No es el estruendo de un rayo, ni un estampido ocasional. Para los habaneros retumba desde hace siglos el «cañonazo de las nueve», ceremonia que –desde 1986– se recrea a modo de fantasía militar en la fortaleza de San Carlos de la Cabaña.
Devenida tradición, esta ceremonia únicamente dejaría de cumplirse durante la Segunda Guerra Mundial.
Cada noche, desde cualquier punto de la ciudad los habaneros verifican la exactitud de sus relojes al escuchar el característico sonido del «cañonazo de las nueve». Muchos incluso pueden hasta
reproducir mentalmente los pasos de esa ceremonia que, desde 1986, se recrea a modo de fantasía militar en la fortaleza de San Carlos de la Cabaña.
La plaza de este fuerte es el escenario donde —uniformados a la usanza de la segunda mitad del siglo XVIII— un oficial, varios artilleros, un farolero, un portaestandarte y un tamborilero protagonizan ese acto de cronométrica puntualidad, cuyos orígenes se remontan a los tiempos cuando La Habana tenía sistema defensivo amurallado perimetral.
Para anunciar tanto la apertura, como el cierre de la bahía y las puertas de las murallas, ya a afinales del XVII se hacían sendas detonaciones desde un buque situado en el puerto: la primera, a las cuatro y treinta de la madrugada; la segunda, a las ocho de la noche. Una lápida con un león sobre un globo en relieve indicaba en la llamada Puerta de Tierra la vigencia de tal régimen: «A solis ortu us ad ocassum».
Con la terminación de La Cabaña en 1774 se comienzan a ejecutar los disparos desde esta fortificación, según consta en documentos del Archivo General de Indias. Y en lo adelante, seguirían efectuándose allí pese a que en 1863, durante el mandato de Domingo Dulce y Garay, gobernador de la Isla, empiezan a derrumbarse las murallas por interés manifiesto de vecinos y comerciantes, ante el crecimiento de la zona de extramuros y el desarrollo de la actividad mercantil. A partir de la primera intervención norteamericana (1898-1902) se utilizaría sólo un cañonazo, a las nueve de la noche. Devenido tradición, únicamente dejaría de cumplirse durante la Segunda Guerra Mundial (desde el 15 de junio de 1942 hasta el primero de diciembre de 1945), dado que Cuba era aliada de Estados Unidos contra el eje fascista Roma-Berlín-Tokío.
Ante el asombro de la población capitalina, el entonces presidente de la República dispuso la suspensión, medida que fue argumentada por el general Manuel López Migoya, jefe del ejército, con las siguientes palabras: «Hay que ahorrar pólvora, señores. Estamos en tiempo de guerra».
Más lógica parecía la nota de prensa que justificaba la prohibición con el estado bélico que vivía el mundo, pues así —señalaba— se evitaba que los submarinos alemanes pudieran detectar fácilmente la posición geográfica de la capital cubana al merodear por estas costas.
Las protestas resonaron en toda la ciudad y los habaneros parecían necesitar más que nunca de aquel secular disparo… Hasta se hicieron varias propuestas para sustituirlo, como la de aprovechar la sirena de la Planta Eléctrica de Tallapiedra. Una vez terminada la conflagración, el «cañonazo de las nueve» volvió a escucharse hasta nuestros días.
Cuando bajo los auspicios del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y la asesoría técnica de la Oficina del Historiador, se acometió la restauración de las fortalezas de los Tres Reyes del Morro y de San Carlos de la Cabaña, se decidió engalanar esta tradición.
Como no se contaba con información concreta, se utilizaron distintos elementos militares a partir de referencias temporales lógicas, hasta llegar a conformar la ceremonia actual con voces y movimientos correspondientes al Reglamento de Infantería de la España decimonónica.
En el espectáculo participa la batería de salva de La Cabaña, cuyas veinte y una piezas de bronce del siglo XVIII muestran una rica y bella decoración, en la cual figuran el escudo de España, el nombre de cada pieza, año de construcción y el lugar donde fueron fundidas, generalmente Sevilla o Barcelona.
Según las Ordenanzas, esos cañones de ánima lisa (o sea, no estriados) y técnica avancarga se fabricaron en los calibres 24, 16, 12, 8 y 4 libras, y son capaces de lanzar una bala esférica de hierro a unos 800 metros. Entre los usados ahora están los llamados Solano, Luperto, La Parca, Ganímedes y Capitolino… y en vez de un proyectil verdadero, disparan ingenuos sacos de yute que caen a pocos metros. La ceremonia comienza apenas unos minutos antes de las nueve de la noche con la entrada del farolero a la explanada —después que ésta ha quedado a oscuras y en total silencio— para anunciar a los presentes la supuesta inminencia del cierre de las puertas de la muralla y el consiguiente recogimiento de vecinos y visitantes.
Seguidamente, los artilleros llegan marchando según las ordenanzas de 1850, al compás de toques de tambor. Los preceden el portaestandarte, que luce el antiguo pabellón español con las rojas aspas de San Andrés, el tamborilero y el jefe de dotación.
Este último da las voces de mando y supervisa con naturalidad y aire marcial el cumplimiento de todas las maniobras. — ¡Para el cañonazo de las nueve, carguen!— truena la voz del jefe de la dotación y, a partir de entonces, sin perder un segundo se suceden una tras otra las acciones hasta lograr el disparo.
Por supuesto, la mayor responsabilidad recae en los artilleros, dos de los cuales —designados como bombarderos— toman la cuchara de carga y vierten por la boca del cañón la pólvora necesaria, que yace preparada en un recipiente oculto dentro de un barril.
Después comprimen a baquetazos la pólvora y los sacos de yute empleados en calidad de proyectil falso.
Situado en la parte posterior del cañón, un segundo artillero ceba el fogón con un poco de pólvora que, al prenderse, se comunicará con la otra cantidad de explosivo y la hará estallar.
Cumplida la orden de ¡Elevación máxima!, el jefe de dotación manda a prender la antorcha: ¡Encender el botafuego!, tras lo cual sólo resta efectuar los últimos pasos para conseguir el cañonazo.
— ¡Para una salva, a mi orden!... ¡Fuego!— ordena el oficial y, con tal de imprimirle aun más suspenso a la ceremonia, detrás de sus palabras empieza a redoblar el tambor. Un soldado aplica la mecha al oído del cañón y... ibooom!, se produce el disparo.
La carga de la pólvora es de 234 gramos, tipo «zoclo», de más lenta combustión que la negra, lo que permite el disfrute del acto. Desde que el oído del cañón se prende con la antorcha hasta el momento de la detonación, hay un intervalo de seis segundos.
Como el sonido viaja a 330 metros por segundo, el «cañonazo de las nueve» llega con ligeras diferencias a los distintos lugares de la ciudad, pero los habaneros lo agradecen infinitamente como signo de referencia inconfundible.
La plaza de este fuerte es el escenario donde —uniformados a la usanza de la segunda mitad del siglo XVIII— un oficial, varios artilleros, un farolero, un portaestandarte y un tamborilero protagonizan ese acto de cronométrica puntualidad, cuyos orígenes se remontan a los tiempos cuando La Habana tenía sistema defensivo amurallado perimetral.
Para anunciar tanto la apertura, como el cierre de la bahía y las puertas de las murallas, ya a afinales del XVII se hacían sendas detonaciones desde un buque situado en el puerto: la primera, a las cuatro y treinta de la madrugada; la segunda, a las ocho de la noche. Una lápida con un león sobre un globo en relieve indicaba en la llamada Puerta de Tierra la vigencia de tal régimen: «A solis ortu us ad ocassum».
Con la terminación de La Cabaña en 1774 se comienzan a ejecutar los disparos desde esta fortificación, según consta en documentos del Archivo General de Indias. Y en lo adelante, seguirían efectuándose allí pese a que en 1863, durante el mandato de Domingo Dulce y Garay, gobernador de la Isla, empiezan a derrumbarse las murallas por interés manifiesto de vecinos y comerciantes, ante el crecimiento de la zona de extramuros y el desarrollo de la actividad mercantil. A partir de la primera intervención norteamericana (1898-1902) se utilizaría sólo un cañonazo, a las nueve de la noche. Devenido tradición, únicamente dejaría de cumplirse durante la Segunda Guerra Mundial (desde el 15 de junio de 1942 hasta el primero de diciembre de 1945), dado que Cuba era aliada de Estados Unidos contra el eje fascista Roma-Berlín-Tokío.
Ante el asombro de la población capitalina, el entonces presidente de la República dispuso la suspensión, medida que fue argumentada por el general Manuel López Migoya, jefe del ejército, con las siguientes palabras: «Hay que ahorrar pólvora, señores. Estamos en tiempo de guerra».
Más lógica parecía la nota de prensa que justificaba la prohibición con el estado bélico que vivía el mundo, pues así —señalaba— se evitaba que los submarinos alemanes pudieran detectar fácilmente la posición geográfica de la capital cubana al merodear por estas costas.
Las protestas resonaron en toda la ciudad y los habaneros parecían necesitar más que nunca de aquel secular disparo… Hasta se hicieron varias propuestas para sustituirlo, como la de aprovechar la sirena de la Planta Eléctrica de Tallapiedra. Una vez terminada la conflagración, el «cañonazo de las nueve» volvió a escucharse hasta nuestros días.
Cuando bajo los auspicios del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y la asesoría técnica de la Oficina del Historiador, se acometió la restauración de las fortalezas de los Tres Reyes del Morro y de San Carlos de la Cabaña, se decidió engalanar esta tradición.
Como no se contaba con información concreta, se utilizaron distintos elementos militares a partir de referencias temporales lógicas, hasta llegar a conformar la ceremonia actual con voces y movimientos correspondientes al Reglamento de Infantería de la España decimonónica.
En el espectáculo participa la batería de salva de La Cabaña, cuyas veinte y una piezas de bronce del siglo XVIII muestran una rica y bella decoración, en la cual figuran el escudo de España, el nombre de cada pieza, año de construcción y el lugar donde fueron fundidas, generalmente Sevilla o Barcelona.
Según las Ordenanzas, esos cañones de ánima lisa (o sea, no estriados) y técnica avancarga se fabricaron en los calibres 24, 16, 12, 8 y 4 libras, y son capaces de lanzar una bala esférica de hierro a unos 800 metros. Entre los usados ahora están los llamados Solano, Luperto, La Parca, Ganímedes y Capitolino… y en vez de un proyectil verdadero, disparan ingenuos sacos de yute que caen a pocos metros. La ceremonia comienza apenas unos minutos antes de las nueve de la noche con la entrada del farolero a la explanada —después que ésta ha quedado a oscuras y en total silencio— para anunciar a los presentes la supuesta inminencia del cierre de las puertas de la muralla y el consiguiente recogimiento de vecinos y visitantes.
Seguidamente, los artilleros llegan marchando según las ordenanzas de 1850, al compás de toques de tambor. Los preceden el portaestandarte, que luce el antiguo pabellón español con las rojas aspas de San Andrés, el tamborilero y el jefe de dotación.
Este último da las voces de mando y supervisa con naturalidad y aire marcial el cumplimiento de todas las maniobras. — ¡Para el cañonazo de las nueve, carguen!— truena la voz del jefe de la dotación y, a partir de entonces, sin perder un segundo se suceden una tras otra las acciones hasta lograr el disparo.
Por supuesto, la mayor responsabilidad recae en los artilleros, dos de los cuales —designados como bombarderos— toman la cuchara de carga y vierten por la boca del cañón la pólvora necesaria, que yace preparada en un recipiente oculto dentro de un barril.
Después comprimen a baquetazos la pólvora y los sacos de yute empleados en calidad de proyectil falso.
Situado en la parte posterior del cañón, un segundo artillero ceba el fogón con un poco de pólvora que, al prenderse, se comunicará con la otra cantidad de explosivo y la hará estallar.
Cumplida la orden de ¡Elevación máxima!, el jefe de dotación manda a prender la antorcha: ¡Encender el botafuego!, tras lo cual sólo resta efectuar los últimos pasos para conseguir el cañonazo.
— ¡Para una salva, a mi orden!... ¡Fuego!— ordena el oficial y, con tal de imprimirle aun más suspenso a la ceremonia, detrás de sus palabras empieza a redoblar el tambor. Un soldado aplica la mecha al oído del cañón y... ibooom!, se produce el disparo.
La carga de la pólvora es de 234 gramos, tipo «zoclo», de más lenta combustión que la negra, lo que permite el disfrute del acto. Desde que el oído del cañón se prende con la antorcha hasta el momento de la detonación, hay un intervalo de seis segundos.
Como el sonido viaja a 330 metros por segundo, el «cañonazo de las nueve» llega con ligeras diferencias a los distintos lugares de la ciudad, pero los habaneros lo agradecen infinitamente como signo de referencia inconfundible.
Comentarios
Mi nombre es Jorge, soy de la republica Argentina, el motivo de este contacto es poder obtener alguna dirección de correo del director de operaciones que tiene a su cargo la ceremonia del cañonazo, mi interés es contactarme para transmitirle una propuesta sobre este tema ya que nos dedicamos a la fabricación de replica de cañones militares en escalas que disparan como los verdaderos.
Cualquier información que me puedan suministrar se lo estaría agradecido, igualmente le pueden pasar mi correo a la persona que corresponda, saludos.
Pereyra Jorge.
goliat-ventas@hotmail.com.ar
Suscripción de noticias RSS para comentarios de esta entrada.