Diferentes habilidades manuales y mucha sensibilidad propiciaron esta representación escultórica de uno de los grandes hitos de la historia universal. La idea original era lograr una réplica de un viejo exponente de la iconografía cristiana habanera a partir de maderos monolíticos de cedro, pero los resultados parciales estimularon que se obrara con creatividad y desenfado artísticos.
Algunos curiosos fueron al Convento de San Francisco de Asís. Querían ver al nuevo Cristo, el del cedro reluciente. Ese día ocurrió el primer encuentro con el resultado de una labor que casi todo el tiempo se mantuvo en sigilo.

 En un pequeño recinto de la planta baja del habanero Convento de San Francisco de Asís una pared sostiene una crucifixión en escultura de Jesucristo. Luces artificiales preparadas para la ocasión inciden más o menos sobre la pieza. El ambiente se presenta encantado por la (a)simetría lumínica, factor medular para el campo visual cuando se trata de una obra tridimensional. Ciertamente, la luz como compensación de aquellas aristas que quedan resguardadas durante el decisivo primer vistazo hacia toda obra de arte. Además de la luz, la forma escultórica insta de igual modo a la contemplación. El acercamiento es posible.
Reluce en toda la cruz un plateado atractivo por la presencia de motivos reiterados. Una redundancia visual como decorado de distinción y algo más. Luego, el Cristo en la cruz, con algunos de los habituales signos que caracterizan a estas representaciones con un amplio afán por el verismo. Por supuesto, en éste también afloran los códigos que parten de una tradición o son sus deudores evidentes: un hombre crucificado con tres clavos, fenecido, con la corona de espinas, semidesnudo y con la inscripción latina INRI. Un Cristo desprovisto de elementos naturales (pelo, ojo de vidrio, tela...), capaz de convencer desde el oficio mismo: mediante los ondulados de la madera, la idoneidad de la postura anatómica, el realismo de cada una de las partes. Aflora el curso de las venas, de la sangre simulada... Se intuye la agonía, el sufrimiento. Es dable la transportación espiritual al instante representado.
«Hay que aprender a mirar los objetos de arte sacro. Todo objeto sagrado es una mediación, un camino hacia Dios, una invitación a la adoración y al amor. El mayor peligro para una imagen sagrada surge cuando este camino de intermediario no es evidente, o cuando no lo descubra el que lo contempla. Es decir, cuando no hay un movimiento desde la imagen hacia el tema o la persona oficiada. Cuando todo el interés y el afecto se concentran en el arte, en la obra de arte como tal, la imagen se convierte en ídolo. Queda desnaturalizada».1 ¿Qué percibimos entonces ante esta pieza escultórica? ¿Cómo ha de contemplarse el nuevo Cristo de la Vera Cruz?
Nunca olvidar que, por el momento, es sólo una escultura. Una representación de uno de los grandes hitos de la historia universal, mas no es una imagen para ser venerada. Debe apreciarse como una obra de arte porque inclusive la esfera de su acción óptica se localiza en el entorno del Convento de San Francisco de Asís, inmueble de confrontación con la música clásica y contemporánea, las artes visuales, la historia, la arqueología... con el Museo de Arte Sacro que es en sí.
Hablamos de una escultura reciente (2003-2005) que integra la colección de arte sacro contemporáneo de esta edificación de la calle Oficios, con obras de Ángel Ramírez, José Villa Soberón, Octavio Cuéllar, Arturo Montoto... Artistas estos que, como los representados en la iglesia de San Francisco de Paula, adecuaron la temática del arte religioso en un segmento de su impronta creativa. Artistas que en definitiva son continuadores de aquel proyecto moderno –en más de un espacio cristiano– de los pintores Mariano Rodríguez, René Portocarrero y el escultor Alfredo Lozano y, por supuesto, del que fuera su gestor y alma, el padre Ángel Gaztelu.2
 Ya sea en el entorno real, en nuestro recuerdo o en ciertas reproducciones, son piezas de autor; es decir, no sucede como con las anónimas de siglos pretéritos, carentes de la información básica y que a veces sólo se limitan al lugar de procedencia. Delante del que podríamos llamar arte sacro cubano contemporáneo quizás surja asombro. ¿Acaso no lo provoca el fabuloso e insuperable Cristo moderno del escultor Lozano? ¿Cuál otro similar pudiéramos encontrar en nuestro contexto artístico? En la iglesia de la Playa Baracoa, La Habana, cuelga esa «admirable talla hecha con tanto fervor y acierto, es hasta el presente la obra escultórica más considerable de todo el arte moderno religioso de Cuba»,3 escribió hace varias décadas Gaztelu y aún su criterio resulta válido.
Nuestra escultura, que fue cubana desde y con el siglo XX, tuvo en la de tipo religioso un buen momento de osadía artística en 1956, luego de que Alfredo Lozano culminara su Cristo. Pasma el tratamiento, la aventura novedosa concedida a la caoba y con criterios artísticos muy renovadores. La modernidad escultórica cristiana nos llegó –posiblemente– con esta pieza. Antes, en cuanto a nivel iconográfico tridimensional, casi todo dependía de lo venerado en algún que otro templo y de aquellas imágenes surgidas espontáneamente por el talento de varios artistas (escultores, orfebres, ceramistas...).
En torno a la figura de Jesucristo la pasión y fe han dado pruebas de representación artística para bien de esa mística del hombre de la cruz. Artesanos, simples obreros de la madera y los metales, operarios de los pigmentos y otras técnicas manuales dieron vida escultórica a imágenes religiosas que tendrían un destino garantizado. De Europa llegaron a Cuba no pocas; aquí se quedaron. Con posterioridad, por razones meramente religiosas y/o artísticas, tendríamos otras: variadas, sí, incluso deudoras de cánones ya preestablecidos.
Precisamente, ahora con este nuevo Cristo de la Vera Cruz conviven tradición y creatividad en lo que fuera una vieja viga de cedro. Octavio Aruca Vázquez es el autor de esta escultura. Por encomienda personal del Historiador de la Ciudad de La Habana, debía obtener una fiel réplica de uno de los Cristos que sirviera en sus días para el Vía Crucis habanero.
«Esta preciosa talla es del siglo XIX... Se le llama el Santo Cristo de la Agonía y el Perdón (...). El Crucifijo está montado sobre láminas de plata repujada. Desde 1948, lo sacan en la procesión del Vía Crucis, que se celebra el Domingo de Ramos (...)».4 Así se le caracterizó hace unos cuantos años.
El restaurador y escultor Octavio Aruca debía partir de ésta para su creación «mimética». Cumplió el encargo, mas hizo sus propios aportes en una fase bastante avanzada del trabajo hasta alcanzar algo así como una gran apropiación. En su generalidad obró sobre el horcón de madera; pero otros ojos le ayudaron en la faena total. Así, llegó a determinarse que el decorado floral de la cruz de ese Cristo de hace dos siglos era en realidad de un tipo de latón con un baño de plata.
Largas jornadas de trabajo comenzarían a partir de fines de 2003. Para Aruca Vázquez no habría síntesis, ni mucho menos sugerencias. Con la talla directa sobre la madera habría de perfilar rostro, torso, piernas... Se trataba de una escultura exenta que, con posterioridad, sería integrada a la restante pieza de la composición (o viceversa): una meticulosa cruz, trabajada por partes, primero por él y Ciriaco Díaz Hernández, y luego por la especialista Patricia Comas Góngora, del Gabinete de Conservación y Restauración (Oficina del Historiador de la Ciudad).  Sobre la cruz se obró en colectivo, a manera de los viejos tiempos, cuando la pieza con una finalidad cristiana pasaba de mano en mano para su acabado final e ideal. Una obra compartida que demostró un buen resultado, entre otras razones, por la aplicación de saberes manuales como el de la técnica del laminado en plata. De esta manera, dicha cruz, los clavos, la inscripción INRI y las espinas fulguran debido a la paciente labor de colocar finas láminas sobre sus motivos decorativos de madera: esas laminillas que les otorgan una apariencia pictórica y bastante homogénea.
Tal vez, la renuncia del escultor a los pigmentos cromáticos en toda la superficie de la pieza (cuerpo y cruz) fue un punto a su favor. Ya así, requeriría del trabajo a más de dos manos. La obra pedía en algunos de sus componentes una intervención ajena para su óptimo acabado. Entre la experiencia del restaurador y escultor se imponía la primera, profesión que a toda hora requiere del espíritu colectivo para bien de los resultados.
Algo similar ocurrió con los clavos de hierro para suspender visual y realmente el cuerpo tallado. Fueron forjados en la Escuela Taller Gaspar Melchor de Jovellanos. Son esos conos punzantes la excepción matérica en esta pieza totalmente de madera, que carece de capas pictóricas como en ocasiones se aprecia en otros ejemplos conocidos de siglos pasados.
En este Cristo crucificado de Octavio Aruca fueron mínimos los pigmentos usados sobre la superficie para disimular los dos brazos injertados en el cuerpo. La que fuera una evidente unión logró disiparse. La franja circular, que ya no está, debía desaparecer. Entonces, se impuso el escultor.
El artista deseaba además perfección en ese detalle que, curiosamente, a veces es demasiado notorio en las piezas religiosas sobre Jesucristo de una escala sobredimensionada. Su experiencia laboral –más que las recomendaciones de sus colegas– selló la franja. Una era ya la figura. Todo estaba casi listo para firmarla. Porque a diferencia de otras, Octavio Aruca dejó su rúbrica en la parte trasera, por la zona de la cadera izquierda: «O. Aruca».
En una lluviosa tarde habanera se darían cita algunos curiosos en el antiguo Convento de San Francisco de Asís. Querían ver al nuevo Cristo, el del cedro reluciente. Ese día de noviembre de 2005 ocurrió para la mayoría el primer encuentro con el resultado de una labor que casi todo el tiempo se mantuvo en sigilo.
A lo mejor, muy pocos supieron que con esta exhibición en una de las capillas de la planta baja, tenía lugar además un hecho curioso: la primera muestra personal del escultor Aruca, quien desde su graduación en la Academia de San Alejandro ha concentrado sus habilidades artísticas en la salvaguarda de obras ajenas como restaurador en la Oficina del Historiador, su segunda casa.


1 Ángel Sancho Campo: «Iglesia y arte en la historia: las bases de una relación», en Artes plásticas: experiencia y transmisión de lo sagrado. II Curso de Arte Sacro, Fundación Félix Granda. Ediciones Encuentro, S.A., 2001, p. 107. [Nuestro agradecimiento a Argel Calcines por la pista referente a este material.]

2 Sobre las creaciones religiosas contemporáneas de la iglesia de San Francisco de Paula, y las encargadas por Ángel Gaztelu a sus amigos Mariano, Portocarrero y Lozano, pueden consultarse en Opus Habana (V. VII, No. 3, 2003) los textos «Los misterios de Paula» y «Ángel Gaztelu: edificar para la alabanza».

3Ángel Gaztelu: «La pintura religiosa en Cuba», Artes Plásticas, La Habana, No. 2, 1960, [s.p]

4 Juan Luis Martín: «Los crucifijos más famosos de La Habana», p. 31. [No hemos podido determinar los datos precisos de este artículo publicado en la revista Carteles. Hemos consultado una fotocopia facilitada por Octavio Aruca Vázquez.]

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