Múltiples evidencias documentales clarifican las circunstancias de este dramático accidente en la rada habanera, cuyos restos son prioridad de la arqueología subacuática cubana.
Una serie de fatales circunstancias provocó esta catástrofe en la bahía habanera donde murieron, entre ahogados y devorados por los escualos, más de una treintena de hombres.
Alrededor de las doce de la noche del 18 de septiembre de 1895, los habaneros que gozaban del frescor de un paseo alrededor del Castillo de La Punta sintieron un estruendo inusitado que venía del mar. Pocos minutos después, desesperados gritos rompieron la tranquilidad que reinaba a la entrada del puerto, y el agua comenzó a agitarse y bullir. Decenas de cuerpos humanos se debatían en un tremendo esfuerzo por sobrevivir al mar, a la oscuridad y a la voracidad de los tiburones, numerosos entonces en la bahía habanera. Los curiosos comenzaron a aumentar, y más de una dama perdió el sentido ante los gritos despavoridos de los marineros al ser devorados vivos por los escualos. El crucero español «Sánchez Barcaíztegui» había sido embestido por el vapor «Mortera» y, en pocos minutos, el primero se hundió a apenas unos metros de El Morro. Murieron treinta y una personas... Las calles de La Habana se vistieron de luto.
EL NAUFRAGIO
En contradicción con lo que se ha planteado en el ámbito popular, e incluso en círculos especializados cubanos, quedan elementos novedosos que aportar sobre este famoso naufragio. Se ha afirmado que, con el objetivo de burlar la inteligencia mambisa, el «Barcaíztegui» iba saliendo de la rada habanera sin las luces necesarias para ser avistado y reconocido por otro buque. Según refiere el prestigioso investigador Alfredo Aguilera en su libro Buques de guerra españoles, «doblaba sigilosamente el Barcaíztegui la boca del Morro habanero con las luces apagadas y en plan de guerra tratando de sorprender y capturar, según confidencias tenidas, a una expedición mambisa mandada por Collazo». Tal es el punto de vista del periodista cubano Marcelino Ortiz, quien en el artículo «En busca del crucero español», publicado en el diario Juventud Rebelde del 26 de septiembre de 1982, escribe: «No querían ser delatados por las luces del barco y por ello decidieron salir a oscuras. Los ojos escrutadores de los mambises cubanos en la capital estaban atentos, y, de descubrir su salida, Collazo tal vez sería avisado».
Pero es otra la versión que se infiere de lo publicado en el periódico El Fígaro durante los días posteriores al accidente, pues se afirma que «para colmo de males y desdichas, en aquellos críticos momentos en que se jugaba la suerte del buque, quiso la fatalidad que un fogonero fuese cogido por la correa de transmisión del dinamo, lanzándolo violentamente contra el techo y saltando la correa, por lo cual se apagaron inmediatamente todas las luces del crucero; debiendo advertirse que hasta las luces de situación, que como es sabido indican el sentido en que marcha el barco, eran también eléctricas, y se apagaron, por tanto, desapareciendo el Barcaíztegui de la vista del Mortera».
Además, durante el juicio entablado contra el capitán del «Mortera», don José Viñolas y Valles, ante el Consejo Ordinario de Guerra y Marina, quedó claramente dilucidada la causa de la oscuridad del buque, al haberse recogido testimonios de varios tripulantes, como el del marinero de segunda Tomás López Villarmea, quien explicó que «el fogonero encargado del manejo del dinamo le pidió una caja de mixtos y un hachote para remediar la avería, viniendo al encender este, que la correa estaba desclavada».1
Como el juicio lo estableció la Marina contra Viñolas, ya que en todo momento se mantuvo que fue el «Mortera» quien impactó al «Barcaíztegui», a la hora de reconstruir el accidente se manejó una u otra versión del mismo en función de los intereses de los encartados.
Teniendo en cuenta estos antecedentes y tras consultar varias descripciones, se pudo esbozar una secuencia de los acontecimientos, sin que ello signifique adentrarse en el escabroso terreno de las «culpabilidades», algo imposible de determinar a partir de la información disponible.
Testimonios directos afirmaron que, antes de sumergirse completamente en un tremendo remolino, el «Barcaíztegui» se alzó por la popa, volviendo a caer estrepitosamente y levantando una gran cantidad de agua que hizo zozobrar algunas embarcaciones auxiliares. En total murieron, entre ahogados y devorados por los escualos, más de una treintena de hombres. Esta nota de El Fígaro resume el horror del desastre: «Los pescadores que acostumbran ejercer su oficio en nuestro litoral dedicaron todos sus afanes en los días siguientes á la catástrofe á pescar tiburones (...) No ha sido estéril esta humana tarea y al abrir dos enormes peces de esta familia se encontraron varias piernas y gran número de restos humanos que de seguro pertenecen á los náufragos del Sánchez Barcaíztegui. A estos tristes despojos se les ha dado cristiana sepultura en el cementerio de Colón».
LOS RESTOS
Aún en medio de la conmoción por la tragedia, la delicada ubicación del «Sánchez Barcaíztegui» provocó que se activara rápidamente un complejo mecanismo para eliminar su conflictiva presencia. Se temía por la suerte de otros buques, pues la mastelería y el casco constituían un serio peligro para la navegación en una zona tan importante como es el canal de acceso a la bahía, por el que transitaba entonces el ochenta por ciento de las importaciones y exportaciones de la Isla. Además se pretendía recuperar parte de los objetos que se encontraban a bordo.
Sólo unos días después del desastre, las máximas autoridades comienzan las gestiones para extraer los restos del crucero. En una carta firmada por el Gobernador General, el 23 de septiembre de 1895, se le solicita a la Junta de Obras del Puerto de La Habana que asuma su responsabilidad y que proceda como es menester.
Las comunicaciones burocráticas se extienden por todo el resto del mes de septiembre sin que se efectúe trabajo de campo alguno, aunque se impone el concurso de buzos norteamericanos para efectuar los trabajos de rescate, resolución tomada en sesión ordinaria de la Junta de Obras del Puerto el 25 de septiembre, debido a que «los busos que hay en esta capital se negaron a trabajar en dicha extracción». Por ese motivo se hizo la petición de buzos al cónsul de España en Cayo Hueso –prometiéndole abonarles los gastos de viaje y estancia en esta capital–, e inmediatamente vino uno de ellos con el director de la Compañía de Naufragios de aquel puerto para reconocer in situ lo que podría hacerse para rescatar el «Barcaíztegui».
Todo parece indicar, según consta en múltiples descripciones de La Habana, que la presencia de los tiburones era un elemento que dificultaba grandemente los trabajos de buceo en el puerto y sus inmediaciones. No obstante, es preciso señalar que la ciudad siempre se caracterizó por sus buenos buzos, avalados por una tradición en el salvamento, que se remonta a la segunda mitad del siglo XVI cuando se afianzó el transporte marítimo con el sistema de Flotas.
Por su ubicación y acceso relativamente fácil (el «Barcaíztegui» estaba hundido a aproximadamente cien o doscientos metros del Castillo del Morro, y yacía a unos veinte metros de profundidad), era posible bucearlo en esos momentos. Es probable, entonces, que otros factores estuvieran incidiendo para que los buzos del Arsenal no hicieran ese trabajo, quizás exigencias de orden.
Lo cierto es que el cónsul de España en Cayo Hueso obró con extrema diligencia e hizo los contactos necesarios para que los norteamericanos prestaran ese urgente servicio. Para ello se dirigió al gerente de la Empresa de Salvamento de Cayo Hueso, señor Won H. Williams, quien aceptó ocuparse personalmente del asunto y efectuó un viaje de reconocimiento, seleccionando para ello a uno de sus buzos de más experiencia, L. Albury.
Ambos expertos arriban a La Habana el 28 de septiembre, apenas 10 días después de haber sucedido la tragedia. Viajan con billetes de primera clase y hacen la travesía en el vapor «Mascote», perteneciente a la Compañía Comercial Key West, radicada en esa ciudad. Evidentemente las autoridades españolas hicieron todo lo posible porque los señores Williams y Albury se sintieran a sus anchas y debidamente atendidos, pues fueron hospedados en el prestigioso hotel Inglaterra.
Una vez en la capital cubana, comienzan los trabajos de acercamiento al pecio, para lo cual rentan una bomba con su respectivo transporte, aunque no consta que la llegaran a utilizar. Bastaron varias inspecciones oculares en el lugar de los hechos –sin que mediaran inmersiones– para que los especialistas norteamericanos se declarasen incapaces de efectuar cualquier operación de salvamento y regresaran para Cayo Hueso, el 2 de octubre de 1895, cuatro días y medio después de haber tocado puerto cubano.
El hecho de que los buzos no hayan podido trabajar, pero sí cobrar, creó grandes complejidades burocráticas ya que las dependencias gubernamentales se veían imposibilitadas de justificar los gastos, por lo que esta circunstancia motivó un gran volumen de documentación al respecto. Los norteamericanos se justificaron alegando que necesitaban otra tecnología pues «no reunían las condiciones personales» para trabajar, y pidieron un plazo para presentarse.
Culminaría el año 1895 sin que el pecio fuera objeto de una intervención directa, mientras en el plano burocrático y legal se producían numerosos esfuerzos en virtud de lograr resultados concretos. Una vez vencido el plazo pedido por el señor Williams, toma cartas en el asunto la Comandancia General de Marina del Apostadero de La Habana y la Escuadra de las Antillas a través de su Estado Mayor, en aras de que un buzo del Arsenal acometa la faena.
Acompañado de especialistas en salvamento, el buzo escogido practicó varias inspecciones al buque y solicitó materiales para hacer el trabajo, «entre los que como principal figuraba un traje completo de buzo que hubo que pedir y esperar mucho tiempo del extranjero». Como «desde que llegó se procedió a enseñar su uso al buzo del Arsenal que nunca se había vestido ese traje», este hecho significó la introducción de una tecnología completamente novedosa en Cuba, de gran interés para la historia del buceo nacional.
Sin embargo, la época del año conspiraba contra el buceo, por la cercanía del pecio con los rompientes, y su exposición a los trenes de olas y nortes. Durante el mes de enero se hicieron inmersiones para familiarizar al especialista con la nueva técnica. El entrenamiento consistía básicamente en una serie de descensos a ocho y diez brazas, y de paso se le practicaba una inspección minuciosa al casco del buque.
En febrero estaban creadas todas las condiciones para decidir qué tratamiento recibiría el casco. Resultaba evidente la necesidad de desarbolarlo íntegramente, ya que sus palos afloraban y constituían un grave peligro para la navegación por este sitio. Desde el punto de vista técnico, también la chimenea era un obstáculo a eliminar. Considerando el calado de los buques de la época, se puede deducir que con sólo quitar los elementos verticales de la cubierta del «Sánchez Barcaíztegui» era posible la navegación por el canal sin temor a accidentes. LA CAJA DE CAUDALES
La caja de caudales que portaba el «Sánchez Barcaíztegui» en el momento de naufragar, ha constituido un verdadero mito de la arqueología subacuática en Cuba, toda vez que se ha pensado que no ha sido rescatada todavía. Quizás se haya extendido esta conjetura por causa de artículos publicados en la prensa cubana, sugiriendo la posibilidad de hallar dicha caja y su contenido: 66 000 monedas de oro. Sin embargo, más de un siglo después del naufragio, documentos hallados en el Archivo General de Indias evidencian que la misma fue rescatada por los propios españoles pocos meses después del desastre.
«En cumplimiento de la Real Orden número 50, fecha quince de Enero del corriente año» –escribe el Secretario de Obras Públicas al Ministro de Ultramar en un Oficio fechado en Madrid el 16 de abril de 1896–, «disponiendo que se informe acerca de la extracción del crucero de guerra Sánchez Barcaíztegui, sumergido á la entrada del puerto de esta capital, tengo el honor de pasar á manos de V.E. copia de lo manifestado por la Comandancia General de Marina de este Apostadero acerca del particular, apareciendo que se ha extraído ya la caja de caudales y se continúan los trabajos para dejar expedita la entrada del puerto».2 En este mismo sentido fue publicada también una nota de prensa en el Diario del Ejército, el 28 de febrero de 1896.
Como elemento dramático, se afirma que cuando fueron rescatados los cadáveres, pocos días después del naufragio, se encontró –junto a la caja de caudales– el cuerpo sin vida del contador del buque, don Gabriel Puello Fernández. La prensa decimonónica especuló con la versión de su muerte en un postrero intento por rescatar los valores encomendados a su cuidado.
Desaparece así una de las más famosas leyendas sobre los «tesoros» sumergidos en la rada habanera.
FIN DE LAS LABORES
En un documento enviado de La Habana a Madrid con fecha del 10 de abril de 1896, se da cuenta que, según informes de la Comandancia General de Marina, del crucero «se han extraído, además de la caja de caudales, los palos mayor y trinquete, el primero entero y el último partido a medio metro de cubierta, y están adelantados los de extracción del palo de mesana; que ha desaparecido todo peligro para la navegación en aquel punto, resultando un calado de diez y ocho á veinte metros por encima de los restos del barco, más del duplo del necesario para el mayor buque sin temor á que se formen depósitos de arena, por estar fuera de la boca del puerto; y que, en vista de la gran importancia de la avería sufrida en el choque y de lo costoso que resultarían los trabajos á la indicada profundidad, no parece razonable continuar la extracción de los restos, ni tampoco la destrucción del casco».3
Este documento está firmado el 8 de abril de 1896 y pone fin, hasta donde se conoce, a los trabajos de desguace efectuados sobre el pecio en el siglo XIX.
El «Sánchez Barcaíztegui» constituye uno de los sitios sumergidos de incalculable valor patrimonial para la cultura cubana. Por su cercanía a la bahía habanera es un lugar bastante frecuentado por pescadores, buzos aficionados, rescatadores de piezas, y ha sido objeto de una profunda y destructiva actividad antrópica sobre todo a partir de la segunda mitad de la presente centuria. Sin embargo, pese a que todo buzo en La Habana conoce de la existencia del «Barcaíztegui», muchos equívocos giraban en torno a él.
Aún persisten muchas incógnitas sobre este buque, mas desde el punto de vista histórico era oportuno dar al traste con una serie de leyendas y consideraciones que, al ser divulgadas a escala popular, se habían entronizado en el menaje histórico de quienes están vinculados con el patrimonio cultural sumergido.
1 Estrada, Nicasio, Causa por consecuencia de abordaje. Imprenta La Australiana, La Habana, 1897.
2 AHN/ Ultramar, 266 expediente No 9. Digitalizado. Imágenes de la 00889 a la 00954.
3 Ídem.
Fueron consultados, además, entre otros: El buque en la Armada española, (Editorial Silex, Madrid, 1981); Naufragios de la Armada española, de Cesáreo Fernandes Duro (Editorial Estrada Díaz y López, Madrid, 1867); Índices y extractos del Archivo de protocolos de la Habana, de M. T. Rojas (Ediciones Uvar, García y Cia., 3 Tomos, La Habana, 1947), así como diversas fuentes periódicas, incluidas las ediciones semanales de septiembre a noviembre de 1895 de El Fígaro, y el folleto «La catástrofe del Sánchez Barcaíztegui», publicado en la imprenta de ese período ese mismo año.
EL NAUFRAGIO
En contradicción con lo que se ha planteado en el ámbito popular, e incluso en círculos especializados cubanos, quedan elementos novedosos que aportar sobre este famoso naufragio. Se ha afirmado que, con el objetivo de burlar la inteligencia mambisa, el «Barcaíztegui» iba saliendo de la rada habanera sin las luces necesarias para ser avistado y reconocido por otro buque. Según refiere el prestigioso investigador Alfredo Aguilera en su libro Buques de guerra españoles, «doblaba sigilosamente el Barcaíztegui la boca del Morro habanero con las luces apagadas y en plan de guerra tratando de sorprender y capturar, según confidencias tenidas, a una expedición mambisa mandada por Collazo». Tal es el punto de vista del periodista cubano Marcelino Ortiz, quien en el artículo «En busca del crucero español», publicado en el diario Juventud Rebelde del 26 de septiembre de 1982, escribe: «No querían ser delatados por las luces del barco y por ello decidieron salir a oscuras. Los ojos escrutadores de los mambises cubanos en la capital estaban atentos, y, de descubrir su salida, Collazo tal vez sería avisado».
Pero es otra la versión que se infiere de lo publicado en el periódico El Fígaro durante los días posteriores al accidente, pues se afirma que «para colmo de males y desdichas, en aquellos críticos momentos en que se jugaba la suerte del buque, quiso la fatalidad que un fogonero fuese cogido por la correa de transmisión del dinamo, lanzándolo violentamente contra el techo y saltando la correa, por lo cual se apagaron inmediatamente todas las luces del crucero; debiendo advertirse que hasta las luces de situación, que como es sabido indican el sentido en que marcha el barco, eran también eléctricas, y se apagaron, por tanto, desapareciendo el Barcaíztegui de la vista del Mortera».
Además, durante el juicio entablado contra el capitán del «Mortera», don José Viñolas y Valles, ante el Consejo Ordinario de Guerra y Marina, quedó claramente dilucidada la causa de la oscuridad del buque, al haberse recogido testimonios de varios tripulantes, como el del marinero de segunda Tomás López Villarmea, quien explicó que «el fogonero encargado del manejo del dinamo le pidió una caja de mixtos y un hachote para remediar la avería, viniendo al encender este, que la correa estaba desclavada».1
Como el juicio lo estableció la Marina contra Viñolas, ya que en todo momento se mantuvo que fue el «Mortera» quien impactó al «Barcaíztegui», a la hora de reconstruir el accidente se manejó una u otra versión del mismo en función de los intereses de los encartados.
Teniendo en cuenta estos antecedentes y tras consultar varias descripciones, se pudo esbozar una secuencia de los acontecimientos, sin que ello signifique adentrarse en el escabroso terreno de las «culpabilidades», algo imposible de determinar a partir de la información disponible.
Testimonios directos afirmaron que, antes de sumergirse completamente en un tremendo remolino, el «Barcaíztegui» se alzó por la popa, volviendo a caer estrepitosamente y levantando una gran cantidad de agua que hizo zozobrar algunas embarcaciones auxiliares. En total murieron, entre ahogados y devorados por los escualos, más de una treintena de hombres. Esta nota de El Fígaro resume el horror del desastre: «Los pescadores que acostumbran ejercer su oficio en nuestro litoral dedicaron todos sus afanes en los días siguientes á la catástrofe á pescar tiburones (...) No ha sido estéril esta humana tarea y al abrir dos enormes peces de esta familia se encontraron varias piernas y gran número de restos humanos que de seguro pertenecen á los náufragos del Sánchez Barcaíztegui. A estos tristes despojos se les ha dado cristiana sepultura en el cementerio de Colón».
LOS RESTOS
Aún en medio de la conmoción por la tragedia, la delicada ubicación del «Sánchez Barcaíztegui» provocó que se activara rápidamente un complejo mecanismo para eliminar su conflictiva presencia. Se temía por la suerte de otros buques, pues la mastelería y el casco constituían un serio peligro para la navegación en una zona tan importante como es el canal de acceso a la bahía, por el que transitaba entonces el ochenta por ciento de las importaciones y exportaciones de la Isla. Además se pretendía recuperar parte de los objetos que se encontraban a bordo.
Sólo unos días después del desastre, las máximas autoridades comienzan las gestiones para extraer los restos del crucero. En una carta firmada por el Gobernador General, el 23 de septiembre de 1895, se le solicita a la Junta de Obras del Puerto de La Habana que asuma su responsabilidad y que proceda como es menester.
Las comunicaciones burocráticas se extienden por todo el resto del mes de septiembre sin que se efectúe trabajo de campo alguno, aunque se impone el concurso de buzos norteamericanos para efectuar los trabajos de rescate, resolución tomada en sesión ordinaria de la Junta de Obras del Puerto el 25 de septiembre, debido a que «los busos que hay en esta capital se negaron a trabajar en dicha extracción». Por ese motivo se hizo la petición de buzos al cónsul de España en Cayo Hueso –prometiéndole abonarles los gastos de viaje y estancia en esta capital–, e inmediatamente vino uno de ellos con el director de la Compañía de Naufragios de aquel puerto para reconocer in situ lo que podría hacerse para rescatar el «Barcaíztegui».
Todo parece indicar, según consta en múltiples descripciones de La Habana, que la presencia de los tiburones era un elemento que dificultaba grandemente los trabajos de buceo en el puerto y sus inmediaciones. No obstante, es preciso señalar que la ciudad siempre se caracterizó por sus buenos buzos, avalados por una tradición en el salvamento, que se remonta a la segunda mitad del siglo XVI cuando se afianzó el transporte marítimo con el sistema de Flotas.
Por su ubicación y acceso relativamente fácil (el «Barcaíztegui» estaba hundido a aproximadamente cien o doscientos metros del Castillo del Morro, y yacía a unos veinte metros de profundidad), era posible bucearlo en esos momentos. Es probable, entonces, que otros factores estuvieran incidiendo para que los buzos del Arsenal no hicieran ese trabajo, quizás exigencias de orden.
Lo cierto es que el cónsul de España en Cayo Hueso obró con extrema diligencia e hizo los contactos necesarios para que los norteamericanos prestaran ese urgente servicio. Para ello se dirigió al gerente de la Empresa de Salvamento de Cayo Hueso, señor Won H. Williams, quien aceptó ocuparse personalmente del asunto y efectuó un viaje de reconocimiento, seleccionando para ello a uno de sus buzos de más experiencia, L. Albury.
Ambos expertos arriban a La Habana el 28 de septiembre, apenas 10 días después de haber sucedido la tragedia. Viajan con billetes de primera clase y hacen la travesía en el vapor «Mascote», perteneciente a la Compañía Comercial Key West, radicada en esa ciudad. Evidentemente las autoridades españolas hicieron todo lo posible porque los señores Williams y Albury se sintieran a sus anchas y debidamente atendidos, pues fueron hospedados en el prestigioso hotel Inglaterra.
Una vez en la capital cubana, comienzan los trabajos de acercamiento al pecio, para lo cual rentan una bomba con su respectivo transporte, aunque no consta que la llegaran a utilizar. Bastaron varias inspecciones oculares en el lugar de los hechos –sin que mediaran inmersiones– para que los especialistas norteamericanos se declarasen incapaces de efectuar cualquier operación de salvamento y regresaran para Cayo Hueso, el 2 de octubre de 1895, cuatro días y medio después de haber tocado puerto cubano.
El hecho de que los buzos no hayan podido trabajar, pero sí cobrar, creó grandes complejidades burocráticas ya que las dependencias gubernamentales se veían imposibilitadas de justificar los gastos, por lo que esta circunstancia motivó un gran volumen de documentación al respecto. Los norteamericanos se justificaron alegando que necesitaban otra tecnología pues «no reunían las condiciones personales» para trabajar, y pidieron un plazo para presentarse.
Culminaría el año 1895 sin que el pecio fuera objeto de una intervención directa, mientras en el plano burocrático y legal se producían numerosos esfuerzos en virtud de lograr resultados concretos. Una vez vencido el plazo pedido por el señor Williams, toma cartas en el asunto la Comandancia General de Marina del Apostadero de La Habana y la Escuadra de las Antillas a través de su Estado Mayor, en aras de que un buzo del Arsenal acometa la faena.
Acompañado de especialistas en salvamento, el buzo escogido practicó varias inspecciones al buque y solicitó materiales para hacer el trabajo, «entre los que como principal figuraba un traje completo de buzo que hubo que pedir y esperar mucho tiempo del extranjero». Como «desde que llegó se procedió a enseñar su uso al buzo del Arsenal que nunca se había vestido ese traje», este hecho significó la introducción de una tecnología completamente novedosa en Cuba, de gran interés para la historia del buceo nacional.
Sin embargo, la época del año conspiraba contra el buceo, por la cercanía del pecio con los rompientes, y su exposición a los trenes de olas y nortes. Durante el mes de enero se hicieron inmersiones para familiarizar al especialista con la nueva técnica. El entrenamiento consistía básicamente en una serie de descensos a ocho y diez brazas, y de paso se le practicaba una inspección minuciosa al casco del buque.
En febrero estaban creadas todas las condiciones para decidir qué tratamiento recibiría el casco. Resultaba evidente la necesidad de desarbolarlo íntegramente, ya que sus palos afloraban y constituían un grave peligro para la navegación por este sitio. Desde el punto de vista técnico, también la chimenea era un obstáculo a eliminar. Considerando el calado de los buques de la época, se puede deducir que con sólo quitar los elementos verticales de la cubierta del «Sánchez Barcaíztegui» era posible la navegación por el canal sin temor a accidentes. LA CAJA DE CAUDALES
La caja de caudales que portaba el «Sánchez Barcaíztegui» en el momento de naufragar, ha constituido un verdadero mito de la arqueología subacuática en Cuba, toda vez que se ha pensado que no ha sido rescatada todavía. Quizás se haya extendido esta conjetura por causa de artículos publicados en la prensa cubana, sugiriendo la posibilidad de hallar dicha caja y su contenido: 66 000 monedas de oro. Sin embargo, más de un siglo después del naufragio, documentos hallados en el Archivo General de Indias evidencian que la misma fue rescatada por los propios españoles pocos meses después del desastre.
«En cumplimiento de la Real Orden número 50, fecha quince de Enero del corriente año» –escribe el Secretario de Obras Públicas al Ministro de Ultramar en un Oficio fechado en Madrid el 16 de abril de 1896–, «disponiendo que se informe acerca de la extracción del crucero de guerra Sánchez Barcaíztegui, sumergido á la entrada del puerto de esta capital, tengo el honor de pasar á manos de V.E. copia de lo manifestado por la Comandancia General de Marina de este Apostadero acerca del particular, apareciendo que se ha extraído ya la caja de caudales y se continúan los trabajos para dejar expedita la entrada del puerto».2 En este mismo sentido fue publicada también una nota de prensa en el Diario del Ejército, el 28 de febrero de 1896.
Como elemento dramático, se afirma que cuando fueron rescatados los cadáveres, pocos días después del naufragio, se encontró –junto a la caja de caudales– el cuerpo sin vida del contador del buque, don Gabriel Puello Fernández. La prensa decimonónica especuló con la versión de su muerte en un postrero intento por rescatar los valores encomendados a su cuidado.
Desaparece así una de las más famosas leyendas sobre los «tesoros» sumergidos en la rada habanera.
FIN DE LAS LABORES
En un documento enviado de La Habana a Madrid con fecha del 10 de abril de 1896, se da cuenta que, según informes de la Comandancia General de Marina, del crucero «se han extraído, además de la caja de caudales, los palos mayor y trinquete, el primero entero y el último partido a medio metro de cubierta, y están adelantados los de extracción del palo de mesana; que ha desaparecido todo peligro para la navegación en aquel punto, resultando un calado de diez y ocho á veinte metros por encima de los restos del barco, más del duplo del necesario para el mayor buque sin temor á que se formen depósitos de arena, por estar fuera de la boca del puerto; y que, en vista de la gran importancia de la avería sufrida en el choque y de lo costoso que resultarían los trabajos á la indicada profundidad, no parece razonable continuar la extracción de los restos, ni tampoco la destrucción del casco».3
Este documento está firmado el 8 de abril de 1896 y pone fin, hasta donde se conoce, a los trabajos de desguace efectuados sobre el pecio en el siglo XIX.
El «Sánchez Barcaíztegui» constituye uno de los sitios sumergidos de incalculable valor patrimonial para la cultura cubana. Por su cercanía a la bahía habanera es un lugar bastante frecuentado por pescadores, buzos aficionados, rescatadores de piezas, y ha sido objeto de una profunda y destructiva actividad antrópica sobre todo a partir de la segunda mitad de la presente centuria. Sin embargo, pese a que todo buzo en La Habana conoce de la existencia del «Barcaíztegui», muchos equívocos giraban en torno a él.
Aún persisten muchas incógnitas sobre este buque, mas desde el punto de vista histórico era oportuno dar al traste con una serie de leyendas y consideraciones que, al ser divulgadas a escala popular, se habían entronizado en el menaje histórico de quienes están vinculados con el patrimonio cultural sumergido.
1 Estrada, Nicasio, Causa por consecuencia de abordaje. Imprenta La Australiana, La Habana, 1897.
2 AHN/ Ultramar, 266 expediente No 9. Digitalizado. Imágenes de la 00889 a la 00954.
3 Ídem.
Fueron consultados, además, entre otros: El buque en la Armada española, (Editorial Silex, Madrid, 1981); Naufragios de la Armada española, de Cesáreo Fernandes Duro (Editorial Estrada Díaz y López, Madrid, 1867); Índices y extractos del Archivo de protocolos de la Habana, de M. T. Rojas (Ediciones Uvar, García y Cia., 3 Tomos, La Habana, 1947), así como diversas fuentes periódicas, incluidas las ediciones semanales de septiembre a noviembre de 1895 de El Fígaro, y el folleto «La catástrofe del Sánchez Barcaíztegui», publicado en la imprenta de ese período ese mismo año.
Comentarios
Conozco el lugar, bucié en el muchas veces y leí todo lo que pude cuando realicé un documental para la Televisión Cubana sobre el pecio en 1988.
Me parece muy bueno, completo y ameno.
Gracias por ese buen trabajo.
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