Desde 1787 esta ciudad comenzó a iluminarse. Sostén de la luz, el portafarol colonial sobrevive aún en las fachadas más antiguas.
El portafarol colonial recurrió a la figuración como elemento predominantemente decorativo. La abundancia de curvas y arabescos en sus diseños demuestra que fueron elaborados sobre la base de criterios estéticos.

 Con su inadvertida y discreta presencia los portafaroles son un exponente singular de la herrería arquitectónica cubana durante el siglo XIX. Ahora, cuando ya no cobijan el misterio del fuego ni la maravilla de la electricidad, todavía asombra al caminante curioso esa paradoja del hierro convertido en encaje.
Estos brazos, sostenes de los faroles que iluminaban balcones y espacios comunes, aún sobreviven en las fachadas —por lo general, en las plantas altas— de medio centenar de edificios de la Habana Vieja, así como en otros muchos de provincia, especialmente en Trinidad, Sancti Spíritus, Sagua la Grande y Cienfuegos.
Los portafaroles en hierro forjado surgen en el último tercio del siglo XVIII, cuando ya existen herrerías en Cuba. Durante el siglo XIX hay un florecimiento de ese oficio en las ciudades antes mencionadas (así como en Matanzas y Cárdenas), que en la primera mitad de esa centuria alcanzaron gran esplendor y riqueza.
El auge productivo de elementos arquitectónicos en hierro estuvo motivado por razones de índole práctica. Las familias adineradas, especialmente las habaneras, acumulaban en sus casas grandes tesoros que debían preservar de actos vandálicos y asaltos, pues todavía no existían bancos ni otros medios de seguridad para proteger sus bienes.
Así, desde finales del siglo XVIII, rejas de ventanas y barandas de balcones cuyas balaustradas eran de madera, comenzaron a ser sustituidas por hierro forjado, a la par que los balcones eran protegidos por sugestivos guardavecinos. Ya en el siglo XIX, a las razones prácticas se añadían intenciones estéticas: la herrería fue siendo cada vez más elaborada, y los trabajos meramente utilitarios eran enriquecidos con preciosas filigranas, ya fuera en rejas de zaguán, brocales de pozos, cancelas, guardacantones... que transformaron poco a poco la imagen de la ciudad, delimitando espacios y categorías.
También en el siglo XIX se introdujo la técnica del hierro colado o fundido, usada ampliamente en las barandas de balcones —con peculiares diseños, como en el palacio de Aldama— y en la fundición de escaleras de caracol, bancos y muebles de jardín.
Durante la segunda mitad de ese siglo se registraban en La Habana más de cincuenta talleres que trabajaban con metal importado de Europa. El perfeccionamiento de las técnicas de forja y de fundición promovió gran variedad de tipologías y diseños cuya armonía se basaba en el predominio de las curvas con influencias barrocas.
En el entorno urbano convivían los modos del Neoclásico en la arquitectura con las formas barroquizantes de la herrería, preludio del eclecticismo que caracterizó la ciudad desde finales del siglo XIX y principios del próximo.
El portafarol colonial recurrió a la figuración como elemento predominantemente decorativo. La abundancia de curvas y arabescos en sus diseños demuestra que fueron elaborados sobre la base de criterios estéticos, por encima de los fundamentos técnicos relacionados con su funcionalidad.
Basado en el triángulo del pie de amigo, este artilugio muchas veces se aleja de la escuadra inicial para convertirse en una secuencia de elementos curvos, con un diseño sensual de redondeces, contracurvas y volutas que trasluce la voluptuosidad del gusto criollo.
La necesidad misma de tener un extremo libre y un gancho para el izaje del farol favorece en alto grado la variedad de formas exteriores, a diferencia de las barandas o rejas, que están más delimitadas y sólo pueden desarrollar elementos figurativos en su interior. Entre los portafaroles coloniales predominan dos tipos: aquellos que sólo insinúan la espiral y los que la tienen como elemento básico. Al primer grupo pertenecen los portafaroles de Lamparilla 114, al segundo, la espectacular secuencia que se conserva en el edificio ocupado hoy por el Banco Nacional, en la calle Cuba 402.
En otros casos —Lamparilla 216, por ejemplo—, la espiral gana complejidad planimétrica pues se multiplica en sentido vertical y se le añaden otros elementos decorativos como formas petaloides rematadas con pequeñas esferas macizas.
En general escasean las figuras geométricas simples, en tanto proliferan las de inspiración vegetal: floreros, ramas que salen de las fachadas, ramilletes abiertos a partir del muro, hojas, flores...
El portafarol de Obispo 202, esquina a San Ignacio, es un ejemplo singular de códigos neoclásicos. Aquí la espiral está relegada al extremo de un rectángulo que, enlazado a otro por un cuarto de circunferencia, acepta un relleno de círculos y rombos al igual que las demás piezas. Se trata del único caso en que se aprecia cierta intención de diseño conjunto del portafarol y la baranda del balcón.
El empuje decorativo de la época y el desarrollo de la herrería posibilitaron que los portafaroles se convirtieran —de meros sostenes de lámparas— en piezas de alto valor artístico. La prueba es que no fueron eliminados una vez que su función original se vio superada. Todo lo contrario, se integraron al lenguaje arquitectónico colonial, unidos coherentemente a mediospuntos, guardavecinos, rejas, guardacantones...

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