Al Historiador de La Habana está dedicada la XXVII Feria Internacional del Libro. La celebración, que tendrá lugar en apenas unos días, es el motivo de la entrevista realizada al Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal Spengler, publicada en el periódico Granma el pasado 18 de enero.
La palabra, cuando tiene una coherencia, cuando surge como un manantial de una roca, cuando sale del corazón del individuo como el agua de la tierra, tiene un valor persuasivo, educativo, docente, pedagógico, declaró Eusebio Leal.
Al Historiador de La Habana está dedicada la 27 Feria Internacional del Libro. La celebración, que tendrá lugar en apenas unos días, es el motivo al que debo agradecer el poder conversar en esta ocasión con el Doctor Eusebio Leal Spengler, orgullo de Cuba y de todo aquel que siente y padece por esta Isla que está al tanto de sus gestas.
Escucharlo es recompensa. Por momentos el que indaga se embelesa y queda absorto ante la armonía que cobran el saber, la elegancia y el ardor del verbo de quien, siendo tan conocido, se reestrena en cada respuesta.
Aunque no se lo hice saber, Leal, el Historiador, o simplemente Eusebio –a juzgar por la cercanía con que lo sentimos todos sus adeptos– me remite siempre al Gigante de Rubén Martínez Villena, aquel que no se hallaba donde no había nada grande que hacer, y poseído por «una fuerza concentrada, colérica, expectante», experimentaba en el sosegado fondo de su ser un impulso levadizo para «¡rendir montañas y amasar estrellas!».
No lo habría aceptado. Eusebio Leal es un hombre llano y franco, que se puede sonrojar con un elogio. Tan modesto que la sorpresa lo sacudió cuando se le dio la noticia sobre el agasajo que le reservaría la Feria. Pero basta pensar un instante La Habana, su Centro Histórico, y las transformaciones increíbles que ha sufrido con el corazón de su Historiador al frente, para convencernos de que sí es colosal la obra que con su permanente asesoría y dirección se ha erigido.
Entre las más valiosas remembranzas asociadas a los libros que conserva este hombre singular, está su primera maestra, la que le enseñara la cartilla, las primeras letras. Se le nota la emoción cuando la evoca en aquella aulita donde sentados en unos banquitos de madera aprendían los niños pequeños. «Era una señora muy mayor. Uno de los recuerdos más fuertes en mi memoria es el día de la muerte de la maestra».
–Todos los lectores tenemos libros que algún día queremos volver a leer. ¿Cuál es el suyo? ¿Qué libro se llevaría a la isla desierta?
–Ya lo he vuelto a leer dos veces, las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, entre lo más reciente. Y luego Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez. A la isla me llevaría La Biblia.
–¿A la lectura llegó solo o hubo algún impulso?
–Descubrí la biblioteca de los niños donde mi mamá trabajaba, en una casa en San Lázaro y N. Un día me enfrenté a la habitación donde estaban todos los libros que ellos tenían y entré allí. Había libros hasta el techo, eran varios armarios, todos de cuentos, con imágenes. Poco después, ya en la escuela, podía ir caminando a la Sociedad Económica de Amigos del País. En su biblioteca infantil me hice mi tarjeta de inscripción y los leía en mi casa, hasta que los pude comprar.
–¿En qué horarios prefiere leer?
La 27 Feria Internacional del Libro, que se celebrará en La Habana del primero al 11 de febrero, está dedicada a Eusebio Leal Spengler.
–Puedo estudiar durante el día, pero leer, por placer, por lo general lo hago acostado, cosa que es pésima, con una lámpara con muy poca luz, lo cual es agotador; pero es el único tiempo del que dispongo a veces para hacerlo. Antes leía en las guaguas, en la época del triunfo de la Revolución, con la avidez del conocimiento. Los hombres nos poníamos de pie cuando subía una señora o un inválido. Generalmente nunca había asientos para nosotros. Los hombres se levantaban de los asientos automáticamente y el que no lo hiciera era un mal nacido. Iba leyendo Robinson Crusoe, Moby Dick… Leí de todo en los ómnibus. En todas partes podía leer, leía mucho. Creo que hoy usufructúo lo mucho que leí en aquellos tiempos.
–¿Qué le aportó, desde el punto de vista del amor a los libros, una amistad como la que tuvo con Dulce María Loynaz?
–Mucho, porque ella, como fue perdiendo la vista con el tiempo, hasta quedarse totalmente ciega, al respecto siempre me comentaba que la cuestión no era solamente leer, sino escuchar la lectura, con esa voz interior que siempre nos acompaña. «Cuando no se ve, si una vez se vio, hay una luz interior que nos permite recordar las cosas y pensar, pensar…», decía. El libro y la lectura hacen pensar a tal extremo que se dice que ella dijo, ya en agonía: «qué horror, me estoy muriendo y sigo pensando».
–En varias oportunidades, cuando ha sido distinguido con algún premio o reconocimiento, lo he oído hablar de los maestros… ¿Por qué?
–Porque no hay oficio más bello en el mundo que el de enseñar a otros, lo que pasa es que no hay guía de ciegos. Para poder guiar hay que ver, y para poder dar hay que tener. Porque nadie da lo que no tiene.
–Martí hablaba de que los rasgos del carácter adulto se dejan ver desde la infancia. ¿Qué características hay en el hombre maduro que ya se perfilaban en el niño que fue?
–Yo prefería hablar que escribir. Unos temas me interesaban más que otros, por ejemplo: las ciencias naturales, la geografía, los históricos, y me gustaba desarrollarlos. Mi mamá contaba que subía a una casa en el lugar donde vivíamos, Hospital 660, en la planta alta, y me ponían un cajón de manzana o de pera, y allí me paraba y hacía discursos sobre lo que aprendía en la escuela en primer o segundo grado.
–Usted no es un escritor propiamente dicho, sin embargo, ya son muchos los títulos que firma. Recogen fundamentalmente discursos y ensayos. ¿Qué papel le concede a la oratoria en el desarrollo de una sociedad?
–La oratoria me parece muy bien porque la palabra tiene un carácter persuasivo. La palabra, cuando tiene una coherencia, cuando surge como un manantial de una roca, cuando sale del corazón del individuo como el agua de la tierra, tiene un valor persuasivo, educativo, docente, pedagógico. Pero también es un placer, que es una de las cosas que distingue al hombre de las demás criaturas. Es precisamente el don de la palabra coherente lo que le permite hacer filosofía, literatura…
–Usted, como sucede también con el discurso martiano, ejerce la oratoria de un modo bastante singular. ¿Qué valor tendrá el discurso oral, a diferencia de la lectura de un tratado?
–Yo no descalifico a nadie, cada cual tiene su estilo. Hay quienes leen lo que han escrito y me parece muy bien, yo lo haría y sería un poco más cómodo y menos riesgoso, porque la improvisación siempre tiene riesgos. A veces uno puede dejarse llevar por sentimientos íntimos, o por un estado depresivo, pero considero que nada puede sustituir el valor arrebatador y persuasivo de la palabra, y me parece muy bien cuando uno puede dirigirse a las personas, hablar con ellas, mirarles a los ojos, mirar al fondo, saber los distintos grupos de intereses que están reunidos y saber cómo referirse a cada comunidad humana.
–¿Qué estado lo embarga en la efervescencia oral? ¿Tuvo alguna vez miedo escénico?
–Eso es todos los días. No hay cosa más aterradora que hablar a un gran público. Hay momentos de una gran tribulación, días que sale bien y días que no. Lo que no se puede es hablar por hablar. Siempre la palabra tiene que tener un contenido. Y más cuando tiene un contenido político (quiero decir culto). La política al margen de la cultura es un ejercicio inútil. Tiene que tener un valor cultural –y la cultura es cultivar– es la parábola del sembrador. Cuando uno habla lanza una semilla que florecerá o no, la veremos o no, pero esa es la misión del maestro, del orador, del que habla, del que trata de persuadir, de unir, de prodigar con la palabra determinado sentimiento.
–La ciudad precisa de quien la enaltezca, además de con acciones, con palabras. Usted lo ha hecho de las dos formas… ¿Se siente satisfecho con lo que ha conseguido?
–Cualquiera que sea la ciudad, no me interesa cual sea. Para mí la ciudad de cada uno es aquel espacio en el que nació. A veces la ciudad es un pequeño pueblo que no deja por eso de ser bello. Toda comparación me parece abominable. Hoy más que nunca la ciudad esta, la de La Habana, necesita cantores, porque estamos a punto de cumplir su 500 aniversario y nadie habla de eso.
–Para muchos usted es el novio de La Habana, ¿cuáles son los principios en que se funda ese amor?
–La Habana no puede tener novios viejos. Tiene que tener siempre novios jóvenes. Yo soy uno más de una multitud que le ha cantado, que le ha tributado a una ciudad verdaderamente maravillosa y única. He conocido muchas ciudades y –puedo asegurarte– elogio a todas, todas son maravillosas; pero es que La Habana es muchas ciudades en una; son muchas cosas en una sola, son sus barrios… Es una ciudad imaginativa, creadora…, su gente también. Es un verdadero desastre que se esté «arrabalizando», que se imponga la necesidad y que no pueda conducirse la aspiración a mejorar, teniendo en cuenta la belleza.
–¿Qué parte de La Habana le duele? ¿Cuál alaba?
–Acabo de cumplir 50 años de mi trabajo, de los cuales he dedicado 25, solo, dentro de las prioridades, a tratar de preservar esa sonrisa de La Habana que es el Malecón. Me ha dolido que el mar, que tanto amo, haya dañado irreversiblemente el Malecón y que tenga que asistir a la demolición de edificios del Malecón, por los cuales tanto he luchado. La cosa que más me ha dolido ha sido la necesidad de trasladar el monumento del Mayor General Calixto García. Nunca lo imaginé. Pero como el mar regresará, todo intento de restaurarlo por cuarta vez sería inútil. Lo único que me consuela es que dentro de pocas semanas comenzarán los trabajos en el nuevo emplazamiento y será tan bello, tan bello, tan bello… aunque ya no esté, necesariamente, cerca del mar.
–¿Qué privilegio tiene una ciudad con mar?
–Nosotros somos una isla. La isla es un barco. Dulce María hablaba de que los conquistadores, los viajeros europeos, llamaron al continente la tierra firme, y lo menos firme es la isla. Nosotros necesitamos el mar, tenemos un diálogo con el mar. En La Habana, en Santiago, en Cienfuegos, se repite un poco todos los días, lo que en Venecia, cuando el dogo, antiguo gobernante de aquella república, salía en el Bucintoro -que se llamaba así su nave maravillosa- se quitaba el anillo y lo lanzaba al agua, en un ritual que significaba el matrimonio, perpetuo entre Venecia y el mar. Nosotros todos los días reiteramos ese enlace con el mar.
— En las opiniones que envían los lectores a la web de nuestro diario, cada vez que usted está en nuestras páginas, se dejan ver profundos afectos hacia su persona. ¿Qué se experimenta cuando se sabe que se ha sido útil, que es tan querido?
–Es bueno. Decía Martí que los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan y los que odian y deshacen. Yo siempre he querido estar entre los primeros.
–¿Es Eusebio Leal alguien que pospone su vida personal para asistir al deber con Cuba?
–Yo creo que sí. Cuando por razones estrictamente cronológicas uno está muy cerca del fin se pregunta qué sería, por qué optaría si volviera a vivir. Si volviera a vivir sería cubano.
–En materia de privacidad, ¿es Eusebio un libro abierto?
–A veces demasiado abierto.
–¿Qué molesta poderosamente a Eusebio Leal?
–La chusmería.
–¿Qué lo complace totalmente?
–La contemplación de la belleza.
–¿Qué es un día de fiesta para Eusebio?
–El día que puedo quitarme el traje gris y vestirme de azul, como hoy.
–¿Qué hace con las memorias malas, las que le hacen daño?
–Se convierten en experiencias encarnadas.
–Además de cubano, ¿si volviera a nacer, qué más sería?
–Eternamente joven.
–Por ahí se dice que con esta noticia de la Feria, usted está como un niño con un juguete nuevo… ¿Es así?
–Ni estoy como un niño… ni como si tuviera un juguete nuevo. ¡Al contrario!, le tengo temor a la Feria, sobre todo porque no puedo cumplir con mi deber de ir a todas partes de Cuba. A mí me sorprendió muchísimo esa dedicatoria, que va unida por lo general al Premio de Ciencias Sociales que tuvieron la gentileza y la bondad de concederme. Sorpresa y gratitud sí. Ese sentimiento se lo manifesté a Juanito, el presidente del Instituto Cubano del Libro, pero estoy aterrorizado.
Madeleine Sautié
Granma