Única mujer traductora en lengua española de los poemas homéricos la Ilíada y la Odisea, al cumplir empresa semejante, esta helenista cubana posiblemente sólo Fue antecedida en el ámbito femenino por la francesa Anne Dacier.
Al acercarnos a la versión de la Ilíada de Laura Mestre sentimos que no sólo ha tenido siempre en mientes los presupuestos por ella misma expuestos, sino al posible lector en cuya formación desea obrar al ponerlo en contacto con los textos homéricos.

 El arte de la traducción ha sido objeto de debates a través del tiempo y aunque actualmente siguen siendo muchas las polémicas y posiciones teóricas, es indudable que la traducción –llamada, a veces, creativa para diferenciarla de la mera literal y pedestre– es considerada cada vez más como un ensanche de los horizontes de las literaturas nacionales, así como parte significativa de la cultura de un momento y de un país.
Tanto el latín como el griego antiguo fueron considerados por siglos como instrumentos de cultura, y las letras de Grecia y Roma, clásicas por antonomasia, aunque hubiera diferencias en cuanto a su conocimiento y aprecio en determinados períodos. Si los neoclásicos se apoyaban fundamentalmente en el conocimiento del latín y de la cultura antigua a través de Roma, los románticos redescubren la Hélade y en el siglo XIX las luchas contemporáneas de los griegos por su emancipación sustentan un nuevo aprecio del legado clásico, tal como se manifiesta en el poema que José María Heredia publicara en La Habana dedicado a la insurrección del pueblo heleno poco antes de verse obligado a tomar los penosos caminos del exilio. 1
Sin embargo, la historia de las traducciones cubanas de creaciones literarias de los antiguos griegos se remonta aun antes, a la publicación del Papel Periódico de la Habana (1790-1805). A su editor, Manuel de Zequeira (1764-1846), uno de los primeros cultivadores de la lírica en Cuba, se debe la «traducción libre», como él mismo consignara, de la anacreóntica XXXIII, «El amor refugiado en casa de Anacreón».
Ya entrado el siglo XIX Claudio J. Vermay –hijo del pintor, amigo de Heredia y profesor de griego en el colegio El Salvador, dirigido por José de la Luz y Caballero– publica su traducción de algunas anacreónticas y de un poema atribuido a Safo, a fin de acercar al lector a la belleza por él experimentada en el original. Aparecieron en la Revista de La Habana (1853-1857), fundada y codirigida por Rafael María de Mendive, quien luego fuera maestro dilecto de José Martí y buen amigo de Francisco Sellén.
En esta misma revista, con afán semejante al de Vermay, publica Antonio Mestre su versión de un poema que algunos por entonces solían atribuir a Erina, considerada, erróneamente, como discípula de Safo.
Quien más tarde sería uno de los primeros médicos en dedicarse a la pediatría, tenía entonces sólo veintiún años y estaba a punto de salir para París a fin de continuar sus estudios en la Sorbonne. Introductor de las teorías darwinistas en Cuba, encabezaría diversas empresas científicas; fue el primer secretario que tuvo la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, y colaboró con Felipe Poey para la nomenclatura científica. Sobre Antonio Mestre expresó su amigo, el destacado intelectual y patriota Enrique José Varona, en el elogio que pronunciara a raíz de su muerte:
«De su preparación literaria, que había sido completa, sobre todo en el campo de las letras griegas y latinas, conservó el sello de cultura del que no se despojarán nunca su dicción ni sus conceptos, el gusto por la precisión y la claridad, que son a la elegancia del estilo, lo que la naturalidad a la elegancia de las maneras; mas de todo ello no hizo sino instrumento eficaz para el fin que señaló a sus aptitudes y a su ingenio, la investigación científica, el cultivo y la práctica de las ciencias».2
Al igual que su hermano, el filósofo José Manuel Mestre, tuvo Antonio un lugar destacado en la vida intelectual y cívica de la época, pero entre sus numerosas tareas siempre encontró tiempo para ocuparse de la educación de sus hijos. Se cuenta que todos los días, después de almuerzo, subía al segundo piso de la casa familiar de Jesús María 26 para personalmente ofrecerles clases y familiarizarlos con las lenguas clásicas que tanto lo marcaran en su formación cultural.
Si siguiendo la historia de estas traducciones se van revelando los nexos entre figuras fundamentales en la formación de nuestra cultura y nuestra nacionalidad, a la par que adquirimos una idea más precisa sobre las inquietudes intelectuales en la sociedad habanera de la segunda mitad del siglo XIX, este mismo contexto adquiere significativos matices con la obra de Laura Mestre y Hevia. Única mujer traductora en lengua española de ambos poemas homéricos –la Ilíada y la Odisea–, esta helenista cubana posiblemente sólo haya sido antecedida en el ámbito femenino por Mme. Dacier en cumplir empresa semejante.
Siendo una de las hijas de Antonio Mestre, Laura contó desde su nacimiento el 4 de abril de 1867 con circunstancias excepcionales en una época en que era opinión generalizada que el lugar de la mujer era únicamente el hogar. Incluso, que ella obtuviera una buena educación era visto como fuente de dificultades, si tenemos en cuenta el refrán que, sin miramiento, sentenciaba un mal fin para la mujer que supiera latín, sinónimo por entonces de una educación superior.
Recuerda la helenista en uno de sus textos3 cómo fue su padre quien escogiera su nombre, quizás de manera premonitoria –nos dice– por la Laura de las canciones de Petrarca; fue también quien descubrió su talento para la pintura cuando sólo tenía nueve años, así como sus posibilidades como escritora, cuando al mostrarle uno de sus escritos, en el cual reflexionaba sobre las cualidades del poeta, siendo todavía una niña, asombrado el Dr. Mestre sentenció que se trataba de una disertación por la manera en que discurría en su breve escrito.
Del mismo modo, cuando evoca los días de su infancia y adolescencia, junto con los recuerdos de solaz y recreo en la finca de Güira de Melena, que siempre conservó, anota el contraste con los días de estudio y labor que no sin agrado llenaban su vida en la ciudad, al tiempo que nos ofrece una clara imagen del ambiente ilustrado de su hogar y de sus propias inquietudes:
«Desde muy temprano me enamoré de los libros. Me entristecía la idea del matrimonio, y la deseché en absoluto de mi imaginación. «Laura no le tiene miedo a ningún libro», dijo un día mi padre al Dr. Finlay. En efecto, los autores que leía a los 16 años, eran Huxley, Darwin, Spencer, Haeckel, Molleschott y Büchner, los que iban fortaleciendo mi mente hasta ponerla en aptitud de encontrar una interpretación propia de la naturaleza, confirmada por estudios modernos».
Con esta sólida formación científica, con sus aptitudes y con un asentado criterio personal, hizo un temprano debut en el ambiente intelectual cubano al publicar, a los 18 años, en La Habana Elegante –revista que agrupara a figuras como Manuel de la Cruz, Enrique Hernández Miyares, Ramón Meza, Aniceto Valdivia, Julián del Casal– la traducción que hiciera, junto con su hermana Fidelia, de una novela francesa, La sombra, firmada por M. A. Gennevraye, 4 hoy olvidada, pero que entonces, recién publicada, constituía toda una novedad.
Contaba 20 años cuando muere Antonio Mestre, lo cual no sólo fue una dura pérdida para la joven, tan profundamente apegada al padre, sino que ello debe haber influido, a raíz de la nueva situación creada, en su decisión de aspirar a una plaza vacante de directora del colegio Heredia. Aunque la brillantez demostrada en las oposiciones hiciera a todos suponer que le otorgarían el cargo, la elección recayó sobre un hombre, con influencias políticas, pero que sin duda fue favorecido por su condición varonil.
Muy quebrantada ante los frustrantes resultados de este intento de incorporarse al mundo académico, fuera de las bien protegidas paredes de su casona familiar y del ambiente de igualdad ante el saber y el cultivo del espíritu en que su padre la había criado, no volverá nunca más a abandonar aquellos dominios donde se sentía segura y a salvo de mezquindades.
A manera de consuelo se dedica la joven a ampliar las posibilidades de su intelecto y consagra sus esfuerzos al dominio de la lengua latina y, después, de la griega, siempre en función de las literaturas respectivas, pues para ella el estudio de cada idioma siempre era un medio «para conocer mejor sus literaturas». De ahí que adopte y recomiende el método de Robertson o de traducción interlineal de textos literarios para el aprendizaje de las lenguas.
Si bien el humanismo clásico había presidido la enseñanza que recibiera de su padre, si ya desde antes había sentido afición por los estudios latinos y helénicos, este nuevo acercamiento y lectura cuidadosa, valiéndose de la traducción y el análisis en busca de disfrute y comprensión cabal, le hacen descubrir, primero en los latinos y, luego, con mayor profundidad y belleza, en los griegos, el ideal de realización intelectual y moral con el que se identifica.
La conjunción de fantasía y espíritu positivo que advierte en la Grecia clásica y que tan bien se aviene con su propia formación, la entusiasman de tal modo que toma como paradigmáticos el arte y la filosofía de los griegos, en cuanto ostentan valores y cualidades que, según su modo de pensar, han de estar presentes en la educación de los jóvenes.
 Llegará a proponer que se rechace «la cosmogonía hebraica, que pugna con la ciencia» y sean la Ilíada y la Odisea los libros que se den a la juventud, a fin de que ésta se eduque en los ideales de verdad y saber, honradez y valor propendidos por la cultura griega. Para concluir, en el escrito que titula «Imitemos a Grecia», exhorta a «estudiar la obra de los sabios de nuestra edad, sucesores de los griegos y renacentistas, y procuremos las ideas y descubrimientos en un radio cada vez mayor, hasta comprender a toda la humanidad».
Entendemos a la luz de estos conceptos que la Srta. Mestre, buena conocedora de las literaturas francesa, italiana, española y cubana, entre otras, así como de la teoría literaria, de la lingüística y del arte, según demuestra en sus escritos, se preocupe por dar a conocer, interrumpiendo el silencio y el retraimiento de tantos años, en primer lugar, en la Revista de Letras y Ciencias, de la Universidad de La Habana, su propuesta de método para el estudio de la lengua griega a partir de los textos homéricos y su traducción del canto II de la Ilíada, mientras que en 1929 inicia la publicación de sus obras al hacer editar sus Estudios griegos, a los que seguiría, al año siguiente, el libro titulado Literatura moderna. Estudios y narraciones.
En ellos se trasluce el afán didáctico, hasta en la breve muestra que decide dar a conocer de narraciones de su propia cosecha. Razón tenía Camila Henríquez Ureña al señalar que «la vocación esencial de Laura Mestre fue la docencia».5
Una vez tomada la decisión de dar a conocer su obra, guiada posiblemente por el afán de servir a su patria, en la que se educara, parece decidida a continuar la tarea iniciada, como trasluce poco después al hacer balance de su dedicación vital y de sus logros:
«Mi delicada salud me ha impedido siempre hacer la vida activa y de perenne ajetreo que pide cursar una carrera; pero he estudiado a fondo y con la mayor extensión posible la Facultad de Filosofía y Letras, el latín y el griego con sus respectivas literaturas y también el francés, el inglés y el italiano. He publicado dos libros y tengo otros en preparación.
»Mi arte de adorno ha sido la Pintura para la cual tenía disposición. Las paredes de mi aposento estaban siempre cubiertas de bosquejos, dibujos, retratos de personas conocidas. Estudié este arte y logré dominarlo en su práctica y en su teoría.
»A esta dedicación al trabajo debo la serenidad de mi espíritu y mi propia educación moral».
Aunque después de la publicación de sus dos primeros libros, vivió Laura Mestre catorce años más, no dio a la imprenta aquellos otros ya preparados que anunciaba, ni pudo ver realizado su mayor deseo, en lógica correspondencia con el papel formativo que les asignaba: la publicación de su traducción de la Ilíada y de la Odisea, tal como dejara constancia:
«Desde niña», dice, «creímos en que había dos caminos para la mujer, muy distintos uno de otro. Con entera convicción, me defendí como un tigre del matrimonio, y así salvé mi espíritu y mi vida. La mujer de cerebro y la mujer vulgar son muy diferentes. Ahora solo deseo poder publicar mis traducciones de la Ilíada y la Odisea».
El esfuerzo, sin par en la historia de la traducción en Cuba y probablemente en Latinoamérica, de ofrecer su propia versión de los poemas homéricos, de manera íntegra, responde indudablemente a su ideal para la formación de la juventud y su valoración de los textos atribuidos a Homero.
En una de sus disertaciones manuscritas asienta que en estos poemas «se siente la fragancia del amanecer del mundo, de la primavera del universo». Palabras que hace evocar aquellas de nuestro gran hombre de letras y prócer de la independencia, José Martí, cuando anotaba: «no hay goce como el de leer a Homero en el original, que es como abrir los ojos a las mañanas del mundo».6
Feliz coincidencia, puesto que Laura Mestre no menciona en sus escritos la obra martiana, que sólo se comenzó a publicar en Cuba ya comenzado el siglo XX, mientras que otra parte de ella, como los Cuadernos de apuntes, sólo vieron la luz en 1944, o sea, en fecha posterior a la muerte de la helenista.
Continúa Mestre en la referida disertación exponiendo aspectos que considera esenciales al enfrentar la traducción de los textos homéricos: en primer lugar, el no alterar su estilo, para inmediatamente exhortar: «no seamos traidores sino intérpretes de la verdad, a veces desnuda, a veces trágica de su lenguaje; pero también revelemos la infinita poesía de sus cantos».
No obstante, está bien consciente de las dificultades de su propuesta. «Traducir del griego al castellano», nos dice, «es copiar en yeso una obra en mármol», y apunta como principales escollos:
«La espléndida lengua clásica puede expresar varias ideas en un solo vocablo y los matices más delicados del pensamiento con el uso de partículas conjuntivas, que también suplen la puntuación. La versión de los epítetos, tan frecuentes en Homero, es una de las dificultades mayores, pues el sustituirlos con una palabra es omitir ideas y el explicarlos con una frase, es perder la concisión y sencillez del estilo».
Para que el lector se dé cuenta cabal del problema recuerda que en nuestra lengua existe lo que llama «el barrio griego», voces técnicas de ciencias y de artes industriales, cuyo sentido comprende varias ideas expresadas sintéticamente. Para concluir haciendo referencia al hipérbaton que impera en los textos clásicos, muy superior al admitido por la lengua española, puesto que en ellos «un simple final de voz, o una palabra a la terminación de un periodo, dan la clave del sentido».
Termina su escrito haciendo alusión a los autores que desde la propia Antigüedad se ocuparon de Homero, haciendo mención de estudiosos y traductores –algunos también nombrados por Martí en rápida, pero crítica, revisión para los jóvenes lectores de La Edad de Oro–,7 que muestran los vastos conocimientos que del tema tenía la estudiosa cubana.
Al acercarnos a la versión de la Ilíada de Laura Mestre, sentimos que no sólo ha tenido siempre en mientes los presupuestos por ella misma expuestos, sino al posible lector en cuya formación desea obrar, al ponerlo en contacto con los textos homéricos. Procura con sencillez y elegancia, muy a tono con su ideal de estilo, plasmar la belleza del texto homérico, sin traicionar los requerimientos de la lengua española.
A su afán didáctico hemos de remitirnos como causa de su selección de los nombres romanos de los dioses o el uso genérico de «griegos» como marca de unidad de una cultura cuyos valores no sólo admira, sino que de ellos se siente heredera; o de que, en conjunto, prime un lenguaje más cercano al del lector que el que se observa en otras traducciones, como la de Segalá, de 1927, con un matiz arcaizante y que no desprecia cierto artificio en la acuñación de algunos términos.
Indudablemente la lengua homérica resultaba ya para los oyentes griegos, a quienes se dirigían los poemas, arcaica y artificiosa, carácter que Segalá aprovechó y supo recoger.  Laura Mestre subraya el frescor de los poemas y el paradigma de valores en que se debía formar la juventud; de ahí que, sin traicionar a Homero, manteniendo la sencilla elegancia y belleza del texto, usara un lenguaje más cercano al del posible lector, el cual sin necesidad de otros auxilios filológicos, podría al mismo tiempo disfrutar y captar adecuadamente el sentido del texto homérico.
Desea, indudablemente, trasladar al lector la sensación que ante ellos experimenta la traductora: «diríase que el poeta», afirma Laura, «narrador de cosas pasadas, piensa y siente con nosotros».8 Como bien definiera José Martí, la traducción sólo puede ser entendida como un acto de transpensar. 9
En el silencio y olvido que pende sobre la obra de la humanista, ha constatado Loló de la Torriente10 un destino análogo al de otras muchas mujeres de letras tanto en el siglo XIX como en los inicios del XX, y aunque ello sea cierto, en el caso de Mestre hay sin dudas una opción conscientemente realizada de retraimiento social.
Sin embargo, más allá del abandono que de éste supone la publicación de sus dos libros, justificable por su deseo de contribuir a la educación de sus conciudadanos, se descubre el contrapunteo entre la decisión adoptada de sustraer su personalidad al dominio público y su necesidad íntima de expresión en su papelería, en los libros de apuntes y relatos que más de una vez planeara y organizara para su publicación, como indican los cambios de título y hasta la introducción o variación de los posibles textos.
El carácter autobiográfico del llamado Libro de las disertaciones se aprecia desde el mismo título, pues constituye un homenaje al padre que tal definición diera de su primer intento como escritora cuando aún era niña. Bajo ese nombre guarda y agrupa una serie de escritos en que da rienda suelta a recuerdos, reflexiones, opiniones, incluso versos, los cuales, pasado un proceso evidente de selección y revisión, habrían de integrar el citado libro.
Si a temprana edad, como ella misma expresa, había renunciado al matrimonio para buscar en el cultivo intelectual su realización personal; si no aceptó las pasiones que inspiró y que, según sus palabras, tuvo la suerte de trocar en amistad; si se enorgullece de la serenidad alcanzada como obra de su dedicación al trabajo y ambiciona dar a conocer su obra como traductora en la medida que con ello pueda incidir en la formación de los jóvenes y el engrandecimiento de su patria; si renuncia a obtener retribución alguna, aun la satisfacción de compartir sus ideas; no es menos cierto que su yo íntimo no se resigna del todo a esta imagen conscientemente establecida.
Por ello, cuando piensa en la publicación de tales apuntes crea un heterónimo, más que seudónimo, la Condesa de San Lorenzo, quizás en recuerdo de la novelista francesa cuya obra tradujera para La Habana Elegante.
Es esta supuesta autora un personaje con alcurnia y posición económica suficiente para permitirse una vida social activa, viajes, amistades y, sobre todo, el volcarse en sus escritos; en fin, todo lo opuesto a su propia elección de vida.
No por casualidad, según me parece, la fecha de muerte de la ficticia condesa a fines del XIX es aproximadamente la misma en que Laura decide poner término a aspiraciones e intereses y enclaustrarse en su propia casa, completamente dedicada a sus afanes intelectuales.
Ese abandono del mundo se refleja también en sus estudios literarios, los cuales nos muestran a una excelente conocedora de la literatura, tanto europea como cubana hasta las postrimerías del siglo XIX, pero sin referencia alguna a la publicada en las primeras décadas del XX; renuncia más que desconocimiento, si tenemos en cuenta sus criterios sobre los excesos de realismo y naturalismo en el arte moderno, al cual describe adentrándose «por tristes y oscuros senderos».
De ahí que no vacile en fijar el programa literario de su alter ego: «Shakespeare es buen manantial para la edad media y sus figuras; Homero para cuentos clásicos; F. Caballero revela directamente los tipos del pueblo andaluz. La Condesa de San Lorenzo tratará de expresar la clase media de su ambiente. No debe apartarse como algo inútil lo novelesco, lo trágico que hay en nuestra vida, sino aprovecharlo en la revelación artística». Idea que completa cuando apunta: «El realismo lleva al pesimismo cuando no se escoge el modelo; el mundo del arte es un mundo de ilusión».
Ello se aprecia en las narraciones publicadas en su libro de Literatura moderna, nueve en total, en las cuales, por cierto, sólo hay una –«La esclava»– en que la autora rememora personas y hechos que conoció en su niñez, pero tanto su identificación como sujeto narrador como la mención del padre y circunstanciales familiares, son sólo recursos para otorgar validez a la anécdota y acentuar el horror de la esclavitud, al tiempo que deviene una buena muestra sobre los criterios de la autora de cómo ha de obrar la literatura: «nárrese el hecho reprensible, ya que impresiona y ofende; pero consigne el escritor su propio criterio y muestre los desastrosos efectos del error y la injusticia».
Sin embargo, en cuatro de las restantes narraciones que no pretenden ser autobiográficas, la dependencia de la mujer que impide su realización es un motivo temático reiterado, sin importar que recree un supuesto pasaje homérico o sitúe la acción en París o en Cuba.
Sobre todo en «Historia de un alma», las circunstancias de la joven protagonista parecen transparentar las propias condicionantes de la autora, aunque difiera al dejar abierta en su final la posibilidad de conjugar matrimonio con momentos dedicados «al estudio y al arte».
En sus «disertaciones» enfrenta la situación femenina con una postura mucho más radical que aquella presentada en sus relatos y se subleva ante todo lo que conspire contra la realización femenina, incluyendo el dominio clerical, sin obviar que nunca dejó de ser creyente. En «Los enemigos de la mujer» escribe:
«¿Qué le debe la mujer a la tutela eclesiástica de tantos siglos? En la vida religiosa, la sumisión a un dogma inaceptable a la sana razón, su alejamiento de las personas de distinto criterio, la dedicación de su tiempo a lecturas y prácticas religiosas capaces de idiotizar a los más inteligentes, la anulación de la voluntad personal en las asociaciones llamadas conventos.
»En la vida social de la mujer, la dominación del clero significa una influencia extraña y hostil en el hogar doméstico, la confesión de su vida íntima y la de sus familiares, la pérdida de su lugar en la esfera de la civilización, y siempre y en todo lugar el desprecio de sí misma, la humillación de su sexo, que se pone de rodillas en los templos, mientras el hombre permanece en pie; porque la mujer ante la opinión eclesiástica es la compañera de la serpiente, la tentadora, la pérfida y gárrula confidente cuyos defectos explota el sacerdocio».
A esta dominación debe achacarse, por tanto, el que la mujer no ocupe el lugar que le corresponde como ser humano, y considera Laura que a tantos siglos de opresión y servilismo ha de atribuírsele el que para entonces no hubiera ya emergido como entidad social «la mujer sana, buena amiga, inteligente y culta».
A pesar de su retiro y su dedicación al cultivo espiritual, Laura Mestre no dejó de interesarse por las circunstancias que la rodeaban. En algunos de sus escritos se preocupa por el pauperismo en Cuba, los problemas de la educación y la creación del personal técnico necesario para el desarrollo del país, pero es, sin duda, el derecho de la mujer a la independencia, a la dignidad y a la educación lo que más la motiva.
Traductora no sólo de Homero, sino de otros autores griegos, latinos y también modernos; autora de propuestas para el acercamiento a la literatura; interesada en problemas lingüísticos y aficionada a las artes plásticas, sobre las que también escribió un libro; conocedora de las teorías científicas e interesada por los problemas de su entorno; escritora ella misma de «historietas» y «noveletas», para usar algunos de los términos que alguna vez empleara, Laura Mestre fue, más que una traductora o una helenista, una verdadera humanista en la amplia acepción del término, aunque su marcado afán en dar a conocer las obras homéricas nos haga principalmente evocarla en ese aspecto de su tesonera y callada labor.
Por otra parte, si en su relato «Florencia» lo autobiográfico enmascara la ficción, en otras narraciones del libro que organizara con igual nombre, sus inquietudes y vivencias parecen subyacer en algunos de sus personajes hasta el punto de dotarles con su propio apellido, que después tachaba.
Si en sus apuntes nos habla de envidias y decepciones en contraste con los datos de vida apacible y serena –tónica de los pocos que sobre sí o sobre su familia nos brinda, expurgándolos tan bien que ni siquiera asoman los nombres de sus hermanos–, los relatos parecen patentizar ocasiones en que afrontó cauces mucho más procelosos y momentos en que no faltaron envidias, engaños y decepciones.
Laura Mestre resulta, por ende, tan o más interesante que sus personajes, pues, aunque con las limitaciones inherentes al círculo social adoptado por ella como objeto literario así como su voluntaria restricción personal, y aun a título de narradora, muchas de sus ideas y su batallar por la dignidad humana (en particular de la mujer, en defensa de que ésta fuera dueña de su destino y de que se le proporcionaran las armas de la instrucción, al tiempo que condena todo aquello que se oponía a la realización femenina, ya fuera el clero o la sujeción patriarcal), la hacen una adelantada que trasciende los límites del XIX en que en tantos aspectos voluntariamente se confina.
Atrapada no sólo entre dos siglos, sino también entre su voluntad y su inteligencia, entre su retraimiento apasionado y su afán de contribuir a la cultura de su patria, entre su carácter y su cultura, entre sus prejuicios y su humanismo, Laura Mestre, cual el viejo motivo de Hércules en la encrucijada, creyó conscientemente optar y se «inventa» no ya su destino sino a sí misma, refugiada en su soledad y en su trabajo.
Sin embargo, no consigue ahogar sus ansias de expresión y a través de la ficción se proyecta de modo que no siempre es posible distinguir los límites.
Quizás por ello no llegó a publicar «disertaciones» e «historietas», aunque alguna vez creyó encontrar una solución en la creación de su heterónima Condesa de San Lorenzo, mientras se ilusionaba pensando que con su obrar se había colocado por encima de las luchas y limitaciones que lastraban a sus congéneres. Mas no por ello dejó de cuestionarse y preguntarse si había optado acertadamente, como se advierte en uno de los pocos apuntes en que la sinceridad de su sentir le impide la máscara:
«Despertéme del más profundo sueño, y con la mente lúcida me interrogué a mí misma: ¿qué soy? ¿qué he deseado? ¿por qué mientras los demás corrían tras el amor o el dinero, yo he permanecido indiferente? ¿Acaso no es posible vivir sin tales cosas?
»He deseado la paz y el saber, he buscado la verdad ¿Qué tengo? La más culta serenidad del espíritu, la sofrosine de los griegos, una mente que me distrae como un teatro interior; la verdad que viene a mi encuentro espontáneamente.
»Pero el saber es un abismo sin fondo, un mar sin orillas; mientras más avanzo, más me pierdo en lo infinito. Mi pecho exhala un gemido de dolor ante el vacío irremediable, y pienso con Goethe que ninguna ruta humana conduce a la verdadera felicidad».


1 Se trata de «A la insurrección de Grecia en 1820», publicado en El revisor político y literario, La Habana, no. 64, 6 de agosto de 1823.

2 E.J. Varona y Pera: Elogio al Dr. Antonio Mestre (10 de julio, 1888). Imp. De Soler, Alvarez, La Habana, 1888.

3 Lamentablemente la mayoría de los textos de Laura Mestre, incluso su traducción de ambos poemas homéricos, se encuentran inéditos en los fondos del archivo del Instituto de Literatura y Lingüística. Ello es válido para las distintas referencias que haremos de su obra, a menos que se explicite lo contrario.

4 Seudónimo de Madame Adele Janvier, vizcondesa de Lepic-Janvier de la Motte.

5 C. Henríquez Ureña: «Laura Mestre, una mujer excepcional», en Estudios y Conferencias, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1982.

6J. Martí: Obras Completas. Ed. Nacional, La Habana, 1963, t. 13, p. 403.

7 J. Martí: Ob. cit., t. 18, pp. 331-332.

8 L. Mestre: Estudios griegos. Imprenta Avisador comercial, La Habana, 1929, p. 267.

9 J. Martí: Ob. cit., t. 24, p. 16.

10 Loló de la Torriente: «Laura Mestre», en El Mundo, La Habana, 14 de abril, 1967, p. 4.

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