La Casa de los Árabes atesora un archivo de los inmigrantes del Levante que dejaron en Cuba la huella imperecedera de sus vidas. La historia de Nazira Nemer es el testimonio del amor definitivo a la patria que la acogió para siempre.
La mayoritaria presencia maronita en el barrio árabe de La Habana, así como en otras ciudades de la Isla, se ha comprobado por los pueblos de procedencia de los emigrantes: Besharre, Miziara, Deir el Amar, Abdely, Rachiin y Gazir...
En el otrora barrio árabe de La Habana, enclavado en la calle Monte –desde Egido hasta Belascoaín– y su entorno, vive Nazira Nemer, una dulce anciana de origen libanés que, con más de ochenta años de edad, es testimonio genuino de la historia de la inmigración árabe.
En su modesta vivienda de Rubalcaba 12 nos recibió una cálida mañana, brindándonos café para ser fiel a la costumbre ancestral de su gente.
Nazira nació en 1915, en el pueblo de Rachiin, Líbano, de la unión de Badue Nemer y Adle Schdid. Según nos contó, su familia sufrió las penurias de la Primera Guerra Mundial, «cuando una casa se vendía por dos libras de harina».
«Mi madre decide emigrar a Cuba en 1924, influida y patrocinada por Nagib Zaiden, paisano de la aldea donde vivíamos, pues la guerra nos arrebató a mi padre y dos hermanos», nos dijo.
Era costumbre de las autoridades aduanales de la época castellanizar los nombres de los inmigrantes de algunas regiones, pero esto no sucedió con Nazira ni con su madre. La estancia en el Campamento cubano de Inmigración de Triscornia era breve y, durante ese corto período, se les realizaban exámenes médicos.
Según datos del Registro de Entrada y Movimiento de Pasajeros de la República de Cuba, entre 1869 y 1931, la inmigración árabe llegó a sumar 20 mil 565 personas. Tenía lugar un proceso de inmigración en cadena a partir del cual los árabes asentados en la Isla reclamaban la presencia de sus familiares o amigos del Medio Oriente.
Los países de procedencia fueron Líbano, Palestina, Siria y, en menor medida, Egipto e Irak. Para la mayoría de lso recién llegados los móviles del exilio eran económicos, aunque también en algunos casos prevalecieron factores políticos-religiosos, debido a las condiciones sopresivas que impuso a las comunidades cristianas del Medio Oriente el gobernante imperio turcootomano.
El mosaico religioso de la barriada árabe de La Habana incluyó además a griegos católicos, mulsamanes chiítas y sunitas, y algunos drusos. Lo que pareció inicialmente un transplante de la estructura comunitaria de los países de origen, se fue convirtiendo –en Monte y otros barrios y ciudades del país– en un proceso de transculturación, en la asimilación paulatina al etnos-nación cubano.
Nazira se adaptó fácilmente. Haber emigrado de niña favoreció el rápido aprendizaje del idioma y su desenvolvimiento en la nueva tierra. Junto a la madre, se esforzó por mejorar económicamente, aunque recibía apoyo financiero de tíos maternos, residentes en Estados Unidos.
El primer empleo de su progenitora fue el de vendedora de ropas y tejidos. La niña le ayudaba en labores de bordado. En la década del 30, con mucho esfuerzo, establecen una fonda en la calle San Nicolás, que fue conocida como «La fonda de los libaneses», en la cual trabajaron como empleados sus coterráneos Elías Fer y Miguel Simón.
La anciana recuerda que se vendía el kibbeh (medallones de carnero molida, mezclada con trigo y especias), el shikbarak (picadillo de carne mezclado con masa de harina y yogurt), laben (yogurt hervido, mezclado con pepino) y el baklawa (pastel de hojaldre preparado con miel y ajonjoli), excelencia de la repostería árabe. A pesar de la confesión cristiana de las dueñas, en la fonda de San Nicolás se velaba por no preparar ningún alimento con carne de cerdo para no dañar la sensibilidad de uno de los empleados y de algunos clientes que profesaban la fe islámica.
Nazira, de devoción cristiano-maronita, opina que las tres religiones surgidas en el Medio Oriente (judía, cristiana y musulmana), «creen en un solo dios, pero no de la misma manera».
La inmigración árabe tuvo en Cuba un carácter metaétnico, multinacional y multiconfesional. Dentro de ella predominó la comunidad maronita, proveniente de las montañas del norte y centro del Líbano, seguidores de las prédicas de san Marón en el siglo V a.n.e., principios de fe asimilados posteriormente por el cristianismo.
La mayoritaria presencia maronita en el barrio árabe de La Habana, así como en Santiago de Cuba, Ciego de Ávila y otras ciudades de la Isla, se ha comprobado por los pueblos de procedencia de los emigrantes: Besharre, Miziara, Deir el Amar, Abdely, Rachiin y Gazir...
La anciana recuerda con cariño a Martino Debebtani y a Juan Kourí Aramouni, sacerdotes libaneses de la parroquia de San Nicolás de Bari que nuclearon, en la primera mitad del siglo XX, a gran parte de los feligreses árabes de la barriadas de Monte. En la actualidad se puede encontrar en esa iglesia la imagen de san Marón, patrón de los maronitas, traída a Cuba gracias al esfuerzo del padre Aramouni y del comerciante Emilio Faroy.Una rama menor de los cristianos libaneses asentados en Monte era la de los ortodoxos, con quienes «...se convivía sin dificultad. Incluso, si alguno de ellos deseaba casarse con una maronita, podía hacerlo si los novios sacaban permiso de sus respectivas iglesias», afirma Nazira.
Los matrimonios celebrados entre árabes maronitas y ortodoxos en la parroquia de San Nicolás de Bari, fueron dando paso más tarde amatrimonios mixtos entre árabes, sus descendientes y cubanos. En otros factores, ello se debió a la disminución notable del flujo migratorio del Levante después de la década del 30, al predominio de los inmigrantes masculinos, a la fácil interacción de los árabes con otros grupos étnicos y, fundamentalmente, a su integración con lo autóctono cubano.
En estos grupos étnicos, una de las vías para conservar la posesión de las tierras, era el casamiento entre primos de distintos grados. Así lo confirma nuestra testimoniante cuando habla de las características del matrimonio en su pueblo natal, aunque en su familia no hubo caso alguno de consanguinidad, «incluso mi madre rechazó el matrimonio con su primo paterno».
Nazira se casó con el libanés Sarquis Mauad, oriundo de Zgarta, emigrado a Cuba en 1926. Con ello pudo mantener en la vida privada algunas tradiciones familiares de su tierra; por ejemplo, recuerda a su difunto esposo como ibn amm, término muy usado entre los rnaronitas y que en lengua árabe significa literalmente «hijo de mi tío». Esta frase no necesariamente expresa parentesco consanguíneo, sino una relación de afinidad con el marido o con los miembros masculinos de la familia.
Los inmigrantes levantinos se comunicaban entre sí en su lengua natal y, en la actualidad, aún Nazira habla en árabe con Felipe y Amelia, sus coterráneos más afines.
Muy lejanos están los días de su desembarco en el puerto de La Habana, la ciudad que la vio crecer, educar a sus hijos y alimentar sus esperanzas. Con visible nostalgia, Nazira guarda gratos recuerdos de su tierra natal, dando rienda suelta a sus sentimientos de inmigrante. Caminando por las calles del otrora barrio árabe, mantiene su fe y sus ilusiones... Es ya una anciana, pero nunca perdió la verdadera esencia: sigue siendo Nazira, la niña maronita.
En su modesta vivienda de Rubalcaba 12 nos recibió una cálida mañana, brindándonos café para ser fiel a la costumbre ancestral de su gente.
Nazira nació en 1915, en el pueblo de Rachiin, Líbano, de la unión de Badue Nemer y Adle Schdid. Según nos contó, su familia sufrió las penurias de la Primera Guerra Mundial, «cuando una casa se vendía por dos libras de harina».
«Mi madre decide emigrar a Cuba en 1924, influida y patrocinada por Nagib Zaiden, paisano de la aldea donde vivíamos, pues la guerra nos arrebató a mi padre y dos hermanos», nos dijo.
Era costumbre de las autoridades aduanales de la época castellanizar los nombres de los inmigrantes de algunas regiones, pero esto no sucedió con Nazira ni con su madre. La estancia en el Campamento cubano de Inmigración de Triscornia era breve y, durante ese corto período, se les realizaban exámenes médicos.
Según datos del Registro de Entrada y Movimiento de Pasajeros de la República de Cuba, entre 1869 y 1931, la inmigración árabe llegó a sumar 20 mil 565 personas. Tenía lugar un proceso de inmigración en cadena a partir del cual los árabes asentados en la Isla reclamaban la presencia de sus familiares o amigos del Medio Oriente.
Los países de procedencia fueron Líbano, Palestina, Siria y, en menor medida, Egipto e Irak. Para la mayoría de lso recién llegados los móviles del exilio eran económicos, aunque también en algunos casos prevalecieron factores políticos-religiosos, debido a las condiciones sopresivas que impuso a las comunidades cristianas del Medio Oriente el gobernante imperio turcootomano.
El mosaico religioso de la barriada árabe de La Habana incluyó además a griegos católicos, mulsamanes chiítas y sunitas, y algunos drusos. Lo que pareció inicialmente un transplante de la estructura comunitaria de los países de origen, se fue convirtiendo –en Monte y otros barrios y ciudades del país– en un proceso de transculturación, en la asimilación paulatina al etnos-nación cubano.
Nazira se adaptó fácilmente. Haber emigrado de niña favoreció el rápido aprendizaje del idioma y su desenvolvimiento en la nueva tierra. Junto a la madre, se esforzó por mejorar económicamente, aunque recibía apoyo financiero de tíos maternos, residentes en Estados Unidos.
El primer empleo de su progenitora fue el de vendedora de ropas y tejidos. La niña le ayudaba en labores de bordado. En la década del 30, con mucho esfuerzo, establecen una fonda en la calle San Nicolás, que fue conocida como «La fonda de los libaneses», en la cual trabajaron como empleados sus coterráneos Elías Fer y Miguel Simón.
La anciana recuerda que se vendía el kibbeh (medallones de carnero molida, mezclada con trigo y especias), el shikbarak (picadillo de carne mezclado con masa de harina y yogurt), laben (yogurt hervido, mezclado con pepino) y el baklawa (pastel de hojaldre preparado con miel y ajonjoli), excelencia de la repostería árabe. A pesar de la confesión cristiana de las dueñas, en la fonda de San Nicolás se velaba por no preparar ningún alimento con carne de cerdo para no dañar la sensibilidad de uno de los empleados y de algunos clientes que profesaban la fe islámica.
Nazira, de devoción cristiano-maronita, opina que las tres religiones surgidas en el Medio Oriente (judía, cristiana y musulmana), «creen en un solo dios, pero no de la misma manera».
La inmigración árabe tuvo en Cuba un carácter metaétnico, multinacional y multiconfesional. Dentro de ella predominó la comunidad maronita, proveniente de las montañas del norte y centro del Líbano, seguidores de las prédicas de san Marón en el siglo V a.n.e., principios de fe asimilados posteriormente por el cristianismo.
La mayoritaria presencia maronita en el barrio árabe de La Habana, así como en Santiago de Cuba, Ciego de Ávila y otras ciudades de la Isla, se ha comprobado por los pueblos de procedencia de los emigrantes: Besharre, Miziara, Deir el Amar, Abdely, Rachiin y Gazir...
La anciana recuerda con cariño a Martino Debebtani y a Juan Kourí Aramouni, sacerdotes libaneses de la parroquia de San Nicolás de Bari que nuclearon, en la primera mitad del siglo XX, a gran parte de los feligreses árabes de la barriadas de Monte. En la actualidad se puede encontrar en esa iglesia la imagen de san Marón, patrón de los maronitas, traída a Cuba gracias al esfuerzo del padre Aramouni y del comerciante Emilio Faroy.Una rama menor de los cristianos libaneses asentados en Monte era la de los ortodoxos, con quienes «...se convivía sin dificultad. Incluso, si alguno de ellos deseaba casarse con una maronita, podía hacerlo si los novios sacaban permiso de sus respectivas iglesias», afirma Nazira.
Los matrimonios celebrados entre árabes maronitas y ortodoxos en la parroquia de San Nicolás de Bari, fueron dando paso más tarde amatrimonios mixtos entre árabes, sus descendientes y cubanos. En otros factores, ello se debió a la disminución notable del flujo migratorio del Levante después de la década del 30, al predominio de los inmigrantes masculinos, a la fácil interacción de los árabes con otros grupos étnicos y, fundamentalmente, a su integración con lo autóctono cubano.
En estos grupos étnicos, una de las vías para conservar la posesión de las tierras, era el casamiento entre primos de distintos grados. Así lo confirma nuestra testimoniante cuando habla de las características del matrimonio en su pueblo natal, aunque en su familia no hubo caso alguno de consanguinidad, «incluso mi madre rechazó el matrimonio con su primo paterno».
Nazira se casó con el libanés Sarquis Mauad, oriundo de Zgarta, emigrado a Cuba en 1926. Con ello pudo mantener en la vida privada algunas tradiciones familiares de su tierra; por ejemplo, recuerda a su difunto esposo como ibn amm, término muy usado entre los rnaronitas y que en lengua árabe significa literalmente «hijo de mi tío». Esta frase no necesariamente expresa parentesco consanguíneo, sino una relación de afinidad con el marido o con los miembros masculinos de la familia.
Los inmigrantes levantinos se comunicaban entre sí en su lengua natal y, en la actualidad, aún Nazira habla en árabe con Felipe y Amelia, sus coterráneos más afines.
Muy lejanos están los días de su desembarco en el puerto de La Habana, la ciudad que la vio crecer, educar a sus hijos y alimentar sus esperanzas. Con visible nostalgia, Nazira guarda gratos recuerdos de su tierra natal, dando rienda suelta a sus sentimientos de inmigrante. Caminando por las calles del otrora barrio árabe, mantiene su fe y sus ilusiones... Es ya una anciana, pero nunca perdió la verdadera esencia: sigue siendo Nazira, la niña maronita.
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