El primero de noviembre con motivo del Día de Muertos fue un momento oportuno para hablar de la artista cubana Antonia Eiriz (1931-1993) en la Casa del Benemérito de las Américas Benito Juárez.
Cuando en 1991 Antonia Eiriz vuelve a exponer sus obras, la artista ejecutó una memorable instalación dedicada a Amelia Peláez, el único nombre de mujer que, hasta el día de hoy, puede colocarse antes que el suyo, o al lado del suyo.
En 1994, a pocos meses de la muerte de Antonia Eiriz, escribí un breve texto (que luego fuera publicado por la revista Revolución y Cultura) con el que procuraba rendir sentido tributo personal a la excelsa artista cubana.
Decidí iniciar aquel trabajo con fragmentos del poema «Sin preámbulos» que le fuera dedicado a Antonia por el poeta Manis Ritsos en el año 1966: «Bruscamente murió./ Como aquellos, como usted,/ Como todos nosotros./ Como el lazo de uno de mis zapatos zafados,/ Arratrándose al límite de la eternidad,/ Solitario, usado, turbado, insignificante,/ Casi inmortal».
Recordaba, entonces (en 1994) que hacía poco más de cuatro años habíamos tenido el excepcional privilegio de participar, muy de cerca, en uno de los acontecimientos culturales de mayor trascendencia para la plástica cubana de la última década del siglo XX. Me refería a lo ocurrido en el mes de enero de 1991, cuando el decenio apenas comenzaba; pero ya sabíamos que estábamos asistiendo a un hecho artístico de invaluable magnitud: Antonia Eiriz volvía a exponer después de una prolongada ausencia de más de veinticinco años.
Un cuarto de siglo (para un artista vivo) es demasido tiempo de aislamiento, de empecinada esquiva de la pintura, de las galerías, e incluso de las entrevistas; demasiado tiempo de silencio, resistiendo el arrasador embate de «las novedades», demasiado tiempo para no envejecer definitivamente en las páginas de los viejos catálogos y en las paredes de los museos… suficiente tiempo para ser olvidado, sobre todo si se cuenta; como es casi inevitable «con la ingratitud probable de los hombres».
Pero Antonia Eiriz fue en eso, como en casi todo, un caso excepcional: cuanto más se desdibuja su huella en la obra de quienes fueron sus últimos discípulos en la E.N.A, más intensamente se hacía sentir su ausencia; cuanto más se entronizaba la autocomplacencia en «la generación de la esperanza cierta», más se echaban de menos sus lecciones de inconformismo artístico y de iconoclasia; y cuanto más convulsos –como también más firmes y más lúcidos– se tornaban «los ochenta», más se imponía el (re)conocimiento de ciertos pintores «de antaño», algunos de los cuales, como Antonia, habían permanecido callados… demasiado tiempo.
Así, justo cuando acababa de pasar el vendaval (con que iniciamos en Cuba los noventa) y entrábamos, literalmente, en proceso de resacas, se rompió mágicamente el silencio, cual se rompen los hechizos, y se produjo el insospechado REENCUENTRO (fue así que se nombró aquella exposición) con las obras de Antonia en la Galería Galiano.
Allí nos impactó la estupenda contemporaneidad de piezas fechadas todas –para sorpresa de los más jóvenes– en la década de los sesenta. Sus lienzos eran (lo son, y seguirán siéndolo) auténticas lecciones del más genuino neoexpresionismo.
Cuando se pudieron ver cuadros como La procesión, Réquiem por Salomón, El dueño de los caballitos junto a otros más conocidos como La anunciación, o Cristo saliendo de Juanelo, se comprendieron mejor las razones de los críticos que la habían comparado con Orozco, con Posada, con Ensor, y sobre todo con Goya. Aunque Antonia, sin embargo, se haya confesado mucho más cerca del de Kooning abstraccionista que de cualquiera de esos otros grandes maestros, y haya remitido las muy hondas raíces de su arte a las pinturas del Giotto y de Cézanne. ¡Así son de enigmáticas las fuentes, las «influencias» y los modos en que puede conformarse la poética personal de un artista!
Los ensamblajes, por su parte, constituyeron el augurio de una nueva estética que tardaría bastante en instalarse en el ambiente artístico nacional. Antonia los construyó sin la menor vocación fundacional, los abordó, en su momento (los años sesenta), con el ánimo explícito de experimentar, es decir, de enriquecer su expresión plástica aprovechando nuevos materiales, fundamentalmente los desechos. Pero ocurrió que con esa «sensibilidad particular para percibir –y expresar– lo terrible», los cargó de su «dolor ancestral», de su poderoso dramatismo, y de una «fuerza profunda y real» que los hizo indefectiblemente imperecederos.
A la irrepetibilidad de sus ensamblajes es que pudimos agradecer el regreso de Antonia a la creación plástica. Desde su retiro de la pintura (a finales de 1968) ella no había querido hacer otra cosa –¡qué gran cosa!– que practicar y enseñar la técnica del papier maché en talleres populares que tuvieron por su primera sede la propia casa de la artista en el Pasaje 2do. del Reparto Juanelo; pero cuando una vez convencida de la empresa de volver a exponer, y rescatados sus ruinosos «cachivaches» de lo que sentenciosamente ella llamó «las catacumbas del arte abstracto cubano», llegó la hora de restaurar los ensamblajes, ya no pudo rehusarse a tocarlos; ¿quién si no la propia Antonia podía restituir el encanto en esas piezas magistrales?, ¡qué manos si no las suyas –las únicas manos capaces– hubiesen podido resucitar, rehaciéndolas, las deformadas figuras de loneta quemada que debían reinstalarse en el centro de El Tríptico.
Fue el estímulo de aquella modesta exposición la que nos devolvió su anhelada presencia. Para tamaña ocasión Antonia no sólo restauró sino que reemprendió su quehacer plástico ejecutando una memorable instalación –resuelta toda en color blanco– con la que rindió su sentido Homenaje a Amelia Peláez, el único nombre de mujer que, hasta el día de hoy, puede colocarse antes que el suyo, o al lado del suyo, cuando se escriben páginas para historiar la plástica cubana.
A partir de entonces la artista comenzó de nuevo a grabar, a dibujar, a pintar, con la emoción que le produjo la acogida que le dio el público cubano y que le otorgó el impulso de un segundo aire que parecía inextinguible. La muerte, sin embargo, que usualmente vagaba enmascarada por muchos de sus viejos cuadros, como escapada de alguno de ellos, se presentó bruscamente y nos la arrebató de súbito dejándonos sin tiempo para agradecerle el retorno.
Concluía aquel texto del año 1994 advirtiendo que si no nos aprestáramos a organizar la gran retrospectiva que hace rato debimos celebrarle en nuestro Museo Nacional, ya sería un homenaje póstumo; aún así –lo consideraba entonces, y lo sigo aseverando ahora, cuando han transcurrido otros diez años– los cubanos estamos en el deber moral de rendirle, entre nosotros, el primer gran tributo póstumo que se le rinda en parte alguna de este continente.Antonia Eiriz falleció en la ciudad de Miami en 1993; allí también alcanzó a exponer sus obras con rotundo éxito, aunque los más recalcitrantes no le perdonaran que se abstuviera de hacer declaraciones políticas en contra del gobierno y de la Revolución Cubanas; allá, en aquella «otra orilla», descansan sus restos.
Pero estoy convencida de que su vida –mucho más importante que el accidentado espacio geográfico donde tuvo lugar su muerte– nos pertenece a los cubanos de este Isla; porque no hay arte en el mundo más deudor de su arte que la plástica cubana de todos estos años: en su voluntad crítica, en su dolor activo, en su permanente vocación anticonformista está presente, como en ninguna otra parte, el singular magisterio de Antonia Eiriz. Por ello, sigo creyendo, que a nadie más que a nosotros le aiste el derecho de pintarle su Réquiem.
Y por lo mismo, como cubana de esta Isla –discípula de Antonia, de su beligerancia y de su inconformismo como también de su tácito e inquebrantable compromiso con los destinos de esta tierra– agradezco sinceramente a la Embajada de México en Cuba, a la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, a la Sociedad Cubano-Mexicana de Relaciones Culturales y a la Casa Benito Juárez que hayan tenido la feliz iniciativa de dedicar este ALTAR DE MUERTOS del año 2004 a la figura de esta gran artista cubana, y de enaltecer su memoria evocando su recuerdo junto al de esta otra gran mujer de la plástica latinoamericana –y del mundo– que fue la mexicana Frida Kahlo.
(Texto leído el primero de noviembre de 2004 en la Casa del Benemérito de las Américas Benito Juárez con motivo de la ofrenda dedicada al Día de Muertos. En este texto, la autora retoma casi íntegramente su artículo homónimo, publicado en la revista Revolución y Cultura, No. 2, 1995).
Decidí iniciar aquel trabajo con fragmentos del poema «Sin preámbulos» que le fuera dedicado a Antonia por el poeta Manis Ritsos en el año 1966: «Bruscamente murió./ Como aquellos, como usted,/ Como todos nosotros./ Como el lazo de uno de mis zapatos zafados,/ Arratrándose al límite de la eternidad,/ Solitario, usado, turbado, insignificante,/ Casi inmortal».
Recordaba, entonces (en 1994) que hacía poco más de cuatro años habíamos tenido el excepcional privilegio de participar, muy de cerca, en uno de los acontecimientos culturales de mayor trascendencia para la plástica cubana de la última década del siglo XX. Me refería a lo ocurrido en el mes de enero de 1991, cuando el decenio apenas comenzaba; pero ya sabíamos que estábamos asistiendo a un hecho artístico de invaluable magnitud: Antonia Eiriz volvía a exponer después de una prolongada ausencia de más de veinticinco años.
Un cuarto de siglo (para un artista vivo) es demasido tiempo de aislamiento, de empecinada esquiva de la pintura, de las galerías, e incluso de las entrevistas; demasiado tiempo de silencio, resistiendo el arrasador embate de «las novedades», demasiado tiempo para no envejecer definitivamente en las páginas de los viejos catálogos y en las paredes de los museos… suficiente tiempo para ser olvidado, sobre todo si se cuenta; como es casi inevitable «con la ingratitud probable de los hombres».
Pero Antonia Eiriz fue en eso, como en casi todo, un caso excepcional: cuanto más se desdibuja su huella en la obra de quienes fueron sus últimos discípulos en la E.N.A, más intensamente se hacía sentir su ausencia; cuanto más se entronizaba la autocomplacencia en «la generación de la esperanza cierta», más se echaban de menos sus lecciones de inconformismo artístico y de iconoclasia; y cuanto más convulsos –como también más firmes y más lúcidos– se tornaban «los ochenta», más se imponía el (re)conocimiento de ciertos pintores «de antaño», algunos de los cuales, como Antonia, habían permanecido callados… demasiado tiempo.
Así, justo cuando acababa de pasar el vendaval (con que iniciamos en Cuba los noventa) y entrábamos, literalmente, en proceso de resacas, se rompió mágicamente el silencio, cual se rompen los hechizos, y se produjo el insospechado REENCUENTRO (fue así que se nombró aquella exposición) con las obras de Antonia en la Galería Galiano.
Allí nos impactó la estupenda contemporaneidad de piezas fechadas todas –para sorpresa de los más jóvenes– en la década de los sesenta. Sus lienzos eran (lo son, y seguirán siéndolo) auténticas lecciones del más genuino neoexpresionismo.
Cuando se pudieron ver cuadros como La procesión, Réquiem por Salomón, El dueño de los caballitos junto a otros más conocidos como La anunciación, o Cristo saliendo de Juanelo, se comprendieron mejor las razones de los críticos que la habían comparado con Orozco, con Posada, con Ensor, y sobre todo con Goya. Aunque Antonia, sin embargo, se haya confesado mucho más cerca del de Kooning abstraccionista que de cualquiera de esos otros grandes maestros, y haya remitido las muy hondas raíces de su arte a las pinturas del Giotto y de Cézanne. ¡Así son de enigmáticas las fuentes, las «influencias» y los modos en que puede conformarse la poética personal de un artista!
Los ensamblajes, por su parte, constituyeron el augurio de una nueva estética que tardaría bastante en instalarse en el ambiente artístico nacional. Antonia los construyó sin la menor vocación fundacional, los abordó, en su momento (los años sesenta), con el ánimo explícito de experimentar, es decir, de enriquecer su expresión plástica aprovechando nuevos materiales, fundamentalmente los desechos. Pero ocurrió que con esa «sensibilidad particular para percibir –y expresar– lo terrible», los cargó de su «dolor ancestral», de su poderoso dramatismo, y de una «fuerza profunda y real» que los hizo indefectiblemente imperecederos.
A la irrepetibilidad de sus ensamblajes es que pudimos agradecer el regreso de Antonia a la creación plástica. Desde su retiro de la pintura (a finales de 1968) ella no había querido hacer otra cosa –¡qué gran cosa!– que practicar y enseñar la técnica del papier maché en talleres populares que tuvieron por su primera sede la propia casa de la artista en el Pasaje 2do. del Reparto Juanelo; pero cuando una vez convencida de la empresa de volver a exponer, y rescatados sus ruinosos «cachivaches» de lo que sentenciosamente ella llamó «las catacumbas del arte abstracto cubano», llegó la hora de restaurar los ensamblajes, ya no pudo rehusarse a tocarlos; ¿quién si no la propia Antonia podía restituir el encanto en esas piezas magistrales?, ¡qué manos si no las suyas –las únicas manos capaces– hubiesen podido resucitar, rehaciéndolas, las deformadas figuras de loneta quemada que debían reinstalarse en el centro de El Tríptico.
Fue el estímulo de aquella modesta exposición la que nos devolvió su anhelada presencia. Para tamaña ocasión Antonia no sólo restauró sino que reemprendió su quehacer plástico ejecutando una memorable instalación –resuelta toda en color blanco– con la que rindió su sentido Homenaje a Amelia Peláez, el único nombre de mujer que, hasta el día de hoy, puede colocarse antes que el suyo, o al lado del suyo, cuando se escriben páginas para historiar la plástica cubana.
A partir de entonces la artista comenzó de nuevo a grabar, a dibujar, a pintar, con la emoción que le produjo la acogida que le dio el público cubano y que le otorgó el impulso de un segundo aire que parecía inextinguible. La muerte, sin embargo, que usualmente vagaba enmascarada por muchos de sus viejos cuadros, como escapada de alguno de ellos, se presentó bruscamente y nos la arrebató de súbito dejándonos sin tiempo para agradecerle el retorno.
Concluía aquel texto del año 1994 advirtiendo que si no nos aprestáramos a organizar la gran retrospectiva que hace rato debimos celebrarle en nuestro Museo Nacional, ya sería un homenaje póstumo; aún así –lo consideraba entonces, y lo sigo aseverando ahora, cuando han transcurrido otros diez años– los cubanos estamos en el deber moral de rendirle, entre nosotros, el primer gran tributo póstumo que se le rinda en parte alguna de este continente.Antonia Eiriz falleció en la ciudad de Miami en 1993; allí también alcanzó a exponer sus obras con rotundo éxito, aunque los más recalcitrantes no le perdonaran que se abstuviera de hacer declaraciones políticas en contra del gobierno y de la Revolución Cubanas; allá, en aquella «otra orilla», descansan sus restos.
Pero estoy convencida de que su vida –mucho más importante que el accidentado espacio geográfico donde tuvo lugar su muerte– nos pertenece a los cubanos de este Isla; porque no hay arte en el mundo más deudor de su arte que la plástica cubana de todos estos años: en su voluntad crítica, en su dolor activo, en su permanente vocación anticonformista está presente, como en ninguna otra parte, el singular magisterio de Antonia Eiriz. Por ello, sigo creyendo, que a nadie más que a nosotros le aiste el derecho de pintarle su Réquiem.
Y por lo mismo, como cubana de esta Isla –discípula de Antonia, de su beligerancia y de su inconformismo como también de su tácito e inquebrantable compromiso con los destinos de esta tierra– agradezco sinceramente a la Embajada de México en Cuba, a la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, a la Sociedad Cubano-Mexicana de Relaciones Culturales y a la Casa Benito Juárez que hayan tenido la feliz iniciativa de dedicar este ALTAR DE MUERTOS del año 2004 a la figura de esta gran artista cubana, y de enaltecer su memoria evocando su recuerdo junto al de esta otra gran mujer de la plástica latinoamericana –y del mundo– que fue la mexicana Frida Kahlo.
(Texto leído el primero de noviembre de 2004 en la Casa del Benemérito de las Américas Benito Juárez con motivo de la ofrenda dedicada al Día de Muertos. En este texto, la autora retoma casi íntegramente su artículo homónimo, publicado en la revista Revolución y Cultura, No. 2, 1995).
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