Las excavaciones arqueológicas realizadas en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo de la Ciudad, permitieron delimitar el sitio que ocupaba la primera iglesia de la villa de San Cristóbal de La Habana.
Como parte de las obras de restauración del antiguo Palacio de los Capitanes Generales, en 1968 se efectúan allí las primeras excavaciones arqueológicas dirigidas por la Oficina del Historiador: comenzaba la gesta rehabilitadora de la Habana Vieja.
En sus inicios consistía en un simple bohío de tabla y guano, al igual que las demás viviendas que conformaban en 1519 el emplazamiento definitivo de la villa de San Cristóbal de La Habana, junto al canal de entrada de la bahía, llamada entonces Puerto de Carenas.
A un costado de la que fue su primera plaza pública (en el espacio que hoy ocupa el castillo de la Real Fuerza), aquel templo habanero de los orígenes se distinguía -tal vez- por su espadaña de madera con funciones de campanario, pues consta que los corsarios franceses se llevaron «hasta las campanas de la iglesia» cuando arrasaron el caserío en 1538.
Cuenta el Inca Garcilaso de la Vega que «habiendo llegado el gobernador, visto la destrucción que los corsarios habían hecho en el pueblo, socorrió de su hacienda a los vecinos y moradores de él, para ayudar a reedificar sus casas; y lo mejor que pudo reparó el templo y las imágenes destrozadas por los herejes...»
Seguiría esa modestísima iglesia parroquial en el mismo sitio, hasta que en 1550 comienza a reconstruirse en cal y canto, un poco más al sur -o sea, más distante de la costa-, en el lugar que hoy ocupa el Museo de la Ciudad, antigua Casa del Cabildo o Palacio de los Capitanes Generales.
Las actas capitulares que se conservan corroboran el interés de los vecinos porque ese templo sea terminado, así como el deseo de mejorar también la primera fortaleza, situada a unos trescientos pasos hacia el noroeste del actual castillo de la Real Fuerza.
Este último apremio se intensifica luego de que Jacques de Sores ataca el poblado en 1555 y, ofendido por la resistencia de los habitantes, convierte en cenizas la mayoría de sus bohíos.
Sólo quedan en pie las paredes de la iglesia en construcción, del hospital y de la casa de Juan de Rojas, uno de los vecinos más ricos de la villa, que contribuiría con una herencia a la culminación de la Parroquial Mayor... veinte años después de aquel saqueo.
En 1575 «el cuerpo de la iglesia está ya acabado», y el Cabildo y el Gobernador pidieron ayuda al Rey para edificar la sacristía, las tribunas y la torre, además de que en ese momento la parroquia no tenía «ni retablo, ni libros, ni ornamentos, ni campanas».
La posición del templo debió influir, por supuesto, en la elección del espacio para la Plaza de Armas, que sustituyó a la ya mencionada anteriormente, cuyo terreno había sido escogido desde 1560 para levantar el Castillo de la Real Fuerza.
Según testifica la correspondiente acta capitular, todavía el 13 de septiembre de 1577 se mantenía «llena de monte» la nueva plaza. A ella daba la parte posterior de la Parroquial Mayor, cuya nave se alargaba paralelamente a la actual calle Obispo y tenía por occidente -es decir, por el lado de Mercaderes- la puerta de entrada, a la izquierda de la cual se alzaba una torre de tres cuerpos, muy ancha y poco elevada.
Sobre el destino de la más significativa construcción religiosa habanera, dan cuenta en lo adelante sucesivas actas del Cabildo que cuestionan la modestia de su factura y el estado precario en que se encuentra a medida que pasa el tiempo.
«La iglesia no es capaz para los feligreses…; necesita frecuentes reparos...; se ha de descubrir todo el techo y las maderas no sirven, y aun las paredes tienen necesidad de pilares...», manifiesta a los regidores el obispo Juan de Cabezas, el 27 de noviembre de 1608.
Y para argumentar «la necesidad que hay en esta República de una iglesia nueva en diferente sitio de que la iglesia parroquial tiene, y más capaz, por haber de ser la matriz...», el Obispo esgrime también la proximidad de la Plaza de Armas, en el sentido de que la Parroquial obstaculiza el ejercicio de las actividades militares que allí se realizan.
Sin embargo, tras varias sesiones, el Cabildo decide reedificarla en el lugar donde está, para lo cual analiza dos propuestas de iglesia con tres naves: una proyectada por Juan de la Torre, maestro mayor de la Ciudad, y la del forastero oficial maestro de obras Francisco Silleros de Alarejo.
Pero como persiste la duda sobre la conveniencia de uno u otro proyecto (sobre todo del primero, que magnificaba el templo dándole rango de sede catedralicia), se decide enviarlos al Rey para que éste mismo decida.
A la postre, se frustra el deseo de una nueva parroquial para La Habana, ya que los planos nunca regresaron de España debido seguramente a que la Corona los vetó en razón de sus altos costos.
Más de cinco años después, el 12 de mayo de 1614, el Procurador General se refiere a cómo decidida la reedificación de la iglesia, los vecinos habían contribuido con seis mil ducados. A pesar de lo cual, agrega, «no se había hecho conforme a lo que se acordó», ya que sólo se renovó su techo «dejándola del mismo tamaño que antes… y con un coro bajo que embaraza el cuerpo de ella, y caída y desbaratada la torre de campanas».
Todo hace indicar que los habaneros debieron esperar hasta 1666, cuando el obispo Juan Santos Matías se decide a «principiar la fábrica de la Santa Iglesia Parroquial» y, como en ocasiones anteriores, aparece la alternativa de reconstruirla o no en el mismo lugar.
Esta vez triunfó la idea del cambio, que por algún motivo desconocido no llegó a consumarse, reparándose -eso sí- el antiguo templo antes del 7 de julio de ese año, cuando las actas capitulares dejan constancia de las exequias celebradas allí con motivo del fallecimiento del rey Felipe IV.
Planos de 1692 lo muestran ya modificado, con una nave lateral detrás de la torre campanario, cementerio general y aposentos, aunque muy lejos de alcanzar las calidades arquitectónicas que correspondían a su alto significado religioso.
Esfuerzos en ese sentido no faltaron durante el siglo XVIII. El 11 de abril de 1726, el obispo Gerónimo Valdés se dirige al Rey expresándole su «gravísimo desconsuelo» porque la iglesia está «totalmente arruinada y deshaciéndose sus paredes», además de no poder ejecutar por sí mismo otra «del tamaño y decencia que corresponde al ilustre desta ciudad».
Valdés había mandado a construir en 1720 el presbiterio de la iglesia del Espíritu Santo que, erigida en 1638, sirvió de auxiliar a la Parroquial Mayor (ver Opus Habana, No. 1, 1997).
En 1730 el ingeniero Bruno Caballero traza un proyecto sobre la base de una planta rectangular de tres naves y diez capillas con transepto formando una cruz latina, el cual es enviado a la Corona para, obtenida la aprobación de ésta, ejecutarlo en un sitio diferente al que ocupa hasta ese momento el primer templo habanero.
Posteriormente se remiten a la metrópoli nuevos planos en los que se agregaban torres y un elaborado frontispicio, pero -como siempre- existen dudas sobre los costos, pasan unos diez años y nada se ha decidido aún cuando tiene lugar el acontecimiento lamentable del 30 de junio de 1741: la voladura del navío Invencible.
En carta dirigida al Rey, narra el gobernador Güemes Horcasitas cómo «aconteció la desgracia de formarse una turbonada que, despidiendo un rayo pegó fuego al palo mayor del navío (...) por encima de su cofa, con tal actividad y violencia, que no fue posible apagarle, ni dio lugar ni tiempo para cortarle…»
Y considera «felicidad en este suceso funesto, y clemencia de la bondad Divina, que teniendo cuatrocientos quintales de pólvora en el navío (...) sólo se experimentó el daño que causaron los fragmentos que de él se despidieron al tiempo que reventó, en los tejados de los cuarteles de infantería y caballería, en esta Real Fuerza y en otras casas á donde cayeron hasta en medio de la ciudad y la iglesia parroquial; que ésta fue cuarteada por diversas partes y sus paredes, de suerte que es preciso demolerla».
A raíz del desastre, todo hace indicar que -por un tiempo- primó la idea de construir el ansiado templo, e incluso la Corona instruye al Gobernador en Real Despacho del 15 de marzo de 1741 con el fin de que «se sirva ordenar las disposiciones convenientes para la fábrica de la nueva Parroquial... en el sitio que se expresa; y que se apliquen para este intento los productos que se destinan y señalan».
Recurre, entonces, Güemes a los vecinos que habían prometido sufragar el costo de las diez capillas, proponiéndoles que eleven su aporte financiero en virtud del privilegio concedido por su Patronato de tener allí «asiento y sepultura para sí y para sus familiares».
Al recibir también ese día un Real Despacho, el obispo Juan Lazo convoca al clero para instarlo a contribuir con la obra según sus posibilidades, pero resulta que el lugar elegido para materializar la propuesta de Caballero no reunía los requisitos indispensables:
«Era capaz sólo para lo preciso de la tres naves», reconoce el Obispo, a la par que los regidores cuestionan ese sitio por «ser estrecho y estar en terreno bajo y sin comodidad para formar plaza que la hermosee y reciba el crecido número de coches y calezas que ocurren en días festivos».Como resultado, por tercera vez se plantea el dilema de construir una iglesia nueva en otro paraje o reconstruirla en el mismo sitio, imponiéndose esta última opción, o sea, las reparaciones imprescindibles del viejo templo para que pueda seguir funcionando.
En 1775, tras ser nominado obispo de Cuba, inicia su visita eclesiástica por varios rincones de la Isla Agustín Morell de Santa Cruz, quien brinda en carta remitida al Rey una descripción fehaciente de la Parroquial Mayor:
«Su exterior en fin es tan ordinario, que por la parte Oriental y meridional más parece casa particular, que templo de Dios vivo», asegura, así como que «el interior por sí solo mirado tampoco encierra primor alguno en que la curiosidad pueda detenerse:
»El techo y las llaves que sujetan la obra son de madera toscamente labrada. Los Arcos de piedra que tiene por el costado izquierdo padecen del mismo defecto.
»Aun mayor es el carecer el lado diestro de otros correspondientes para la igualdad de la construcción. En esta se portó tan groseramente la mano de su artífice que si la desnudaran del ornato que tiene, parecería a la primera vista una gran tarazana o Rodega».
«En efecto la intitulada Parrochial Mayor bien podría servir para la Villa de Puerto Carenas, pero no para la gran Ciudad de Sn. Xptoval de la Habana. Es un lunar que extremadamente la afea», afirma rotundamente el Obispo, quien en 1759 -no obstante- mandó a labrar para ella un «lúcido y hermoso» coro bajo, según lo catalogara el síndico procurador general Esteban de Portier.
Éste último también solicitaría a Su Majestad la edificación de una nueva iglesia y «cuánto anima a los vecinos para constribuir a su fábrica la esperanza de verla breve y fácilmente concluida en el propio terreno, que es el más hermoso y lustrado de edificios que tiene la población», o sea, frente a la Plaza de Armas.
En balde. Pasaron los años y, luego de resistir los estragos del huracán Santa Teresa (1768), siguió sirviendo en estado ruinoso a la feligresía hasta que la Corona designó para Parroquial Mayor a la iglesia que, situada en la plazuela de la Ciénaga, había sido confiscada a los jesuitas el año anterior.
Aprobada esa decisión por Real Cédula el 11 de julio de 1772, se trasladó provisionalmente el culto para el oratorio de San Felipe de Neri, ubicado en la esquina de las calles de Obrapía y Aguiar.
En diciembre de 1777 pasó por fin la Parroquial Mayor hacia la mencionada iglesia de los Padres Jesuitas, la cual sería erigida en Catedral de La Habana a finales de 1793.
Desapareció el más antiguo de los templos habaneros a finales de 1777 y, como parte de un plan concertado para revitalizar la Real Plaza de Armas, inmediatamente comenzó a levantarse en aquel terreno la Casa del Cabildo o Palacio de los Capitanes Generales, cuya Sala Capitular se inauguró el 23 de diciembre de 1791, aunque las obras se prolongaron hasta el año siguiente.
El lugar de la primera casa de Dios en la villa de San Cristóbal de La Habana, acogió desde entonces a las Salas Capitulares, la residencia del Gobernador y la Cárcel Pública, convertidas hoy en salas del Museo de la Ciudad.
A un costado de la que fue su primera plaza pública (en el espacio que hoy ocupa el castillo de la Real Fuerza), aquel templo habanero de los orígenes se distinguía -tal vez- por su espadaña de madera con funciones de campanario, pues consta que los corsarios franceses se llevaron «hasta las campanas de la iglesia» cuando arrasaron el caserío en 1538.
Cuenta el Inca Garcilaso de la Vega que «habiendo llegado el gobernador, visto la destrucción que los corsarios habían hecho en el pueblo, socorrió de su hacienda a los vecinos y moradores de él, para ayudar a reedificar sus casas; y lo mejor que pudo reparó el templo y las imágenes destrozadas por los herejes...»
Seguiría esa modestísima iglesia parroquial en el mismo sitio, hasta que en 1550 comienza a reconstruirse en cal y canto, un poco más al sur -o sea, más distante de la costa-, en el lugar que hoy ocupa el Museo de la Ciudad, antigua Casa del Cabildo o Palacio de los Capitanes Generales.
Las actas capitulares que se conservan corroboran el interés de los vecinos porque ese templo sea terminado, así como el deseo de mejorar también la primera fortaleza, situada a unos trescientos pasos hacia el noroeste del actual castillo de la Real Fuerza.
Este último apremio se intensifica luego de que Jacques de Sores ataca el poblado en 1555 y, ofendido por la resistencia de los habitantes, convierte en cenizas la mayoría de sus bohíos.
Sólo quedan en pie las paredes de la iglesia en construcción, del hospital y de la casa de Juan de Rojas, uno de los vecinos más ricos de la villa, que contribuiría con una herencia a la culminación de la Parroquial Mayor... veinte años después de aquel saqueo.
En 1575 «el cuerpo de la iglesia está ya acabado», y el Cabildo y el Gobernador pidieron ayuda al Rey para edificar la sacristía, las tribunas y la torre, además de que en ese momento la parroquia no tenía «ni retablo, ni libros, ni ornamentos, ni campanas».
La posición del templo debió influir, por supuesto, en la elección del espacio para la Plaza de Armas, que sustituyó a la ya mencionada anteriormente, cuyo terreno había sido escogido desde 1560 para levantar el Castillo de la Real Fuerza.
Según testifica la correspondiente acta capitular, todavía el 13 de septiembre de 1577 se mantenía «llena de monte» la nueva plaza. A ella daba la parte posterior de la Parroquial Mayor, cuya nave se alargaba paralelamente a la actual calle Obispo y tenía por occidente -es decir, por el lado de Mercaderes- la puerta de entrada, a la izquierda de la cual se alzaba una torre de tres cuerpos, muy ancha y poco elevada.
Sobre el destino de la más significativa construcción religiosa habanera, dan cuenta en lo adelante sucesivas actas del Cabildo que cuestionan la modestia de su factura y el estado precario en que se encuentra a medida que pasa el tiempo.
«La iglesia no es capaz para los feligreses…; necesita frecuentes reparos...; se ha de descubrir todo el techo y las maderas no sirven, y aun las paredes tienen necesidad de pilares...», manifiesta a los regidores el obispo Juan de Cabezas, el 27 de noviembre de 1608.
Y para argumentar «la necesidad que hay en esta República de una iglesia nueva en diferente sitio de que la iglesia parroquial tiene, y más capaz, por haber de ser la matriz...», el Obispo esgrime también la proximidad de la Plaza de Armas, en el sentido de que la Parroquial obstaculiza el ejercicio de las actividades militares que allí se realizan.
Sin embargo, tras varias sesiones, el Cabildo decide reedificarla en el lugar donde está, para lo cual analiza dos propuestas de iglesia con tres naves: una proyectada por Juan de la Torre, maestro mayor de la Ciudad, y la del forastero oficial maestro de obras Francisco Silleros de Alarejo.
Pero como persiste la duda sobre la conveniencia de uno u otro proyecto (sobre todo del primero, que magnificaba el templo dándole rango de sede catedralicia), se decide enviarlos al Rey para que éste mismo decida.
A la postre, se frustra el deseo de una nueva parroquial para La Habana, ya que los planos nunca regresaron de España debido seguramente a que la Corona los vetó en razón de sus altos costos.
Más de cinco años después, el 12 de mayo de 1614, el Procurador General se refiere a cómo decidida la reedificación de la iglesia, los vecinos habían contribuido con seis mil ducados. A pesar de lo cual, agrega, «no se había hecho conforme a lo que se acordó», ya que sólo se renovó su techo «dejándola del mismo tamaño que antes… y con un coro bajo que embaraza el cuerpo de ella, y caída y desbaratada la torre de campanas».
Todo hace indicar que los habaneros debieron esperar hasta 1666, cuando el obispo Juan Santos Matías se decide a «principiar la fábrica de la Santa Iglesia Parroquial» y, como en ocasiones anteriores, aparece la alternativa de reconstruirla o no en el mismo lugar.
Esta vez triunfó la idea del cambio, que por algún motivo desconocido no llegó a consumarse, reparándose -eso sí- el antiguo templo antes del 7 de julio de ese año, cuando las actas capitulares dejan constancia de las exequias celebradas allí con motivo del fallecimiento del rey Felipe IV.
Planos de 1692 lo muestran ya modificado, con una nave lateral detrás de la torre campanario, cementerio general y aposentos, aunque muy lejos de alcanzar las calidades arquitectónicas que correspondían a su alto significado religioso.
Esfuerzos en ese sentido no faltaron durante el siglo XVIII. El 11 de abril de 1726, el obispo Gerónimo Valdés se dirige al Rey expresándole su «gravísimo desconsuelo» porque la iglesia está «totalmente arruinada y deshaciéndose sus paredes», además de no poder ejecutar por sí mismo otra «del tamaño y decencia que corresponde al ilustre desta ciudad».
Valdés había mandado a construir en 1720 el presbiterio de la iglesia del Espíritu Santo que, erigida en 1638, sirvió de auxiliar a la Parroquial Mayor (ver Opus Habana, No. 1, 1997).
En 1730 el ingeniero Bruno Caballero traza un proyecto sobre la base de una planta rectangular de tres naves y diez capillas con transepto formando una cruz latina, el cual es enviado a la Corona para, obtenida la aprobación de ésta, ejecutarlo en un sitio diferente al que ocupa hasta ese momento el primer templo habanero.
Posteriormente se remiten a la metrópoli nuevos planos en los que se agregaban torres y un elaborado frontispicio, pero -como siempre- existen dudas sobre los costos, pasan unos diez años y nada se ha decidido aún cuando tiene lugar el acontecimiento lamentable del 30 de junio de 1741: la voladura del navío Invencible.
En carta dirigida al Rey, narra el gobernador Güemes Horcasitas cómo «aconteció la desgracia de formarse una turbonada que, despidiendo un rayo pegó fuego al palo mayor del navío (...) por encima de su cofa, con tal actividad y violencia, que no fue posible apagarle, ni dio lugar ni tiempo para cortarle…»
Y considera «felicidad en este suceso funesto, y clemencia de la bondad Divina, que teniendo cuatrocientos quintales de pólvora en el navío (...) sólo se experimentó el daño que causaron los fragmentos que de él se despidieron al tiempo que reventó, en los tejados de los cuarteles de infantería y caballería, en esta Real Fuerza y en otras casas á donde cayeron hasta en medio de la ciudad y la iglesia parroquial; que ésta fue cuarteada por diversas partes y sus paredes, de suerte que es preciso demolerla».
A raíz del desastre, todo hace indicar que -por un tiempo- primó la idea de construir el ansiado templo, e incluso la Corona instruye al Gobernador en Real Despacho del 15 de marzo de 1741 con el fin de que «se sirva ordenar las disposiciones convenientes para la fábrica de la nueva Parroquial... en el sitio que se expresa; y que se apliquen para este intento los productos que se destinan y señalan».
Recurre, entonces, Güemes a los vecinos que habían prometido sufragar el costo de las diez capillas, proponiéndoles que eleven su aporte financiero en virtud del privilegio concedido por su Patronato de tener allí «asiento y sepultura para sí y para sus familiares».
Al recibir también ese día un Real Despacho, el obispo Juan Lazo convoca al clero para instarlo a contribuir con la obra según sus posibilidades, pero resulta que el lugar elegido para materializar la propuesta de Caballero no reunía los requisitos indispensables:
«Era capaz sólo para lo preciso de la tres naves», reconoce el Obispo, a la par que los regidores cuestionan ese sitio por «ser estrecho y estar en terreno bajo y sin comodidad para formar plaza que la hermosee y reciba el crecido número de coches y calezas que ocurren en días festivos».Como resultado, por tercera vez se plantea el dilema de construir una iglesia nueva en otro paraje o reconstruirla en el mismo sitio, imponiéndose esta última opción, o sea, las reparaciones imprescindibles del viejo templo para que pueda seguir funcionando.
En 1775, tras ser nominado obispo de Cuba, inicia su visita eclesiástica por varios rincones de la Isla Agustín Morell de Santa Cruz, quien brinda en carta remitida al Rey una descripción fehaciente de la Parroquial Mayor:
«Su exterior en fin es tan ordinario, que por la parte Oriental y meridional más parece casa particular, que templo de Dios vivo», asegura, así como que «el interior por sí solo mirado tampoco encierra primor alguno en que la curiosidad pueda detenerse:
»El techo y las llaves que sujetan la obra son de madera toscamente labrada. Los Arcos de piedra que tiene por el costado izquierdo padecen del mismo defecto.
»Aun mayor es el carecer el lado diestro de otros correspondientes para la igualdad de la construcción. En esta se portó tan groseramente la mano de su artífice que si la desnudaran del ornato que tiene, parecería a la primera vista una gran tarazana o Rodega».
«En efecto la intitulada Parrochial Mayor bien podría servir para la Villa de Puerto Carenas, pero no para la gran Ciudad de Sn. Xptoval de la Habana. Es un lunar que extremadamente la afea», afirma rotundamente el Obispo, quien en 1759 -no obstante- mandó a labrar para ella un «lúcido y hermoso» coro bajo, según lo catalogara el síndico procurador general Esteban de Portier.
Éste último también solicitaría a Su Majestad la edificación de una nueva iglesia y «cuánto anima a los vecinos para constribuir a su fábrica la esperanza de verla breve y fácilmente concluida en el propio terreno, que es el más hermoso y lustrado de edificios que tiene la población», o sea, frente a la Plaza de Armas.
En balde. Pasaron los años y, luego de resistir los estragos del huracán Santa Teresa (1768), siguió sirviendo en estado ruinoso a la feligresía hasta que la Corona designó para Parroquial Mayor a la iglesia que, situada en la plazuela de la Ciénaga, había sido confiscada a los jesuitas el año anterior.
Aprobada esa decisión por Real Cédula el 11 de julio de 1772, se trasladó provisionalmente el culto para el oratorio de San Felipe de Neri, ubicado en la esquina de las calles de Obrapía y Aguiar.
En diciembre de 1777 pasó por fin la Parroquial Mayor hacia la mencionada iglesia de los Padres Jesuitas, la cual sería erigida en Catedral de La Habana a finales de 1793.
Desapareció el más antiguo de los templos habaneros a finales de 1777 y, como parte de un plan concertado para revitalizar la Real Plaza de Armas, inmediatamente comenzó a levantarse en aquel terreno la Casa del Cabildo o Palacio de los Capitanes Generales, cuya Sala Capitular se inauguró el 23 de diciembre de 1791, aunque las obras se prolongaron hasta el año siguiente.
El lugar de la primera casa de Dios en la villa de San Cristóbal de La Habana, acogió desde entonces a las Salas Capitulares, la residencia del Gobernador y la Cárcel Pública, convertidas hoy en salas del Museo de la Ciudad.