Aparentemente trivial, el tema de los abanicos atrae sin embargo a muchos especialistas, y hasta llena de frescura a las complicadas ciencias del lenguaje cuando se trata de explicar cómo las cubanas empleaban tan atractivas piezas para conversar en silencio con sus enamorados.
Los mitos griegos atribuyen a Eros, dios del amor, la creación del abanico con una de sus alas.

 «Al mover tu abanico con gracejo quitas el polvo al corazón más viejo»
Leyenda y mitología tienen su espacio en las diferentes versiones sometidas a la consideración de los que estudian el abanico. Los mitos griegos atribuyen a Eros, dios del amor, la creación de tan atractiva pieza con una de sus alas. En China, por el contrario, se da por cierta la historia de una joven cortesana que, obligada por el sofocante calor e impedida de mostrar su rostro, usó su máscara para aliviarse y concibió así el primer abanico rígido o sin cierre.
Lo que puede afirmarse es que pocos objetos han logrado tan amplia y rápida acogida. Ricos y pobres, nobles y plebeyos, comerciantes y sacerdotes, incorporaron pronto el abanico a su atuendo en calidad de objeto utilitario y de orden social. Mas, como toda invención, el abanico se torno complejo.
En el siglo XV aparecen, esta vez por el Lejano Oriente, los abanicos plegables o de cierres, presumiblemente inspirados en el ala de un murciélago. Los japoneses le atribuyeron un valor simbólico; para ellos representaba la vida: el pasador sería punto de partida de la existencia y las varillas, sus caminos. Portugal, España e Italia fueron los primeros países europeos en copiar el original diseño, a principios del siglo XVI. Más tarde llegó a Francia y Alemania.
En Occidente, el nuevo modelo tuvo aceptación total. Isabel I de Inglaterra consideraba estos abanicos como prendas de inmerso valor, al punto de no acceder a que sus súbditos le hicieran otro tipo de regalo. Durante el siglo XVII se puso de moda adornarlos con reproducciones de pintores afamados. La Francia republicana, sin embargo, los usó como medio de propaganda al imprimirles cantos en contra del antiguo régimen.
Al continente americano arribó el abanico plegable inmediatamente después de su introducción en Europa. En Cuba fue sinónimo de elegancia y buen gusto, tanto para la aristocracia como para las clases menos acaudaladas. Estas últimas concibieron abanicos con materiales pocos costosos, similares a los paipai que se usan en las Filipinas y China. En Cuba se les llamó pencas a tales abanicos de seda o palma, con mango de bambú, junco u otro material flexible, y más o menos adornados.
 De España heredamos el gusto por lo suntuoso, la religión católica, el idioma, ciertos platos, algunos bailes, el chiste agudo, entre otras peculiaridades que hoy forman parte de lo cubano. Pero hubo más: el legado que no rebasó los embates del tiempo y la modernidad, el de corta vida, al que pertenece una vieja y olvidada costumbre habanera: el lenguaje de los abanicos.
En algunas zonas de España, entre las que se destaca Andalucía, las mujeres hicieron de los abanicos un adorno parlante, al extremo de representar en combinaciones todas las letras del alfabeto. De igual modo se crearon expresiones abreviadas, casi siempre empleadas por las jóvenes en sus galanteos. La novelista sueca Fredrika Bremer llama la atención sobre tan femenina práctica en la Cuba del siglo XIX:
«El manejo del abanico es toda una pequeña ciencia, en la cual la española y la criolla ponen todo un lenguaje de señas que les permite conversar como y cuando ellas quieran, con el elegido de su corazón».
Los abanicos también fueron testigos, en la segunda mitad del siglo XIX, del incipiente patriotismo cubano. En ellos se dibujaron temas alegóricos a nuestras gestas independentistas, haciendo públicos los símbolos de la república en cierne. Otros resaltaron entre las pertenencias vendidas por resueltas damas con el fin de recaudar fondos para la guerra. Sin embargo, aquellas que se adentraron en el campo insurrecto no renunciaron a la tradición de llevar consigo esta prenda, confeccionándola de manera rústica con madera y papel.
Muy pronto surgieron en Cuba los primeros establecimientos asociados al comercio con los abanicos. Aunque la mayor parte estaban dedicados a la venta de piezas importadas, ya para el año 1798 se inició su fabricación en la Isla. Luego de un discreto crecimiento durante el siglo XIX, los años 1900 debutaron con un auge notable de la abaniquería nacional, sobre todo en La Habana intramuros.
La fábrica Señores Iglesias y Compañía, inaugurada en 1908 y sita en la calle Cuba, obtuvo el Gran Premio en una exposición dedicada a presentar al mercado cubano las muestras más originales. Dos tiendas de la Calle del Obispo, La Especial y La Complaciente habían concebido en el año 1901 el abanico Fedora, uno de los diseños más favorecidos por la prensa de la época, que tenía como característica el uso de motivos florales en su decoración y era un poco más grande que los manufacturados hasta ese momento.
Encumbradas damas de la nobleza habanera solicitaban frecuentemente a Europa abanicos con los países (porción de papel, piel o tela que cubre la parte superior del varillaje) en blanco, para ser decorados por artistas criollos o radicados en Cuba. Pintores como Leopoldo Romañach, Armando Menocal y Esteban Chartrand depositaron parte de su obra en manos de la mujer cubana.
 Dos abanicos con la firma de Chartrand y una reproducción del insigne Francisco de Goya forman parte de la respetable colección que atesora el Museo de la Ciudad de La Habana. En la Sala del Café del propio museo se exhiben los Vernis Martin, piezas tremendamente valiosas cuya producción data de finales del siglo XVIII y ha sido muy estimada en todo el mundo. Abundan los abanicos con varillaje de marfil, favorable para ser esculpido, grabado o pintado. Por esta razón se consideran los de más calidad. Nácar, madera de sándalo (apreciada por su exquisito olor), carey, plata, oro y plumas fueron algunos de los materiales empleados para fabricar los más de doscientos ejemplares que posee el Museo de la Ciudad.
La elevada calidad artística sitúa definitivamente a los abanicos más allá de las simples prendas femeninas. Muchos de ellos pueden ser hoy catalogadas como verdaderas obras de arte; otros sobresalen por su uso en ámbitos religiosos y de alta jerarquía social.
A unos pocos años del nuevo siglo, el acto de abanicarse sigue causando un deleite similar al que sintió la hija del mandarín chino en la cálida Fiesta de las Antorchas. Claro está, que lo mismo podríamos decir del placer que sentimos al entrar en una habitación climatizada o, sencillamente, cuando nos refrescamos frente a un ventilador. Sólo que ambas experiencias no están avaladas por una historia tan bella ni tan antigua.

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