos ignorantes llaman la ciencia de los portales; éstos fueron su escuela; ahí bebió las perniciosas doctrinas que profesa, porque en ese lugar se fraguan las intrigas forenses, de las cuales depende las más veces el triunfo de principios jurídicos y de injustos litigios sostenidos por la prueba testifical que concibió la sabiduría del legislador para garantir la verdad de un hecho dudoso, y que se convierte en objeto de criminal especulación, que trae como consecuencia necesaria el perjurio y hace del juramento un vínculo de iniquidad».
En Los cubanos pintados por sí mismos (1852), aparece un artículo sobre el picapleitos, de Andrés López Consuegra, artículo que empieza declarando su autor que «este es un tipo que se puede decir peculiar al foro cubano». Para López Consuegra las cualidades características del picapleitos son sus vicios. Y dice que este «murciélago forense» se ha hecho inmortal por sus mismos defectos, por sus mismos desórdenes, por su inmoralidad, a la manera que un hombre cruel lo inmortalizan también sus escenas sangrientas… Picapleitos quiere decir embustero que usa de tracamandería, enredo y trampa».
Y lo define así:
«El picapleitos es la mentira encarnada, porque tiene que vivir de ella y de la candidez del prójimo; se arrastra como la culebra para introducirse en las familias, tiene astucia de la zorra, el olfato del perro, la humildad del cordero, el corazón del tigre, las garras del buitre y las piernas del galgo. Es la divinidad maléfica que Júpiter arrojó del cielo, la discordia, en fin, que se complace en arrojar la terrible manzana entre los mortales, consistiendo su mayor gloria en dejar a su cliente y al contrario, como dicen que quedó el gallo de Mórón: sin plumas y cacareando».
La escuela del picapleitos antiguo estaba para López Consuegra, como vimos indicó Betancourt, «en los portales del Gobierno, en las escribanías, en llevar la pluma a un letrado o la agencia de su estudio». Y agrega que en esa escuela aprendió la ciencia del estira y afloja, de las tretas forenses, de alargar los pleitos, de plantear excepciones delatoras y perentorias, de citar doscientos autores y sus doctrinas imaginarias, de hablar de todo menos del punto discutido de los testigos falsos y su arancel de servicios, de los letrados sin ciencia ni conciencia pero con maldad, de no soltar jamás el dinero recibido, de atizar la tea de la discordia entre las partes y éstas y los jueces, de engañar a los pobres presos y arrancarles su última peseta, de pedir para gratificar a jueces y escribanos y después quedarse con el dinero o darles una tercera parte, de romper la paz de los matrimonios.
Termina López Consuegra diciendo que «donde quiera que se ve un testamento falso, una firma suplantada, una reclamación injusta, una ruina ocasionada por un temerario litigio, el llanto del huérfano, la queja de la viuda, se puede asegurar que por allí pasó el viento mortífero del picapleitos».
No menos negra –justamente–, es la pintura que Valerio hace sus Cuadros Sociales (1865) del picapleitos de su tiempo: «Si no tiene la fuerza física de un ganapán, por lo menos tiene la fuerza de voluntad para prescindir de todos, con tal de aparecer como un deshacedor de agravios, cuando no es más que un enredador de negocios, para despojar a los incautos que se ponen en sus manos y a los que sin ponerse en sus garras no pueden escaparse de ellas».
Así eran, lector, los picapleitos de antaño. Los de hoy son peores, en astucia, en maldad, en falta de conciencia, en despreocupación moral, en habilidosos procedimientos.
Pero, de todos los picapleitos, los más malvados, los más nocivos, ayer y hoy, hoy más que ayer, son estos dos tipos: 1º, el gran abogado, con un gran bufete, ciencia vastísima, nombre consagrado, que pone todas estas fuerzas y cualidades al servicio del más desenfrenado lucro, para sí o para sus poderosos clientes, en perjuicio de los pobres y los humildes, y en perjuicio, también de la patria, de los intereses nacionales; 2º, el juez o magistrado convertido en picapleitos, utilizando triquiñuelas y argucias leguyescas para no hacer justicia y mejor servir al gobernante y al poderoso, dejando en doloroso desamparo al ciudadano que demanda protección y justicia.
(Esta crónica fue publicada por el semanario Carteles en la edición correspondiente al 5 de abril de 1931).
Cuba ha sido tierra pródiga en famosos picapleitos. Ya en 1777 y gobernando esta Isla Don Diego José Navarro, era tal la desmoralización que existía en los tribunales de justicia, que un historiador de aquella época Valdés, declara que «ningún otro pueblo excede a La Habana en su arraigada y destructora intriga, excepto, acaso, algunos pueblos del interior; pero el descaro e inmoralidad de los papelistas de La Habana es capaz de imponer temor a todo hombre de bien, celoso de su honor y tranquilidad… En La Habana está tan desacreditada la fe pública, que basta que cualquier atrevido papelista se empeñe en eludir los contratos más autorizados para que queden sin efecto, pues para todo encuentran evasivas legales… En La Habana ninguno gana un pleito, pues proporcionalmente las costas son proporcionales a la gravedad del pleito y su demora tanta que muchas veces, aburridos y espantados, huyen los litigantes de sus defensores y este mal es de gran extensión».
Esta inmoralidad en los asuntos judiciales, que se extendía, desde luego, a las cuestiones administrativas, llegó a alcanzar tal grado de corrupción que cuando la dominación inglesa, el Conde de Albemarle se vio en la necesidad de publicar un bando en 4 de noviembre de 1762, a fin de reprimir tan desmoralizador y perjudicial sistema, bando en el que se declara que: «Por cuanto ha sido siempre costumbre hacer regalías muy considerables en dinero o efectos a los Señores Gobernadores de esta Isla, y sus asesores, a fin de conseguir la favorable conclusión de pleitos, etc.», ordenó Albemarle al pueblo «que esta práctica se quite absolutamente de aquí en adelante, bajo la pena de su disgusto, por ser cosa que nunca ha practicado, ni permitirá que se hagan dichas regalías por administrar justicia: su determinación es distribuirla con imparcialidad, sin favorecer al superior ni al inferior, al rico ni al pobre, pero sí despacharla con equidad y con la brevedad que admitan las leyes del país».
Fue esa medida uno de los muchos y muy saludables beneficios que a Cuba reportó el breve pero fecundo período de la dominación inglesa.
Tipo tan arraigado en la vida cubana como el picapleitos, natural es que nuestros costumbristas le dedicaran preferente atención.
Uno de los primeros que sobre el picapleitos escribió fue José Victoriano Betancourt. Una vez recibido de abogado, carrera que practicó con Anacleto Bermúdez, y abierto bufete, Betancourt satirizó las costumbres y los tipos del foro cubano de 184…
Así, en El Foro Industrial de La Habana, habla ya del amanuense o dictalógrafo en su artículo «La máquina de escribir», ya de las «Flaquezas de un abogado padre», el que según él, «presenta dos fases: una como sacerdote de la justicia y otra como multiplicador de la especie humana»; ya en «El examen de don Buitre» da a conocer sus opiniones sobre el derecho; ya, en fin, dice en «El picapleitos» que éste «posee lo que algunos ignorantes llaman la ciencia de los portales; éstos fueron su escuela; ahí bebió las perniciosas doctrinas que profesa, porque en ese lugar se fraguan las intrigas forenses, de las cuales depende las más veces el triunfo de principios jurídicos y de injustos litigios sostenidos por la prueba testifical que concibió la sabiduría del legislador para garantir la verdad de un hecho dudoso, y que se convierte en objeto de criminal especulación, que trae como consecuencia necesaria el perjurio y hace del juramento un vínculo de iniquidad».
En Los cubanos pintados por sí mismos (1852), aparece un artículo sobre el picapleitos, de Andrés López Consuegra, artículo que empieza declarando su autor que «este es un tipo que se puede decir peculiar al foro cubano». Para López Consuegra las cualidades características del picapleitos son sus vicios. Y dice que este «murciélago forense» se ha hecho inmortal por sus mismos defectos, por sus mismos desórdenes, por su inmoralidad, a la manera que un hombre cruel lo inmortalizan también sus escenas sangrientas… Picapleitos quiere decir embustero que usa de tracamandería, enredo y trampa».
Y lo define así:
«El picapleitos es la mentira encarnada, porque tiene que vivir de ella y de la candidez del prójimo; se arrastra como la culebra para introducirse en las familias, tiene astucia de la zorra, el olfato del perro, la humildad del cordero, el corazón del tigre, las garras del buitre y las piernas del galgo. Es la divinidad maléfica que Júpiter arrojó del cielo, la discordia, en fin, que se complace en arrojar la terrible manzana entre los mortales, consistiendo su mayor gloria en dejar a su cliente y al contrario, como dicen que quedó el gallo de Mórón: sin plumas y cacareando».
La escuela del picapleitos antiguo estaba para López Consuegra, como vimos indicó Betancourt, «en los portales del Gobierno, en las escribanías, en llevar la pluma a un letrado o la agencia de su estudio». Y agrega que en esa escuela aprendió la ciencia del estira y afloja, de las tretas forenses, de alargar los pleitos, de plantear excepciones delatoras y perentorias, de citar doscientos autores y sus doctrinas imaginarias, de hablar de todo menos del punto discutido de los testigos falsos y su arancel de servicios, de los letrados sin ciencia ni conciencia pero con maldad, de no soltar jamás el dinero recibido, de atizar la tea de la discordia entre las partes y éstas y los jueces, de engañar a los pobres presos y arrancarles su última peseta, de pedir para gratificar a jueces y escribanos y después quedarse con el dinero o darles una tercera parte, de romper la paz de los matrimonios.
Termina López Consuegra diciendo que «donde quiera que se ve un testamento falso, una firma suplantada, una reclamación injusta, una ruina ocasionada por un temerario litigio, el llanto del huérfano, la queja de la viuda, se puede asegurar que por allí pasó el viento mortífero del picapleitos».
No menos negra –justamente–, es la pintura que Valerio hace sus Cuadros Sociales (1865) del picapleitos de su tiempo: «Si no tiene la fuerza física de un ganapán, por lo menos tiene la fuerza de voluntad para prescindir de todos, con tal de aparecer como un deshacedor de agravios, cuando no es más que un enredador de negocios, para despojar a los incautos que se ponen en sus manos y a los que sin ponerse en sus garras no pueden escaparse de ellas».
Así eran, lector, los picapleitos de antaño. Los de hoy son peores, en astucia, en maldad, en falta de conciencia, en despreocupación moral, en habilidosos procedimientos.
Pero, de todos los picapleitos, los más malvados, los más nocivos, ayer y hoy, hoy más que ayer, son estos dos tipos: 1º, el gran abogado, con un gran bufete, ciencia vastísima, nombre consagrado, que pone todas estas fuerzas y cualidades al servicio del más desenfrenado lucro, para sí o para sus poderosos clientes, en perjuicio de los pobres y los humildes, y en perjuicio, también de la patria, de los intereses nacionales; 2º, el juez o magistrado convertido en picapleitos, utilizando triquiñuelas y argucias leguyescas para no hacer justicia y mejor servir al gobernante y al poderoso, dejando en doloroso desamparo al ciudadano que demanda protección y justicia.
(Esta crónica fue publicada por el semanario Carteles en la edición correspondiente al 5 de abril de 1931).