Removida tardíamente de su pedestal en la Plaza de Armas, su conservación como reliquia histórica del pasado colonial es un ejemplo fehaciente de las tensiones entre historiografía y patrimonio histórico-artístico. (Primera parte)
El destino de este bien patrimonial clasifica como un caso ilustrativo de las polémicas en torno a la remoción/erección de estatuas públicas.
Vista de la Plaza de Armas, por Federico Mialhe, en Viaje Pintoresco alrededor de la Isla de Cuba (1847-1849). |
Situada indistintamente a uno de los costados de la Plaza de Armas, donde fue erigida en 1834 y permaneció sobre su pedestal hasta 1955 —o sea, unos 120 años—, la estatua removida de Fernando VII pudiera apreciarse como un curioso exponente de escultura neoclásica que se ha conservado en el entorno de ese espacio público, desde hace algún tiempo en los portales del Museo de la Ciudad, otrora Palacio de los Capitanes Generales.
Sin embargo, hay razones más convincentes para justipreciar el significado de esa reliquia histórica del pasado colonial, ya que es un ejemplo de las tensiones entre historiografía e interpretación del patrimonio histórico-artístico, al abordar la función simbólica de los monumentos en los centros urbanos. Específicamente el destino de ese bien patrimonial clasifica como un caso ilustrativo de las polémicas en torno a la remoción/erección de estatuas públicas, una problemática que pide ser enfocada en el plano axiológico y hasta ético, si se quiere analizar del modo más objetivo posible.
Así, convendríamos en que todo monumento encarna determinadas creencias, ideas o valores, los cuales funcionaban en el momento en que fue erigido y que, de alguna manera, intentamos (re)interpretar desde la posteridad. Tratándose de las imágenes realizadas a reyes en vida, en concreto a Luis XIV de Francia, el historiador británico Peter Burke empleó el término de «fabricación» para referirse a la forma en que dicho monarca, apoyado por sus consejeros, «construía» las representaciones visuales de sí mismo, adoptando diferentes caras y poses en dependencia de cuál sería el receptor.1 Por eso —recomienda Burke— «debíamos mirar las estatuas principescas o los “retratos oficiales” no ya como imágenes ilusionistas de un individuo, con el aspecto que tenían en ese momento, sino como mero teatro, como la representación pública de una personalidad idealizada».2
A partir de esta inquietud por lo simbólico y su decodificación, aplicándola a la gestión del patrimonio histórico-artístico, puede abordarse la polémica alrededor del «empeño patriótico» que, desde los años 40 del siglo XX, protagonizara Emilio Roig de Leuchsenring, Historiador de la Ciudad de La Habana, para desplazar la estatua de Fernando VII y erigir en su lugar la del Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, cuyo nombre había sido conferido a la referida plaza en 1923 por iniciativa de la revista Cuba Contemporánea. A diferencia de otros símbolos del antiguo régimen colonial español, esa efigie regia había sobrevivido al desmantelamiento febril de esos signos que comenzó en los días finales de 1898 por toda la Isla. Mientras en el Parque Central, la reina Isabel II era sacada en vilo y, en su lugar, pocos años después —en 1905— se erigiría la primera estatua de José Martí, resulta que Fernando VII, padre de aquella, escapó al vendaval gracias a que las tropas de ocupación norteamericanas habían tomado posesión del Palacio de los Capitanes Generales y sus alrededores, en los que permanecieron hasta 1902.
Al proponer que dicho rey debía ser removido de su pedestal, Cuba Contemporánea acertó en definir el conflicto esencial que acarrea una decisión de ese tipo: «No debe olvidarse que en la situación de todo monumento hay que tener en cuenta dos circunstancias: una, de estética o perspectiva, y otra de carácter ideológico y simbólico, mucho más importante esta última, en la generalidad de los casos, que la anterior».3 Pero aun así, al crearse una disyuntiva, esa cuestión conduce a que entrechoquen dos tendencias interpretativas mutuamente excluyentes: aquella que preconiza una supuesta neutralidad ideológica en la asunción de los símbolos del pasado, priorizando criterios esteticistas, y la que asume la gestión del patrimonio en consonancia con un civismo orientado a comprender la evolución histórica de la nacionalidad —la cubanidad, en este caso— y estimular el patriotismo.
Como máximo exponente de esta última posición, Roig de Leuchsenring dejó constancia de las opiniones emitidas en favor y contra del desplazamiento de la estatua fernandina, dedicándole uno de los expedientes de su llamada «colección facticia». A partir de esta fuente, apoyada con estudios de prensa, analizamos las razones de esa controversia, además de entrever sus connotaciones político-ideológicas. Consideramos que ese episodio tipifica a Roig de Leuchsenring como un configurador de la cultura histórica por antonomasia, además de corroborar la singularidad de su desempeño durante el proceso de construcción intelectual de la nación cubana.
Pero antes es imprescindible tener una visión, aunque sea somera, sobre Fernando VII (El Escorial, 1784-Madrid, 1833) y las circunstancias confusas y trágicas de su reinado, que abarcó casi todo el primer tercio del siglo XIX, dejando un saldo negativo difícilmente rebatible. «Mezquino e hipócrita, incapaz del sacrificio personal por una causa grande, Fernando VII se ha convertido en auténtico símbolo de la perfidia y de la bajeza», afirma Carlos Seco en el prólogo a La España de Fernando VII, de Miguel Artola, el libro de obligada referencia sobre el tema.4
Además de refrescar en orden cronológico las etapas por las cuales transitó dicho reinado, nos interesa enfocarlas bajo el prisma de las más recientes tendencias historiográficas que abordan el debatido tema de las naciones modernas. Por razones de espacio, hemos tenido que prescindir de un paréntesis teórico que aclarase el concepto de nación, así como las nociones concomitantes de patria, pueblo y soberanía. Nos limitamos a alertar sobre la necesidad de matices cuando se manejan estos conceptos, ya que en torno a ellos giró el complejo proceso de cambios que se extiende desde la Revolución Francesa (1789) hasta el primer tercio del siglo XIX. De hecho, puede acotarse ese ciclo histórico en 1833, cuando muere Fernando VII, último de los monarcas absolutistas.
En el ámbito hispánico, la cuestión nacional remite obligatoriamente a las Cortes de Cádiz y su Constitución de 1812 (La Pepa), de la cual se cumplió en 2012 el bicentenario. Allí los diputados reunidos, incluidos los representantes de las provincias americanas, aprobaron una nueva concepción de nación española que, jurídicamente, canalizaba la voluntad soberana del pueblo para crear y organizar el Estado constitucional, a semejanza de lo que había ocurrido en 1791 en menoscabo de la monarquía absolutista francesa.
Aunque inspirado en ese precedente, hay que tener en cuenta que el caso español se caracterizó porque en la práctica los conceptos de nación y soberanía nacional fueron invocados desde presupuestos ideológicos muy dispares, tanto por los conservadores (realistas) como por los liberales (extremos y moderados), además de las interpretaciones que hacían los diputados americanos, acordes con sus realidades específicas. Para que, en su acepción liberal, el Estado-nación español llegara a consumarse, antes tuvieron que enfrentarse esas tendencias durante décadas, a la par que las colonias americanas se emancipaban para convertirse también ellas en naciones soberanas. Uno de los aspectos claves de la mutación cultural y política de la Modernidad se encuentra esencialmente ahí: en el tránsito de la concepción antigua de nación a la de nación moderna.5
La pesadilla fernandina
Por constituir un análisis bajo el prisma de la historia político-cultural, desde la perspectiva modernista sobre las entidades nacionales como formación histórica,6 resulta muy sugerente para nuestros propósitos el libro Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (2001), del reconocido catedrático español José Álvarez Junco. Con el título «La pesadilla fernandina», uno de sus capítulos está dedicado a explicar cómo esa monarquía logró sostenerse sobre la base del dogma católico, con el respaldo de las élites más conservadoras (alto clero antiilustrado y mayoría de la nobleza), además del bajo clero. O lo que es decir: el «absolutismo pertinaz» de Fernando VII fue epítome de la alianza entre el poder monárquico y la estructura político-burocrática de la Iglesia, interesados ambos estamentos en salvaguardarse mutuamente como pilares del Antiguo Régimen.
Esto parecería un tanto esquemático, si no fuera por el giro interpretativo que aplica dicho autor a hechos históricos ya harto estudiados, aireándolos en favor de las tesis principales de su ensayo. Una de ellas es que la derecha católica española comenzó el siglo XIX repudiando los ideales liberales de nación y soberanía nacional impulsados por las Cortes de Cádiz y su Constitución de 1812. Y solamente será a mediados de esa centuria que ese núcleo conservador comienza a tener su propio ideario nacionalista, devenido a la postre nacional-catolicismo, ya en el siglo XX, como veremos más adelante. Según Álvarez Junco, ese rechazo inicial a la idea liberal de nación se debió a la tenaz identificación colectiva entre catolicismo y españolismo:
Esta identificación iba a mantenerse largo tiempo todavía (...) como mínimo toda la primera mitad del siglo XIX. Pero —y esto es lo que aquí interesa— tal supervivencia se mantuvo, si no en contra, sí relativamente al margen del mito nacional, que era, en aquellas décadas iniciales de la era contemporánea, monopolio de los liberales. Pues la idea de nación llevaba una legitimación laica, autónoma del Estado, cosa, en principio, poco grata a oídos eclesiásticos, como eran los de casi todos los ideólogos del conservadurismo hispánico del momento.7
Como punto de inflexión de la era moderna a la contemporánea en España, se sobrentiende el enfrentamiento militar contra el Primer Imperio Francés (1808-1814): un conflicto provocado por la pretensión de Napoleón I de instalar en el trono español a su hermano José Bonaparte. Con ese propósito, los franceses aprovecharon la querella entre el monarca Carlos IV y su hijo heredero, Fernando VII, para hacer que ambos abdicaran y así entronizar al rey intruso. A la resistencia que siguió contra las tropas napoleónicas, hasta su expulsión de territorio hispano, es lo que se ha dado en llamar «Guerra de Independencia Española».
Este último calificativo resulta casi un acertijo semántico, puesto que presupone una identidad nacional española ya definida, incluyendo a catalanes, vascos, gallegos, aragoneses, etc.; esto sin contar a los habitantes de las posesiones de ultramar: América y las Filipinas. Pero, ¿a partir de cuándo existía esa idea de nación: desde antes de 1808, o cristalizó en el fragor de aquella contienda contra el ocupante extranjero, la cual fue también una «guerra civil» en gran medida? ¿O es que su acuñación, como «de Independencia Española», resulta en sí misma un concepto (constructo) para interpretar aquel episodio en retroactivo? Estas interrogantes reavivan viejas polémicas entre los historiadores peninsulares, dando pábulo a diferentes tendencias historiográficas en pugna. Para Álvarez Junco, ese nombre es un mito que evoluciona en el siglo XIX debido precisamente a la necesidad de «reforzar una visión de España como pueblo o nación que pueda servir de base para el Estado que está en curso de construcción».8 Es más, sugiere que esa creación cultural no surgió durante los sucesos de 1808-1814, sino a partir de 1820, probablemente influenciada por la rebelión de las colonias americanas.
Más que refrendar esta hipótesis, algo fuera de nuestro alcance, aprovechamos su enfoque para tratar de identificar algunas de las complejidades inherentes al abordaje de Fernando VII y las etapas de su reinado como objeto de estudio. La primera de esas etapas se inicia cuando, a resultas de esa «guerra de independencia», durante la cual surgieron y actuaron las Cortes de Cádiz, dicho monarca fue aclamado popularmente como «El Deseado». Sin embargo, una vez recuperado el trono, aprovechó para disolver la Constitución gaditana, persiguiendo o encarcelando a sus autores, entre ellos al sacerdote liberal Diego Muñoz-Torrero, principal artífice de la abolición de la Inquisición y uno de los máximos defensores de la libertad de imprenta. ¿Cómo explicar que haya campeado entonces la impunidad absolutista, y no el orden constitucional?
Álvarez Junco ofrece una explicación ideológica: en la movilización de la resistencia popular contra el invasor francés, la retórica liberal-nacionalista tuvo menor importancia que la retórica tradicional, ya que esta última exacerbó el arraigado sentimiento católico para enfrentar el ateísmo, la impiedad y la francmasonería, cuya encarnación serían el bonapartismo y, por extensión, sus colaboradores o «afrancesados». Así, tanto como esa identificación colectiva entre catolicismo y españolismo fue decisiva para enfrentar al invasor francés, también resultó crucial para propiciar la vuelta del absolutismo en la persona de Fernando VII, invocando el derecho divino y la alianza entre el Altar y el Trono.
No obstante, durante la etapa siguiente de su reinado, conocida como «Sexenio absolutista» (1814-1820), resurgieron los ánimos liberales a medida que la situación económica se deterioraba, no ya solo por las secuelas internas de la pasada guerra, sino debido a la inevitable emancipación de las colonias americanas, cuya consecuencia inmediata fue la supresión de la llegada de metal acuñable y otros beneficios del comercio ultramarino. A través de sociedades secretas, como la masonería, comenzó a proliferar la actividad conspirativa y, tras abortar varias sublevaciones antiabsolutistas, tiene lugar el pronunciamiento de Rafael del Riego, teniente coronel y masón, quien arengó la restauración de la Constitución de 1812 a las tropas bajo su mando, aprovechando que estaban acantonadas en Andalucía para embarcar hacia América en misión de reconquista. Al poco tiempo, otras sublevaciones militares estallaron en Galicia y el resto de España, sin que tampoco pudieran ser sofocadas, propagándose la revolución liberal.
Fernando VII no tuvo más remedio que jurar la Constitución gaditana, el 10 de marzo de 1820; entonces manifiesta la histórica frase: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». En lo adelante, durante el llamado «Trienio liberal o constitucional» (1820-1823), sus acciones parecen acatar el nuevo orden establecido, pero en el fondo se mantiene al acecho. Para derribar el constitucionalismo, negocia taimadamente con la Santa Alianza, la colisión formada en 1815 por las monarquías absolutas vencedoras de Napoleón: Prusia, Austria y Rusia (no incluía a Inglaterra, que con su parlamentarismo era la excepción). Con base a ese arreglo secreto, saldría el mandato al rey Luis XVIII de Francia para acudir en ayuda de su homólogo español, también borbón, lo que se concretó con la intervención del ejército francés, bautizado con el nombre de los «Cien Mil Hijos de San Luis», bajo las órdenes del duque de Angulema.
Nueve años después de concluida la llamada «guerra de independencia», ahora las tropas francesas eran bienvenidas por los sectores absolutistas como un aliado en su lucha contra el libertinaje que había osado profanar «el sacro nombre de Fernando». Aunque hay intentos por parte de los liberales para enfrentar al ocupante extranjero, son aplastados fácilmente, ya que no encuentran apoyo popular. Replegado en Cádiz, adonde ha llevado al rey consigo, el gobierno liberal termina capitulando días después de su derrota en la batalla de Trocadero y, una vez más, Fernando VII recupera el trono. Ello reafirma la tesis de que la retórica nacionalista-liberal no constituyó por sí misma un suficiente factor movilizativo, si se le compara con la retórica religiosa desplegada por las élites tradicionales —sobre todo, el bajo clero— a favor del monarca.
Con estos argumentos, debidamente matizados, Álvarez Junco prueba el carácter «no nacional» del absolutismo fernandino, pues este fue capaz de recurrir a la intervención foránea para defender los privilegios monárquicos y eclesiásticos amenazados por el desarrollo del Estado moderno y, en especial, por la revolución liberal. Entonces arremetió con más saña que nunca contra sus opositores, aboliendo nuevamente la Constitución gaditana, por lo que será motejado en lo adelante como el «Rey Felón». Tal fue el clima de terror y oscurantismo hasta su muerte en 1833, que aun hoy existe unanimidad en seguir catalogando ese último período de su reinado como «Ominosa Década».
Sin embargo, la «pesadilla fernandina» adquiere otro cariz cuando se le analiza comparativamente desde las posesiones españolas en América, no solo porque aquí haya tenido diferentes tintes sombríos, sino porque ese período histórico revela complejidades adicionales cuando atañe a la emergencia de las naciones americanas: quince Estados en apenas dos décadas, desde la independencia de Paraguay en 1811, a la fragmentación de la Gran Colombia en 1830. ¿Por qué Cuba no optó entonces por el independentismo, al igual que el resto de las colonias españolas?, es una interrogante ineludible que, con perspectiva sincrónico-diacrónica, debe encarar cualquier estudio sobre las relaciones culturales-ideológicas entre la Metrópoli y su última posesión de ultramar en el Atlántico, además de Puerto Rico.
Ferdinandus VII Rex Habanensi Populo
Sean cuales fueren los motivos para que Cuba no se emancipara entonces, quedaron resumidos en esa estatua regia de mármol, símbolo de la mutua interdependencia entre la monarquía absolutista española y la aristocracia habanera. Así debe entenderse la erección del monumento a Fernando VII, un proyecto iniciado en 1827 y que no llegó a culminarse hasta 1834, cuando el monarca ya había fallecido apenas unos meses antes. Develado el 24 de julio de ese mismo año, en estricta ceremonia castrense, este acto sirvió también para celebrar el onomástico de su viuda, María Cristina de Borbón, quien ejercía el poder como Regente, dado que la hija mayor de ambos y heredera legítima, Isabel II, era todavía menor de edad.
Esta sucesión había desatado el choque entre liberales y absolutistas; estos últimos ahora carlistas, pues eran partidarios de que el infante Carlos María de Isidro —o sea, el hermano del difunto rey— fuera el heredero de la corona, tal y como estipulaba la ley sálica, que consideraban no podía haber sido derogada. A la confrontación civil seguía subyaciendo el trasfondo religioso, como mostró enseguida la primera de las revueltas («bullangas») ocurridas en Cataluña, la cual estalló durante esos mismos días festivos de julio en honor a María Cristina, pero en 1835, o sea, tan solo un año después. En venganza porque los carlistas habían ejecutado a cinco milicianos liberales en Reus, estos últimos quemaron varios conventos y ajusticiaron a numerosos frailes, considerándolos colaboradores del enemigo. Y lo mismo sucedió en Barcelona, donde los liberales derribaron el monumento en bronce que había sido levantado a Fernando VII en el Pla de Palau.9
Por ser una figura regia cada vez más denostada, también por los carlistas, resulta obvio que la estatua habanera, así como otra erigida en Matanzas en 1836, fueron de las últimas en consagrársele, con el añadido de que aquella fue emplazada en el epicentro del poder colonial en la Isla: la Plaza de Armas, frente por frente al Palacio de los Capitanes Generales y el Palacio de Intendencia (o del Segundo Cabo). Dictada por el propio monarca, tenía la siguiente inscripción en el frente principal de su pedestal, orientado hacia la entrada del puerto y el oriente: Ferdinandus VII Rex/ Habanensi Populo/ Desiderio Fidelitate Clarissimo/ Imagine Corde Perpetuo Adesse Voluit. MDCCCXXXIII (El rey Fernando VII/ a su pueblo de La Habana/ insigne por su amor y fidelidad/ quiso estar presente en imagen como lo está siempre en su corazón. 1833). Sobre los paños de la verja de hierro, otro epígrafe rezaba: «La siempre fiel Ciudad de La Habana al rey Fernando VII».
Esos sentimientos de reciprocidad fueron recalcados por el Diario de La Habana, al describir que el monarca había sido representado «en la afectuosa actitud de mirar al pueblo con la predilección que tantas veces le ha demostrado en premio de su acendrado amor y fidelidad».10 Vestido con el traje de la Real Orden Americana Isabel la Católica, Fernando VII porta el cetro en la mano derecha, mientras que la izquierda sostiene el sombrero, a la par que recoge el manto plegado con regia majestad. Como toda obra de ese tipo, el monarca eligió un dibujo para ser usado como boceto por el escultor que designara la Academia de San Fernando. Si bien se creía que fue el cordobés José Álvarez Cubero, hoy se sabe que fue su hijo, José Álvarez Bouquel, quien ejecutó el modelo de yeso (ver artículo a continuación, p. 16). Al morir este repentinamente, aceptó el proyecto el catalán Antonio Solá, el cual esculpió la estatua en Roma, basándose en aquella maqueta u otros dibujos preliminares. Ello relativiza el valor artístico de dicha efigie, el cual quedó supeditado de antemano al objetivo persuasivo de la representación, sin dudas mucho más importante.
A fin de cuentas, dicha estatua expresa la autoridad absoluta e incondicional del padre-patriarca, a quien el hijo debe obediencia y gratitud. Esta «fabricación» se interpreta mejor con ayuda de la carta enviada al propio monarca por las autoridades habaneras, solicitándole Real permiso para erigirle ese monumento en vida. Firmada por Claudio Martínez de Pinillos (1780-1852), en su calidad de Superintendente General de Ejército y Hacienda de la Isla de Cuba, dicha solicitud resume elocuentemente las razones que explicarían la ausencia en Cuba de un fermento independentista, a diferencia de las demás colonias en el continente:
De todas las provincias de la Monarquía española, esta fiel isla acaso posee más que otra alguna mayores pruebas del aprecio y predilección que ha debido al Gobierno. Numerosas fuerzas de mar y tierra que la hacen invulnerable en su interior, y temible en su exterior y que son la salvaguarda de su comercio y agricultura: la erección de un Consulado nivelado bajo las reglas de las sabias ordenanzas de Bilbao; diversos establecimientos científicos, agrónomos y políticos, debidos a la Real Munificencia, todos con dotaciones y asignaciones convenientes; el activo fomento y gracias dispensadas a su población blanca con el objeto de asegurar su estabilidad, y desvanecer el peligro común a las Antillas en concepto de algunos estadistas: franquicias de todas clases, muchas de ellas arrancadas en ingeniosa lucha durante el ilegal sistema constitucional; tales son, entre otros innumerables beneficios los títulos de protección paternal [la cursiva es nuestra] que tiene del Rey nuestro Sr. esta preciosa parte de sus dominios. Pero todos ellos juntos no pesan en la balanza política tanto como uno Solo [sic] de que se reconoce deudora a la ilustrada piedad de su soberano: este es el goce y ejercicio de su libre comercio (...)11
Reproducida por Eugenio Sánchez de Fuentes y Peláez en su libro Cuba monumental, estatuaria y epigráfica (1916), esa misiva es una de las pruebas que sostiene este historiador, miembro de la Academia de Artes y Letras de La Habana, para concluir que ha revelado:
la historia cierta de este mármol monárquico, que perdura hasta nuestros republicanos días, sin sentirse nadie molesto con su presencia, pues todos saben también, que para nuestra patria, en los pasados tiempos, la influencia de este Rey fué verdaderamente beneficiosa, como hemos tenido ocasión de probarlo con los documentos oficiales transcriptos.12
Antes ha ejemplificado con el testimonio del sevillano Miguel Rodríguez Ferrer, quien en Naturaleza y Civilización de la Grandiosa Isla de Cuba (editado en dos tomos separados: uno en 1876 y el otro en 1887) explica cómo, sorprendido por la visión de dicha estatua desde un balcón de la Intendencia (Palacio del Segundo Cabo), había recibido de Martínez de Pinillos, ya entonces conde de Villanueva, este responso: «Para ustedes habrá sido malo y no digno de esa memoria, pero nosotros perdimos con él no un rey, sino un padre».
Diputado a las Cortes de Cádiz en 1812, Martínez de Pinillos fue condecorado en la célebre batalla de Bailén, donde sirvió como ayudante de campo del general Francisco Javier Castaños y Aragorri, símbolo de la resistencia contra los franceses. Por este y otros méritos, al término del Trienio Liberal en 1823, resultó elegido para llevar al monarca en nombre de las corporaciones habaneras: «las representaciones de su respeto, adhesión, fidelidad y gozo por la cesación de los males que lo habían afligido durante la revolución».12 Tras sustituir al economista Francisco de Arango y Parreño en el cargo de intendente de Hacienda, su principal misión consistió en procurar soporte financiero a la Corona mediante el cobro de tributos, pero superó la condición de mero agente de explotación fiscal y consiguió ser un entusiasta promotor de la riqueza autóctona, aprovechando su «función de enlace» entre los representantes del absolutismo fernandino y la oligarquía terrateniente criolla.
Más que por la estatua fernandina, a Martínez de Pinillos prefiere rememorársele por su legado posterior: la fuente de los Leones (1836), situada en la Plaza de San Francisco, y, sobre todo, por la monumental fuente de la India (1837), emplazada en un inicio frente a la puerta Este del Campo de Marte (hoy, Parque de la Fraternidad). Otras obras debidas a su gestión y prestigio fueron el acueducto Fernando VII (1835) y la introducción del ferrocarril en Cuba (1837), adelantándose a España. Para lograrlo, el conde de Villanueva tuvo que enfrentar las cortapisas que le impuso el capitán general Miguel Tacón y Rosique, el que, desde su llegada a la Isla, se propuso obstruir a toda costa las iniciativas autóctonas: desde las más sencillas obras públicas hasta el proyecto ferroviario, censurando que el intendente habanero hubiese emprendido este último «a su arbitrio y con independencia absoluta».13
Enviado a Cuba en sustitución del capitán general Mariano Rocafort a raíz de la muerte de Fernando VII, de hecho fue el develamiento de esta estatua habanera la primera comparecencia pública de Tacón y Rosique, la cual transcurrió bajo medidas de seguridad tan rigurosas, que fueron sintomáticas de que los tiempos habían cambiado. De modo que ese monumento regio simboliza también un antes y un después en las relaciones entre la Metrópoli y su más fiel colonia. Con el final del absolutismo, se inicia una etapa distinta para la aristocracia habanera, durante la cual sus sentimientos filiales por el rey-patriarca transmutan en indefensión ante la autoridad despótica de una Regenta que, cual madrastra ladina, prefiere aprovechar la debilidad de su entenado para subyugarlo.
Nos referimos al dilema de que esa élite criolla, tan orgullosa de tener una identidad cultural propia, hubiese logrado su magnificencia sobre la base del oprobioso sistema de plantación esclavista. Esto traía consigo el conflicto racial, sublimado socialmente como «miedo al negro» que las autoridades coloniales contribuían a mantener en estado latente. Bastaba agitar el fantasma de las revueltas ocurridas en 1791 en la vecina isla de Saint Domingue (actual Haití) para que la población blanca cubana recordara «ese peligro común a las Antillas en concepto de algunos estadistas», al decir de Martínez de Pinillos en su ya citada carta a Fernando VII.
Por contraste, se entiende entonces que cierta tendencia de la historiografía cubana idealizase la etapa fernandina, borrándole todo atisbo de conflictividad entre criollos y peninsulares, como hace Sánchez de Fuentes en su libro. En la actualidad muy consultado por los especialistas en gestión del patrimonio dada su riqueza gráfica y documental, aunque malogradamente escrito, Cuba monumental, estatuaria y epigráfica se identifica con los patrones culturales establecidos por aquellas élites habaneras, a la par que el autor aprovecha para enfatizar —en el plano simbólico— la matriz hispánica dominante de esa cultura. Sin embargo, al socaire de esos intereses estético-culturales, su discurso rezuma un inequívoco sesgo ideológico de orientación hispanófila, ya que incurre en tendenciosidad historiográfica. Todo hace indicar que es primicia suya el empleo de un seudoargumento que se repetirá para defender la permanencia de la estatua habanera de Fernando VII.
Ese seudoargumento aparece vinculado a la reproducción de la carta que recoge el beneplácito del capitán general Mariano Rocafort al conde de Villanueva para que fuera la Plaza de Armas donde finalmente quedara emplazado el monumento al monarca ya fallecido, «cuya pérdida lloramos todos», según afirma ese gobernador colonial. Como apoyatura a esta frase, inserta inmediatamente Sánchez de Fuentes una referencia a Elogio de S. M. el señor Don Fernando VII contraído solamente a los beneficios que se ha dignado conceder a la isla de Cuba; formado por acuerdo de la Sociedad Patriótica de La Habana, y leído en junta general del 12 de diciembre de 1818 por el presbítero D. Félix Varela.14
Es decir, saca a colación un evento ocurrido quince años antes de que el rey muriera, por lo que esa cita constituye un paracronismo. Por otro lado, si apunta intencionadamente hacia la figura del Padre Félix Varela y Morales, tal referencia es de hecho «ahistórica», pues omite que este último fue uno de los diputados a Cortes que, en la sesión del 11 de junio de 1823, votó a favor de la destitución del monarca por su incapacidad para gobernar, según Varela mismo narra.15 Como consecuencia, se vio obligado a huir de territorio español cuando, ya habiendo recobrado el poder, Fernando VII comenzó a vengarse de quienes habían defendido el régimen constitucional durante el Trienio Liberal. Aunque en mayo de 1824 se emite Real decreto concediendo indulto y perdón general, este excluye a dichos diputados, quienes ya eran juzgados implacablemente, junto a los demás liberales considerados culpables de excesos y desórdenes. Ante el peligro de ser condenado a muerte, el presbítero habanero nunca más regresó a Cuba desde su exilio en Nueva York, ni siquiera cuando, al morir el rey, fue decretada una amnistía general por la regente María Cristina, desde un principio aliada a los liberales moderados para enfrentar a los inveterados absolutistas, ahora carlistas.
Aunque parezca pueril tras ser detectado, ese proceder «ahistórico» de Sánchez de Fuentes revela, cuando menos, el uso de un paralogismo, si se tratara de un error involuntario, desliz o descuido, pero que constituiría un sofisma si es empleado a sabiendas como ardid o argucia. En cualquier caso se trata de una falacia, y, como veremos, fue manejada retóricamente por los intelectuales contrarios a la remoción de la estatua fernandina para apoyar su discurso esteticista en defensa de lo que consideraban una mera «cuestión de ornato urbano». Sin embargo, al repetirla con tal propósito argumentativo, esa falacia constituía una potencial fuente de errores con serias repercusiones tanto de orden historiográfico como en el terreno de la acción político-cultural. Consideramos que, a la postre, ha sido empleada como sofisma —o sea, a sabiendas— para minimizar la importancia del pensamiento vareliano en el proceso conformativo de la nación cubana.
Revalorización del padre Varela
He aquí el meollo de la cuestión, que finalmente dilucidaremos: no puede entenderse la remoción de la estatua habanera de Fernando VII, sin tener en cuenta que ese gesto simbólico se encuentra indisolublemente ligado a la revalorización historiográfica del Padre Varela. Ambas propuestas, la remoción y la revalorización, fueron acuerdos tomados y ratificados durante los tres primeros Congresos Nacionales de Historia, celebrados en La Habana en 1942, 1943 y 1944, respectivamente. Estos encuentros se proponían esclarecer las «razones históricas de la cubanidad», según la frase axiomática de Roig de Leuchsenring, bajo cuya égida llegaron hasta su décimotercera y última edición en 1960.
Presidente de la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales, Emilito —como solían llamarle— impulsó un renovador discurso historiográfico para insuflar genuino amor patrio en los materiales escolares y otros medios textuales (prensa escrita, sobre todo), a la par que volcó los acuerdos de esos congresos al espacio de la conmemoración pública, aprovechando su condición al frente de la Oficina del Historiador de la Ciudad, organismo adscrito a la Administración Municipal, además de ser fundador y presidente de la Comisión de Monumentos, Edificios y Lugares Históricos y Artísticos Habaneros.
Nombres de calles, tarjas, bustos... revelan la impronta de Roig de Leuchsenring como configurador de la cultura histórica, cuyas acciones en el plano simbólico le consagraron como intelectual polemista que enfrentaba en buena lid a sus enemigos ideológicos declarados. Así, para ahondar en las razones de su empeño indeclinable de remover la estatua habanera de Fernando VII, hay que considerar un referente primordial: la campaña propagandística que desplegó el Diario de la Marina a favor del franquismo durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), al igual que había hecho durante la Guerra Civil Española (1936-1939). Para lograr sus propósitos, el Historiador de la Ciudad de La Habana debió encarar el conservadurismo retrógrado de ese influyente periódico, el cual se oponía a cualquier iniciativa historiográfica que cuestionara el régimen colonial español. Pero, ¿cuáles eran las raíces intelectuales de ese conservadurismo y cuáles sus intereses político-ideológicos en el marco de aquella coyuntura bélica?
Ha llegado el momento de retomar la idea de Álvarez Junco que dejamos en suspenso sobre el ideario nacionalista de la derecha española, devenido nacionalcatolicismo ya en el siglo XX. Pues bien, el Diario de la Marina era el paladín en Cuba de ese ideario, cuya coartada cultural era el «mito de la Hispanidad», tal y como lo habían concebido Ramiro de Maeztu, Zacarías de Vizcarra y otros ideólogos nacional-catolicistas desde finales de los años 20 de esa centuria. Estos últimos se inspiraron, a su vez, en el legado tradicionalista de los grandes pensadores neocatólicos del XIX: Jaime Balmes y Urpiá, Juan Donoso Cortés y, sobre todo, Marcelino Menéndez Pelayo.
«La Hispanidad es el Imperio que se funda en la esperanza de que se puedan salvar como nosotros los habitantes de las tierras desconocidas (...)»,16 propugna Maeztu, para quien la identidad española surgió al adoptar el rey Recaredo el cristianismo y, dotada de ese valor universal, se objetivó históricamente en la evangelización del Nuevo Mundo. De esta manera, el mito de la Hispanidad concibe a América como parte inseparable de España, arguyendo la «unidad de espíritu» para lograr el acercamiento entre la Metrópoli y sus antiguas colonias, sobre la base de una doble corriente fraternal: por ser hermanos de sangre (el sueño de la Madre Patria) y por la participación en una única fe religiosa. El rótulo de Fiesta de la Raza (posteriormente, de la Hispanidad) para denominar las celebraciones del 12 de octubre —fecha en que la expedición de Colón tocó tierra americana— fue una de las acciones más importantes para acentuar el sustrato reivindicativo de ese vínculo espiritual.17
Pero el problema es que, en su interpretación más doctrinal, el mito de la Hispanidad consagra a la Iglesia católica oficial como la representante histórica de la nación en cualquier antigua posesión española, de ahí la importancia del clero en la propagación de una teoría que apologiza los componentes religiosos, étnicos, culturales e idiomáticos identificados con lo español, en menoscabo de otros múltiples factores. Basándose en ese mitologema nacional-católico, será que José Ignacio Rivero y Alonso (Pepín), director y propietario del Diario de la Marina, arremeterá desde su columna editorial «Impresiones» contra la línea de «historia y cubanidad» sostenida por Roig de Leuchsenring, quien rechaza ese clericalismo y simpatiza con la masonería por su importancia para la historia de Cuba.
Aunque gustara de reiterar que era cubano de nacimiento, Pepín actúa como un franquista declarado, y por él mismo sabemos que su padre, el asturiano Nicolás Rivero y Muñiz, fue carlista hasta su muerte, lo cual explica la recurrencia al ideario nacional-catolicista por parte de ese periódico, con matices que variarán en dependencia de la coyuntura histórica. Por sus titulares en primera plana es posible apreciar cómo fluctúa su política editorial después del ataque a Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941), tras el cual Estados Unidos entra en la contienda bélica, y Cuba le secunda. Asimismo, a finales de 1942 ocurre otro giro crucial, luego de las sucesivas derrotas militares del Eje Berlín-Roma-Tokío, especialmente en la decisiva Batalla de Stalingrado.
Hasta ese momento, la posibilidad de que España rompiera su neutralidad para aliarse militarmente a esas potencias era manejada sin recato en los círculos franco-falangistas. Aunque esto no ocurrió de manera oficial, agrupados en la llamada División Azul, miles de voluntarios españoles sirvieron al ejército nazi entre 1941 y 1943, principalmente en el Frente Oriental contra la Unión Soviética. En consonancia, la doctrina maeztiana era reformulada con un sentido más explícito y beligerante, según el cual las ideas de Hispanidad, imperio y raza cobraban un nuevo significado bajo la aureola fascista. Por eso, al proponer en 1941 el desplazamiento de la estatua fernandina hacia el Museo de la Ciudad y la erección en su lugar de un monumento a Carlos Manuel de Céspedes, en informe dirigido al Ayuntamiento, Roig de Leuchsenring se apresuraba en constatar:
Hoy las circunstancias políticas son otras y la reacción colonial, que alentada por la nueva situación interior de España y sumados al sentido imperial y de reconquista que se da oficialmente a la llamada «Hispanidad», se presenta en su versión moderna de falangista germanizada y enemiga en guerra de nuestra patria también en guerra, no se atreverá a proclamar públicamente sus deseos de que los habaneros sigamos dando al mundo el mal ejemplo de exaltar un traidor mil veces a su pueblo, de un rey despreciado por sus mismos súbditos y repudiado hasta por sus descendientes (...) Los españolizantes de ayer, admiradores de Fernando VII (...) son los falangistas reconquistadores de hoy, camaradas de aquellos otros que en las filas de la Legión Azul combaten contra nuestros aliados y contra nosotros, y no es creíble ni tolerable que pretendan levantar incluso bandera en La Habana (...)
Descarta cualquier atisbo de hispanofobia el que Roig defienda la permanencia de la estatua de Carlos III en el paseo homónimo, adonde había sido trasladada en 1836 desde el Paseo de Extramuros (hoy, Paseo del Prado), en cuyo extremo sur fue erigida en 1803. Sin embargo, desde las páginas del vespertino Avance, aliado del Diario de la Marina, con sendos artículos publicados el 6 y el 9 de septiembre de 1941, Rafael Esténger inaugura el círculo de intelectuales opositores a la remoción de la estatua fernandina, considerando que su caso es similar a la de aquel monarca ilustrado, también borbón, porque ambos son —a fin de cuentas— monumentos coloniales de interés esencialmente decorativo.
Siguiendo un esquema retórico que sus acólitos repetirán con ínfimas variaciones, considera como argumentos incontrovertibles para conservar a Fernando VII en la Plaza de Armas: la vejez y originalidad de esa estatua; la utilidad de respetar a La Habana Vieja los rincones con un «rancio sabor pretérito»; el hecho de que ese monarca español no tuviera ningún otro monumento en América, y, por último, la improcedencia de alzar a Céspedes sobre un pedestal que es anterior a su tiempo, además de que el Padre de la Patria merecía un monumento más grandioso. En cuanto al «argumento de justicia histórica», al no poder soslayarlo, Esténger termina decantándose porque Fernando VII fue un mal rey para España y un excelente tutor para Cuba. «Un régimen de tolerancia política contrastaba entre nosotros con el feroz absolutismo metropolitano», afirma amparándose en el capítulo XV de Manual de Historia de Cuba, de Ramiro Guerra, que el periodista interpreta libérrimamente, obviando la parte dedicada en ese mismo texto a señalar las funestas consecuencias del sistema colonial.
Este argumentum ad verecundiam o magister dixit («el maestro lo dijo») será otra de las falacias para desacreditar a la nueva hornada de historiadores que, liderados por Emilito, acometen una reinterpretación de ese período histórico, incluido el hecho singular de que el pensamiento liberal y abolicionista proviniera de dos figuras eclesiásticas: el obispo Juan José Díaz de Espada y el presbítero Varela, ambos —preceptor y discípulo— sometidos a hostigamiento después del Trienio Liberal. Como resultado de ese empeño historiográfico, fue exhumado el proyecto autonómico recomendando la independencia americana, que Varela expuso en las Cortes de 1822-1823, así como su memoria y proyecto sobre la extinción de la esclavitud, los cuales no alcanzó a presentar. También comienzan los estudios sobre El Habanero, papel político, científico y literario, que fundó recién llegado al exilio y cuya circulación en Cuba fue prohibida expresamente por Fernando VII.18
Otra revalorización histórica importante es «el reconocimiento de la masonería cubana como la institución que más ha laborado por la libertad, la independencia y el progreso de Cuba», uno de los acuerdos tomados en el Primer Congreso Nacional de Historia (8 al 12 de octubre de 1942). Todo esto explica el furibundo ataque del Diario de la Marina contra esa corriente nacionalista autóctona que socava los presupuestos de la teoría de la Hispanidad, justamente cuando el franquismo necesita de este mitologema nacional-católico en su variante «más prístina» para ofrecer una imagen moderada que encubra su filiación fascista de cara al mundo exterior. A diferencia de los primeros años de la contienda mundial, para ese momento es imprescindible acentuar que España ha mantenido un estatus de neutralidad con respecto a las potencias del Eje, a la par que ventilar los conceptos anejos al nacional-catolicismo como pilares ideológicos del régimen franquista contra el comunismo, la masonería, el protestantismo y otras influencias en vísperas del ya previsible escenario de postguerra.
El ejemplo más fehaciente de esa postura ideológica es el diferendo que provocó intencionadamente Pepín Rivero a partir del 10 de julio de 1943, cuando publicó una carta injuriosa reprochándole a monseñor Eduardo Martínez Dalmau, obispo de Cienfuegos, el contenido de su discurso de recepción a la Academia de la Historia de Cuba con el título «La política colonial y extranjera de los reyes de las Casas de Austria y de Borbón y la toma de La Habana por los ingleses»:
me resulta imposible ver a un Obispo colocado a la misma altura intelectual y moral que cualquiera de esos peleles que se llaman en Cuba historiadores sólo porque a título de estos gravitan sobre la nómina del Estado o del Municipio. Me resulta asimismo intolerable que se preste un jerarca de la Iglesia a evaluar las afirmaciones de los enemigos de la Religión Católica y de nuestra sociedad cristiana recopilando los juicios más burdos que brotaron de plumas protestantes y que forman parte de la leyenda negra (...) Si como usted dice, España no hubiese hecho nada encomiable en el Nuevo Continente, la responsabilidad tendría que dividírsela, a partes iguales, la nación descubridora y la religión católica (...)
La «herejía» de monseñor Dalmau es simplemente haber adoptado un enfoque historiográfico discordante con la apología del régimen colonial español. Eso basta para que Pepín Rivero manifieste su iracundia como parte de una estratagema mediática para satisfacer a los sectores más conservadores de la colonia española radicada en Cuba: clero, grandes y medianos empresarios, directores de centros benéficos y asistenciales, etc., cuyos intereses siempre defendió el Diario de la Marina. En días sucesivos, desde allí se lanzan groseras diatribas contra el sacerdote, en la medida que este último recibe el apoyo de otros medios de prensa, incluso del diario Hoy, órgano de los comunistas.
Dándole un gran espaldarazo, el Segundo Congreso Nacional de Historia (del 8 al 12 de octubre de ese mismo año) lo elige como su presidente. Entonces Dalmau dicta una conferencia en la que reprueba la visión que sobre el Padre Varela ofrece Menéndez Pelayo en su famosa Historia de los heterodoxos españoles (1880–1882), considerándola la principal causa de que el clérigo cubano fuera premeditamente subvalorado por sus ideas liberales. Al definir al Padre Varela como el precursor de las luchas independentistas cubanas, monseñor Dalmau lo reconoce como el tipo de sacerdote que no alberga contradicción entre su patriotismo y su religión.19 Este trabajo es una pieza digna de estudio por su agudeza para impugnar las influencias del nacional-catolicismo y el mito de la Hispanidad.
Por supuesto, Pepín Rivero reaccionó. Con el titular «El Congreso del vacío», el Diario de la Marina se refiere despectivamente a ese encuentro en nota publicada al día siguiente, 13 de octubre, también en primera plana, mientras que en su columna editorial, aquel se limita a informar que, por petición de monseñor Manuel Arteaga, arzobispo de La Habana, ha suspendido sus «Impresiones» con el título «Al colaborar con los comunistas el Obispo de Cienfuegos se rebela contra la Santa Sede». Entiéndase que esto ocurre cuando tienen lugar los festejos por el Día de la Raza, que aún así era denominado en los discursos conmemorativos.
Al referirse a ese episodio en Veinte años de actividades del Historiador de la Ciudad. 1935-1955, concretamente al primer trabajo que desató la ira del Diario de la Marina, se encomia a Dalmau en estos términos:
le valió el honor, como buen cubano, del ataque de los elementos reaccionaristas españolizantes, voluntarios y guerrilleros —o sea, españoles anticubanos y cubanos traidores a su patria, supervivos en la República—, pues en este trabajo mantenía la tesis histórica irrebatible de la «condena del régimen colonial de España en América y en Cuba, y su defensa de nuestras contiendas emancipadoras», según expresó el doctor Roig de Leuchsenring (...).
En aquel momento, la remoción de la efigie de Fernando VII significaba un golpe simbólico demasiado contundente, y tal vez esto mismo explique que no llegara a materializarse, a pesar de la insistencia de Roig de Leuchsenring. Tendrían que darse circunstancias más propicias a partir de 1952 para finalmente lograrlo en 1955, aunque no sin oposición. A los argumentos contrarios de Esténger, se sumó ahora Ramón Vasconcelos, director de Alerta, manejando una vez más que hasta el propio Padre Varela había elogiado a Fernando VII. Este sofisma fue refutado por el historiador Herminio Portell Vilá en la revista Bohemia. Otros defensores de la estatua regia fueron Armando Maribona y Gastón Baquero, redactores del Diario de la Marina, así como su director: José Ignacio Rivero Hernández (Pepinillo, por ser hijo de Pepín), el cual dedicó una despedida plañidera a la figura del monarca (ver recuadro cronológico, p. 15).
Lo cierto es que, de haberse mantenido el «Rey Felón» en su pedestal hasta el día de hoy, hubiera parecido extraño que en una misma línea recta con la estatua de José Martí en el Parque Central, encontráramos pocas cuadras después, en la Plaza de Armas, a aquel repudiado personaje histórico. En 2012 habría habido que ingeniárselas para explicar por qué se decidió mantenerlo si vituperó el orden constitucional, ahogando en sangre a sus precursores. Es lo que hemos catalogado como tensiones entre historiografía y patrimonio histórico-artístico, que Roig de Leuchsenring resolvió mediante el acto volitivo de desplazar esa efigie regia, colocando en su lugar a Carlos Manuel de Céspedes, presidente de la primera República de Cuba (en Armas).
Ello sí puede explicarse porque la estatua de Fernando VII en pose patriarcal es una «fabricación» hecha en vida del representado con arreglo a la idea de nación-monarquía-Madre Patria, la cual sucumbió inexorablemente a la de nación-soberanía-cubanidad. Esta última triada es lo que simboliza la imagen del prócer caído en San Lorenzo, venerado en forma unánime por todos los cubanos como el «Padre de la Patria».
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1,2 Peter Burke: La fabricación de Luis XIV. Nerea, Madrid, 1995, y Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico. Editorial Crítica, Barcelona, 2001, p. 87.
3 «La Plaza Carlos Manuel de Céspedes», en Cuba Contemporánea, No. 123, Año XI, La Habana, marzo de 1923, pp. 289-299.
4 Miguel Artola: «La España de Fernando VII», t. 26, Historia de España de Menéndez Pidal. Espasa-Calpe, Madrid, 1968, p. XXII.
5 Cfr. François-Xavier Guerra: Modernidad e independencias: Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. MAPFRE, Madrid, 1992, pp. 319-350. También José Carlos Chiaramonte: Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las independencias. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2004, pp. 27-57.
6 Mientras para la visión modernista o instrumentalista las naciones son un constructo político-cultural, el enfoque primordialista considera como dato básico los rasgos étnicos originarios.
7,8 José Álvarez Junco: Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Grupo Santillana de Ediciones, Madrid, 2002, p. 306 y pp. 119-149, así como «La invención de la Guerra de Independencia», Studia Historica, vol. 12, 1994, pp. 75-99.
9 Francesc Fontbona: «La imagen de Barcelona a través de la escultura pública», en Historia política de la Escultura pública 1820-1920. Zaragoza, 2003, p. 90.
10,11,12 Eugenio Sánchez de Fuentes y Peláez: Cuba monumental, estatuaria y epigráfica. Solana y Compañía, La Habana, 1916, pp. 538-542 (noticia), 518 -519 (carta, a pie de página) y p. 543.
12 Biografía del Excmo. señor don Claudio Martinez de Pinillos, conde de Villanueva. Imprenta del Tiempo, La Habana, 1851, p. 5.
13 Juan Pérez de la Riva: Correspondencia Reservada del Capitán General Don Miguel Tacón, 1834-1836. Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, 1963, pp. 152-153.
14 Eugenio Sánchez de Fuentes y Peláez: ob. cit., cita al pie (I), p. 520. Tal alabanza agradece la Real orden del 9 de enero de 1818 ratificando el ejercicio del libre comercio.
15 Félix Varela y Morales: Obras. Biblioteca de Clásicos Cubanos, vol. III, La Habana, 2001, pp. 128-136.
16 Ramiro de Maeztu: Defensa de la Hispanidad. Valladolid, 1938, pp. 235-243.
17 Cfr. Isidro Sepúlveda: El sueño de la Madre Patria: hispanoamericanismo y nacionalismo. Fundación Carolina, Madrid, 2005.
18 Cfr. Eduardo Torres Cuevas, su introducción a Félix Varela y Morales: Obras. Biblioteca de Clásicos Cubanos, vol. I, La Habana, 2001, pp. IX-XLIV.
19 Eduardo Martínez Dalmau: La ortodoxia filosófica y política del pensamiento patriótico del Pbro. Félix Varela. Cuadernos de Historia Habanera, OHCH, La Habana, 1945.
ARGEL CALCINES
Culminó recientemente sus estudios
predoctorales en Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad
de Valladolid, España.