La tarde de este viernes, en la galería del Palacio de Lombillo, quedó inaugurada la exposición «Trasmundo» de José Adrián Vitier. Se trata de la primera muestra personal del también poeta, traductor y editor de la revista La Isla Infinita.
En este conjunto pictórico, los seres de José Adrián se mueven a través del bosque sagrado, a la intemperie, cosechando incipientes espirales, evitando encontrarnos la mirada.

(la ola) sin más gloria que su orla al romperse
Samuel Feijóo



Como si nos llegaran después de atravesar un océano profundo y denso, muy denso, donde las formas alcanzan una imperceptible fluidez, los cuadros de José Adrián Vitier traen noticias de un allá en el que parece no haber separación entre pasado y porvenir, donde uno es otro a la vez, y no existen ni el ninguno ni el nunca ni la nada. Al fondo queda casi siempre el bosque sagrado, el caos exuberante y vegetal que engendra el espacio-tiempo del mito con su incesante germinación. Seres y acontecimientos se van diferenciando con nombre o sin él, van apareciendo y desapareciendo, o acaso sólo buscan permanecer así, en un estado de fragilidad luminosa, de vigilia onírica en la cual, pese a todo, ni el horror, ni la muerte, ni la belleza tienen el mismo sentido que les conferimos durante la vigilia ordinaria.
 De eso nos hablan los ojos de la hechicera mientras se pone (o se quita) el anillo, en medio de las verdes orlas que le otorgan poder, y es lo que nos revela la reina de las salamandras entre las orlas de su plasma de fuego. También los otros seres que van y vienen de ese mar amniótico donde conviven simientes y vestigios de todos los reinos, sea el humano, el animal o el feérico; sea el vegetal o el de las volutas marinas que inundan el ámbito de la dama azul del apagón. En íntima resonancia con la poética o metafísica del ornamento recreada por Samuel Feijóo se desprenden los arabescos y las filigranas que rodean las figuras como un manto protector. Y en esa tupida red de formas, que también evoca las forjas de herrería de una Habana colonial, surgen y a la vez se difuminan, disolviéndose en la transparencia y en el trazo ondulante, imágenes que como un aura espiritual o un inquietante doppelganger, duplican a los personajes: extraña dimensión en la que conviven seres de mundos y especies diferentes a través de la confluencia de posibilidades que hallan una extraordinaria intensidad en el trazo del artista.
Ciertamente, casi estamos en el universo de los antiguos símbolos, de los ritos iniciáticos, del druida, de la leyenda inaccesible pero vivificadora, del chamán sanador, de los arquetipos junguianos; máscaras del alma son esos rostros femeninos provenientes de un tiempo en que aún no habíamos caído en el orden patriarcal, en la beligerancia y el estruendo. Poesía y existencia no se habían escindido aún y giraban en espiral alrededor de la luna, más fuerte entonces que el sol y su apolíneo impulso.
La vida, en un desfile que adquiere alucinantes rasgos genésicos, inunda ese sendero de Las Villas en el cual las siluetas que contemplan la cornucopia de la creación se adelgazan hasta alcanzar su mayor levedad. De la inquietante figura del escritor que también aparece cuando la fantasía alcanza su plenitud brota esa abundancia de formas que colman un espacio mágico. Sin embargo, tras esa diversidad igualmente presente en el conjunto de las obras se advierte la consistencia interna del mundo que nos ofrece el pintor. Con sombría fascinación, los seres de José Adrián se mueven a través del bosque sagrado, a la intemperie, cosechando incipientes espirales, evitando encontrarnos la mirada porque nuestra celeridad en círculo perenne no es sino demencia, y ellos, en cambio, tienen como emblema la voluta que marca la piel femenina y deviene poderoso signo de fecundidad. Los ojos de la hechicera se atreven a mirar a los nuestros y nos inquieren: ¿a dónde van con tanta prisa?
Ella, como los otros, tras el entierro eterno de Taliz, viene ungida de un silencio indescifrable, orlada de la paz fatigosa que sigue a la consumación de un ritual y una prolongada danza giratoria. Parecería que pudiera decirnos algo sobre Chagall cuando cerraba los ojos, sobre Andréi Rubliov cuando se empeñaba en su larga mudez. Ella, como la dama y su cernícalo en una hoja de la rama de un árbol que parece asomarse a un claro del bosque, y como casi todos los demás habitantes del mundo de orladas espirales de José Adrián, son expresiones varias de una constante humana que no se puede definir, y quizás ni tocar, pero que permanece siempre a salvo, invulnerable, más allá de todos los cambios trepidantes y las tormentas del caos. Más acá de la historia y de las fábulas.



(«De cuando la poesía y la existencia andaban juntas, a la intemperie, en el bosque sagrado» tituló Margarita Mateo Palmer las palabras al catálogo de la exposición personal «Trasmundo», de José Adrián Vitier, que fuera inaugurada el 27 de enero de 2006 en la galería del Palacio de Lombillo).

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar