En esta remembranza, la autora rinde homenaje a una de las figuras insignes de la arquitectura iberoamericana, revelando detalles de su trabajo creador.

Mirada personal a una figura insigne de la arquitectura iberoamericana.

 
 Rogelio Salmona
(París, 1929 - Bogotá, 2007).
Hijo de padre español y madre francesa, aún muy joven viajó con sus progenitores a Colombia, donde se establecieron. Inició sus estudios de arquitectura
en Bogotá y los completó en París. Después de trabajar nueve años en la capital francesa junto al gran maestro Le Corbusier, regresó a Colombia para convertirse en el máximo representante de la corriente nacional que —a partir de la década de 1960— inició la búsqueda de una síntesis que, junto a los avances de la arquitectura internacional, tuviera en cuenta el legado cultural colombiano y las técnicas constructivas autóctonas, todo ello sin abandonar la vanguardia. Por más de tres décadas construyó varias de las obras más importantes de Colombia con el sello inconfundible del ladrillo. El uso de este material le permitió cambiar la cara gris característica de Bogotá por una más cálida y colorida. En esa ciudad se encuentra su obra más conocida a nivel internacional: El Parque, un conjunto habitacional totalmente integrado al paisaje de la zona y que, a la misma vez, es un área pública que funciona como parque. Además de obtener en varias ocasiones el Premio Nacional de Arquitectura de Colombia, en 2003 se convirtió en el primer latinoamericano distinguido con el prestigioso Premio Alvar Alto.
Hablo con el dolor del silencio, con la tristeza aún a flor de piel, pero siento que ésta es la oportunidad de compartir con ustedes enseñanzas maravillosas recibidas del arquitecto Rogelio Salmona, a través de una vida juntos, ambos dedicados a la arquitectura. Fui primero su discípula, después su más cercana colaboradora, su esposa y madre de sus hijos.
El primer trabajo al que tuve que enfrentarme al ingresar a su estudio me marcó para siempre. Ha sido la lección de arquitectura más profunda y enriquecedora que haya podido tener. Se iniciaba el proceso de diseño de la Casa de Huéspedes Ilustres en Cartagena, Colombia, destinada a recibir los invitados de honor de la presidencia de la República, y pude vivir de primera mano ese diálogo entre el arquitecto y su proyecto, sus dudas, sus aciertos, su búsqueda para encontrar una espacialidad acorde con el lugar, respetuosa de la arquitectura colonial existente, pero a su vez creadora de un entorno.
Cada una de sus etapas fue para mí un largo y revelador aprendizaje.

RECORRIDO A TRAVÉS DEL PROCESO DE DISEÑO
Después de visitar el lugar, la primera cita es con la memoria. Ésta se encarga de traer al presente recuerdos, escalas, proporciones de sitios que en el pasado dejaron su huella, como punto de partida para la nueva creación.
Comienza el diálogo silencioso entre arquitecto, memoria y lugar para producir los primeros esquemas. Situar esos esquemas en el contexto de Cartagena —uno de los sitios emblemáticos de Colombia y del Caribe— haciéndoles honor a su arquitectura civil y militar, al aporte hispánico y andaluz, a la silueta de las fortificaciones y las cúpulas. Pero, a la vez, sin dejar de evocar el mercado de esclavos, el canto de las vivanderas y los pregoneros que todavía recorren las calles encerradas por murallas.
Sólo entonces se empiezan a vislumbrar, en sus trazos iniciales, patios, muros, vanos, bóvedas, rampas y escaleras, como notas sueltas de una sinfonía que apenas está tomando forma. Son muchos los esquemas —miles, podría decir— que desfilan por sus manos hasta lograr la especialidad soñada.
Se inicia una búsqueda incansable para volver esos esquemas generadores de acontecimientos, de sorpresas, de misterio, para que puedan llegar a producir las emociones y el encantamiento que debe producir la arquitectura.
Pero ¿cómo lograrlo? ¿Qué elementos buscar para afinar esa incipiente sinfonía?
Surgen mezclas sabias y enigmáticas de números, proporciones, ritmos, medidas, cadencias, armonía, a manera de pociones milagrosas, íntimas, particulares, donde confluyen vivencias, reflexiones, diálogos, recuerdos, historias pasadas y presentes, afectos, anhelos, esperanzas y pasiones que, asociados a otros factores, los intangibles, los misteriosos, los que resultan del profundo conocimiento de la historia, del lugar y su implantación en comunión con el cosmos y la geografía, son los que finalmente logran la profundidad que el proyecto requiere y despiertan las emociones buscadas. Emociones que deben estar en íntima correspondencia con los perfiles que imprimen carácter al lugar: la luz, el color circundante, el sonido del mar, la dirección del viento, la vegetación, el olor del aire en la mañana, al mediodía y al crepúsculo, elementos todos que la sensibilidad de Rogelio recoge como una esponja, con todo detalle y a la vez, con un extraño poder de síntesis, con los que finalmente le proporciona la poética a cada obra.
¿Y cómo volverla real?
El paso siguiente, igual de difícil, es el responsable de hacer que esa arquitectura recién creada tome cuerpo, crezca y se desarrolle de acuerdo a las expectativas. Se inicia, pues, una ardua labor: planos y más planos repasan cada rincón del proyecto. Todo se estudia, nada queda al azar. Se seleccionan los materiales, se proporcionan los patios, se abren ventanas para permitir la entrada del paisaje, para resaltar vistas lejanas.

LA PROPORCIÓN JUEGA SU ROL
Todo se ajusta, la precisión reina en el ambiente. Se estudian aparejos, se piensa en rampas y escaleras que invitan a un recorrido por las alturas, a las cubiertas que se ofrecen llamativas y seducen al caminante a descubrir el cielo.
Ventanas, puertas, pérgolas, atarjeas; el agua viva —presente en la mayoría de sus diseños— alegra el ambiente. Se piensan sus recorridos, surgen gárgolas, estanques, fuentes... que ya desde los planos nos anuncian lo que ha de venir.
Poco a poco todo empieza a cobrar vida en los planos. Es algo maravilloso estar ahí como partícipe de ese acontecimiento. Cada uno de esos detalles pasan por mis manos. Yo los dibujo con gran pasión, uno a uno, amo ver cómo se va definiendo el proyecto, cómo lo soñado se vuelve real y aún en los planos, sin ser todavía tangible, me produce gran emoción.

 
Dibujos de la muralla que rodea esa ciudad colombiana, realizados por el arquitecto Salmona.
Yo, como su intérprete, sé descifrar cada uno de sus gestos, hago sus mismos recorridos, y sus dibujos logran transmitirme sus secretos, pero también sus dudas. Ellas también aparecen en mis trazos, y quedan a la espera. Hay que dejar enfriar el dibujo, decía Rogelio, para luego en la distancia, alejado de la febrilidad de la creación, mirarlo de nuevo, precisarlo.
Aprendo sus lecciones de dibujo: así no se coge el lápiz, se dibuja como se construye, no se debe marcar el papel, y muchos detalles más que forman un repertorio necesario para poder hacer el más mínimo trazo. Cuán preciso se vuelve el dibujo. En un plano hay que ver todo: lo cortado, lo proyectado, pero también lo que está detrás. Diferentes punteados se encargan de enriquecer los planos aportándoles múltiples visiones.
En un solo plano se ve el proyecto en todas sus dimensiones y por todos lados, su estudio es minucioso. Se dibujan planos en todas las escalas para permitir su análisis completo. El diálogo entre lo general y lo particular siempre está presente en todas las etapas. Es complejo, pero al mismo tiempo enriquecedor. Se dibuja cada ladrillo, cada piedra, cada una de las piezas que conforman ese mundo edificable.
Pero no he mencionado aún «los lugares», inspiradores y generadores de todo este acontecimiento: el lugar existente y el lugar creado. Horas enteras dedicadas a estudiar el lugar y, en pequeños cuadernos, se van plasmando las visuales, lo existente y lo deseado. El legado de la historia en la ciudad de Cartagena: el castillo de San Felipe, las cúpulas de sus iglesias, el convento de la Popa, las murallas, todos como testigos mudos pero presentes del imponente pasado tenían su lugar privilegiado en las visuales. Se encuentran en cada uno de los dibujos y se descubren en el proyecto sus simbologías.
El diálogo con el cosmos (el sol, los planetas, las estrellas) y la geografía es íntimo. A toda la cosmogonía se le rinde pleitesía y de ella se sacan profundas enseñanzas. Solsticios, equinoccios, puntos cardinales, ángulos, amaneceres, atardeceres, luces, sombras, todo se tiene en cuenta al momento de la implantación en el lugar.
Por las condiciones climáticas de Cartagena (ciudad tropical al borde del mar), se busca mitigar la exposición al sol directo: las cubiertas abovedadas funcionan como aislamiento térmico, mientras que la brisa, entre galerías cubiertas, patios y jardines, ayuda a atenuar el calor inclemente. Agua en finas atarjeas recorre patios y galerías, indica el camino por descubrir, encanta con sus sonidos y refresca el ambiente.
Sigue una tarea, difícil y fascinante: crear el entorno. Libros y más libros de botánica copan nuestra atención; tenemos que conocer gran cantidad de especies, sus características, sus formas, sus flores, sus olores. Se dibujan las seleccionadas; es necesario estudiarlas profundamente para no equivocarnos, y para encontrarles su lugar preciso en ese nuevo mundo que se crea para ellas.
Entre una cosa y otra, viene un esfuerzo suyo, íntimo, de decantación: suprimir todo lo superfluo, evitar los alardes, llegar a la sobriedad máxima, casi estoica, en el uso de los materiales. En el trabajo de Rogelio es imperativo eludir siempre toda tendencia a los gustos de moda, a los acabados lujosos, a la banalidad de los adornos inútiles.
Los planos, una vez decantados, pasan ahora a ocuparse de la jardinería: surgen senderos, caminos, taludes; hay movimiento en el terreno, se crea el paisaje circundante y en los patios interiores se prepara el suelo para la llegada de la vegetación y, desde los planos, ocupan su lugar palmeras, cauchos, robles, almendros, plumerias, crotos, helechos, jazmines, plumbagos, buganvilias, en fin, miles de especies dispuestas de manera magistral, en diálogo unas con otras, apropiándose del lugar asignado y llenando de vida, olor y color la arquitectura. Los patios cobran vida, reciben los nuevos habitantes y toman sus nombres. Ahora se llaman: Patio del Caucho, Patio del Roble Morado, Patio de las Buganvilias; cada uno se apropia del otro y se genera una simbiosis difícil de disolver. Arquitectura y vegetación se vuelven una sola, se entrelazan para siempre y surge un nuevo paisaje, un nuevo lugar.
Y aquella península abandonada y desértica, seleccionada por el arquitecto para implantar la casa, donde sólo se encontraban las ruinas del viejo fuerte de San Juan de Manzanillo, logra en muy poco tiempo, después de nuestra intervención, convertirse en un maravilloso paisaje, en un edén.
Creo que con esta obra, Rogelio cumple su mayor deseo, expresado bellamente por Apollinaire: «Preparar para la hiedra y el tiempo una ruina tan bella como las existentes».
¡Cuánto aprendí en esa primera lección!
Me ayudó a entender el verdadero sentido de la arquitectura y a descubrir y gozar de su profunda poética.
Después de la Casa de Huéspedes siguieron otros trabajos, pero sentía que ya estaba preparada para lo que pudiera acontecer. Sin embargo, cada nuevo proyecto lograba de nuevo sorprenderme. Aprendí también algo fundamental en su manera de trabajar: las frustraciones de un proyecto son las generadoras del siguiente.
Quiero terminar esta introducción citando unas palabras de Rogelio:
«El conocimiento de la arquitectura es el fruto de una continua búsqueda teórica; un trabajo por medio del cual se trata de capturar, sin lograrlo, el sueño del hombre por crear su lugar».

María Elvira Madriñán
Arquitecta

Este texto de la arquitecta fue leído en el encuentro «Arquitectura en Iberoamérica » (Sevilla, España, 2008), y en la Universidad San Francisco de Quito (Ecuador) durante un homenaje tributado este mismo año al maestro Rogelio Salmona.

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