En uno de los espacios de la Décima Bienal de La Habana se inauguró, el 31 de marzo en la galería «Espacio Abierto» de la Revista Revolución y Cultura, la exposición «Érase una vez...una Matrioshka», de la fotógrafa cubana Lissette Solórzano.La muestra, como reza el catálogo, «Nunca en plan souvenir o de "cubaneo" recalcitrante, sino todo lo contrario: identificándose con sus protagonistas en sus fibras más íntimas, Solórzano entrevió dos aristas medulares del tema abordado: la belleza del mestizaje —captada en fotos de un convincente clasicismo— y la fuerza de la maternidad».
Retratos en blanco y negro, pero con los suficientes matices en grises, que demuestran el comedimiento de la autora para adentrarse en es comunidad «soterrada» de quienes «padecieron la Historia», al decir de Albert Camus

Érase una vez… una matrioshka… Como sacada de un cuento folklórico ruso para niños, esta frase titula el más reciente ensayo fotográfico de Lissette Solórzano: una inmersión en el seno de las familias mixtas, creadas durante el período de relaciones entre Cuba y la otrora, extinta, desaparecida Unión Soviética.
Gracias a su sensibilidad antropológica, Lissette —como otra matrioshka más— pudo traspasar la intimidad de los hogares y lograr que las madres rusas, por lo general adustas y desconfiadas, le abrieran el corazón para que la fotógrafa jugara a montar y desmontar sus historias personales, una dentro de la otra, como si de ese propio juguete antiquísimo se tratara, hasta llegar a la más pequeña de las muñecas, la único que no es hueca. O sea, la esencia.
Nunca en plan souvenir o de «cubaneo» recalcitrante, sino todo lo contrario: identificándose con sus protagonistas en sus fibras más íntimas, Solórzano entrevió dos aristas medulares del tema abordado: la belleza del mestizaje —captada en fotos de un convincente clasicismo— y la fuerza de la maternidad, por no decir del matriarcado, que es el subtexto de todo el ensayo. De ahí el nombre de matrioshka, utilizado en un sentido equivalente a «madrecita».
Retratos en blanco y negro, pero con los suficientes matices en grises, que demuestran el comedimiento de la autora para adentrarse en es comunidad «soterrada» de quienes «padecieron la Historia», al decir de Albert Camus, en el sentido de sobrevivir a un gran cataclismo social y, sin embargo, encontrar la felicidad en esta isla tan ajena a su cultura natal. Pinceladas de color para iluminar aquellos objetos que, antaño de dudoso valor artístico por ser demasiado serializados, adquieren calidad de obra de arte gracias al talento de una de las fotógrafas más importantes de su generación.
Lissette Solórzano vuelve a sorprenderme, como ya una vez lo hizo con La ciudad de las columnas, aquella exposición basada en el ensayo de Alejo Carpentier en la que desfragmentaba a La Habana imprimiéndola no sólo sobre papel fotográfico, sino sobre piedras.
Ahora nos deja esta suerte de ajiaco cubano —en referencia al concepto de Fernando Ortiz—, al que ha bastado echarle una cucharadita de smetana (crema de leche) para que sea algo totalmente distinto… aunque sea un borsh.

Argel Calcines
Editor General  Opus Habana.

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