Recuento y comentario del arte de Rafael Calvo es este artículo de hace unos años. Tenemos así algunos de los procederes artísticos de este pintor nacido en Nueva Gerona, y hasta varias de sus etapas o tránsitos creativos: «fiesta detenida, en el sentido policial, o apresada por los límites y la sospecha de la creación».
Quince años después de adentrarse en los laberintos de la abstracción, el pintor no pinta figuras de un solo trazo. Los soportes elegidos quedan impregnados de bandas de luz, y ya sobre ella, Calvo comienza a soltar el alma.
Cuenta una leyenda china que, en cierta ocasión, un emperador hizo traer a un maestro al palacio para que le pintara un cangrejo. El pintor –que sabía de su oficio– pidió casa, criados, manutención y diez años de plazo. El Hijo del Cielo, que también sabía de lo suyo, le concedió la gracia. ¿Qué son diez años para un hombre al que le susurran los dragones?
Pasado el tiempo el súbdito solicitó otros cinco años. El emperador aceptó. Entonces, agotado el plazo, el maestro se sentó delante de una tabla, tomó el pincel y de un solo gesto pintó el cangrejo más perfecto que jamás existiese. Había valido la pena esperar. El emperador era dueño, simplemente, del cangrejo que encarnaba a todos los cangrejos posibles.
Pero la anécdota anterior es eso: un cuento chino. Cuento que al final tiene que ver. Y mucho.
Rafael Calvo (Nueva Gerona, 1970) ha pintado gallos, retratos, naturalezas muertas y diablitos que brotan torpes, graciosos, ingrávidos, como rozados por una perspectiva puesta de moda en las viejas catacumbas cristianas y en el arte románico. Una fiesta detenida, en el sentido policial, o apresada por los límites y la sospecha de la creación.
Dicha profusión iconográfica en este artista es como en la propia vida o en el Eclesiastés: lo que es y fue, será como hasta el final de los días. Desde Landaluze a la vanguardia, y de ésta a la actualidad, el arte cubano dispone de una exigua cantidad de arquetipos.
¿Cuánto ha tenido que esperar esta figuración falsa o sospechosa? El largo y, sobre todo, tortuoso camino hacia ella ha sido a la inversa. Calvo (Klvo), prisionero infinito de la línea, luego de fotografiar –como tesis de grado– a varios príncipes africanos con sus respectivos vasallos en busca de marcas tribales que incluían significados y significantes, se lanzó hacia una abstracción en la que daban pelea el kitsch y el masoquismo por igual.
El maestro chino resolvió su cangrejo, o el del emperador, con sólo una pincelada. A miles de kilómetros en el tiempo y el espacio, la figuración de Calvo –nos asegura él mismo– está emparentada con el misterio del arte oriental. Si de la abstracción vamos en busca de un gallo en el que descubriremos algo del cangrejo del emperador, no está mal el viaje de vuelta.
Quince años después de adentrarse en los laberintos de la abstracción, Calvo no pinta figuras de un solo trazo. Las cartulinas o lienzos, quedan impregnadas de bandas de luz dignas de Rabo Karabekian en su etapa minimalista. Ya sobre la luz, Calvo comienza –literalmente– a soltar el alma.
Encima de las bandas luminosas le toca al infinito camino de la línea a carboncillo, plumilla o pincel. Es el pesado trabajo que palpita en cada obra humana. A Sacher-Masoch le hubiera gustado vérselas con una de estas piezas a medio hacer. Lo maltratarían tanto como su severa esposa. Sin hablar del disfrute. Del misterio al gozo. Cómo no disfrutar: comienzan a surgir –trazo a trazo– cientos de miles de líneas, sobre la luz, gallos, diablitos, búcaros... Así durante varias semanas. Calvo, a diferencia del maestro chino, es un prisionero de la línea.
Aunque Calvo ha emprendido un camino de vuelta al revés, la abstracción es carga pesada que siempre se las arregla para cobrar lo suyo. Es el viejo truco de las vanguardias convertidas en recurso como cualquier otra cosa. El gallo, el búcaro o el rostro semejan paisajes vistos desde gran altura. Es el universo íntimo del autor. Si el pintor del emperador viajaba mente adentro, nadie como Calvo ha volado más sobre el tramo del Caribe que colinda entre Cuba y la isla Evangelista. Y cada viaje es un tráfico de pasiones de un lugar a otro. Un tráfico bajo la luz sobre la tierra.
Al final un hombre también es los cuadros que pinta, da lo mismo un gallo, un pez, una silla o un cangrejo. No importan el disfrute o la penitencia y la angustia de la creación o por qué se pinta. Delante de una obra y sus huellas, importan sólo la línea y la luz. El camino que se dejó atrás es eso: cuento chino, por mucho que tenga que ver.
Pasado el tiempo el súbdito solicitó otros cinco años. El emperador aceptó. Entonces, agotado el plazo, el maestro se sentó delante de una tabla, tomó el pincel y de un solo gesto pintó el cangrejo más perfecto que jamás existiese. Había valido la pena esperar. El emperador era dueño, simplemente, del cangrejo que encarnaba a todos los cangrejos posibles.
Pero la anécdota anterior es eso: un cuento chino. Cuento que al final tiene que ver. Y mucho.
Rafael Calvo (Nueva Gerona, 1970) ha pintado gallos, retratos, naturalezas muertas y diablitos que brotan torpes, graciosos, ingrávidos, como rozados por una perspectiva puesta de moda en las viejas catacumbas cristianas y en el arte románico. Una fiesta detenida, en el sentido policial, o apresada por los límites y la sospecha de la creación.
Dicha profusión iconográfica en este artista es como en la propia vida o en el Eclesiastés: lo que es y fue, será como hasta el final de los días. Desde Landaluze a la vanguardia, y de ésta a la actualidad, el arte cubano dispone de una exigua cantidad de arquetipos.
¿Cuánto ha tenido que esperar esta figuración falsa o sospechosa? El largo y, sobre todo, tortuoso camino hacia ella ha sido a la inversa. Calvo (Klvo), prisionero infinito de la línea, luego de fotografiar –como tesis de grado– a varios príncipes africanos con sus respectivos vasallos en busca de marcas tribales que incluían significados y significantes, se lanzó hacia una abstracción en la que daban pelea el kitsch y el masoquismo por igual.
El maestro chino resolvió su cangrejo, o el del emperador, con sólo una pincelada. A miles de kilómetros en el tiempo y el espacio, la figuración de Calvo –nos asegura él mismo– está emparentada con el misterio del arte oriental. Si de la abstracción vamos en busca de un gallo en el que descubriremos algo del cangrejo del emperador, no está mal el viaje de vuelta.
Quince años después de adentrarse en los laberintos de la abstracción, Calvo no pinta figuras de un solo trazo. Las cartulinas o lienzos, quedan impregnadas de bandas de luz dignas de Rabo Karabekian en su etapa minimalista. Ya sobre la luz, Calvo comienza –literalmente– a soltar el alma.
Encima de las bandas luminosas le toca al infinito camino de la línea a carboncillo, plumilla o pincel. Es el pesado trabajo que palpita en cada obra humana. A Sacher-Masoch le hubiera gustado vérselas con una de estas piezas a medio hacer. Lo maltratarían tanto como su severa esposa. Sin hablar del disfrute. Del misterio al gozo. Cómo no disfrutar: comienzan a surgir –trazo a trazo– cientos de miles de líneas, sobre la luz, gallos, diablitos, búcaros... Así durante varias semanas. Calvo, a diferencia del maestro chino, es un prisionero de la línea.
Aunque Calvo ha emprendido un camino de vuelta al revés, la abstracción es carga pesada que siempre se las arregla para cobrar lo suyo. Es el viejo truco de las vanguardias convertidas en recurso como cualquier otra cosa. El gallo, el búcaro o el rostro semejan paisajes vistos desde gran altura. Es el universo íntimo del autor. Si el pintor del emperador viajaba mente adentro, nadie como Calvo ha volado más sobre el tramo del Caribe que colinda entre Cuba y la isla Evangelista. Y cada viaje es un tráfico de pasiones de un lugar a otro. Un tráfico bajo la luz sobre la tierra.
Al final un hombre también es los cuadros que pinta, da lo mismo un gallo, un pez, una silla o un cangrejo. No importan el disfrute o la penitencia y la angustia de la creación o por qué se pinta. Delante de una obra y sus huellas, importan sólo la línea y la luz. El camino que se dejó atrás es eso: cuento chino, por mucho que tenga que ver.