Figura mítica de la cultura cubana, Gertrudis Gómez de Avellaneda no ha encontrado aún la biografía que la ordene, explique y —al mismo tiempo— la ponga, para decirlo físicamente, en las manos de sus lectores. Con su gran maestría e intelecto, se acerca Antón Arrufat a la vida de una figura mítica de la cultura cubana y al abordar pasajes de su vida, el autor se pregunta qué hay de cierto y qué de imaginado en sus papeles autobiográficos. Este artículo fue publicado en el no. 20 de la revista Opus Habana, con portada de Aguedo Alonso.
 
«¿Hasta dónde su persona se ha objetivado en su escritura?, ¿qué hay de cierto y qué de imaginado en sus papeles autobiográficos?...», se pregunta Antón Arrufat al abordar pasajes de la vida de Tula, incluido su regreso a Cuba en 1859.

 Carece la Avellaneda de una biografía que utilice realmente los métodos actuales de indagación. Sus biografías son en total seis, hasta el presente. Cuatro fueron escritas por españoles. Por dos mujeres, Mercedes Ballesteros y Carmen Bravo Villasante, que es la más reciente, y por dos hombres, Emilio Cotarelo y Rafael Marquina. El primero la imprimió en Madrid en 1930 y es hasta ahora, pese a sus remilgos y pruritos morales, la mejor de todas. Rafael Marquina, español de larga residencia en Cuba, publicó la suya en La Habana, bajo el título de La peregrina. Los cubanos Domingo Figarola Caneda y Aurelia Castillo de González escribieron también estudios biográficos. Figarola realizó una verdadera aportación al dar a conocer las cartas que la Avellaneda envió a su prima Eloísa en 1838 con la descripción de su primer viaje a Europa y de su encuentro con la ciudad de Sevilla. A esto Figarola agregó la recopilación de los retratos que existían de la escritora. Sin embargo, todas tienen un defecto común: ser exclusivamente narraciones de acontecimientos con cierto orden cronológico, pero carentes de un análisis e interpretación de estos mismos acontecimientos, de las motivaciones de su conducta y sobre todo de su origen: los 22 años que vivió en Camagüey.
De su infancia y adolescencia, etapas formadoras en la actuación futura de un escritor —Baudelaire afirmaba que el poeta es aquel que tiene la facultad de recuperar su infancia a voluntad—, casi no se conoce nada más que lo que por sí misma narró en sus tres autobiografías (1839, 1846 y 1850), textos bastante breves y urgentes.
Citar y parafrasearlas es cuanto se ha hecho sobre esta etapa. Ignoramos cuánto hay de imaginario o de autoengaño, cuánto de estados ilusorios y estrategia de conquista. La más importante y extensa de estas autobiografías fue redactada para ser leída por su amante Ignacio de Cepeda. ¿Qué le ocultaba o qué intentó destacarle de su juventud? ¿Cuánto de verdad o mentira se encuentra en esa imagen intencionada, de la que se propuso que Cepeda se enamorara? Si con ésta quiso crear una imagen privada, con las restantes, compuestas para la prensa y un diccionario, se proponía la creación de una imagen pública. Al no existir una investigación documental que compulsar y comparar con los hechos narrados por ella misma, resulta imposible conocer qué hay de cierto y qué de imaginado en sus papeles autobiográficos. Los cuatro biógrafos españoles nunca estuvieron en Camagüey. No vieron ni la casa de la familia Avellaneda, que aún se conserva, ni realizaron una investigación sobre su entorno social. Creo que igualmente ocurrió a sus biógrafos cubanos. Las perplejidades que la lectura de estos textos íntimos generan en el lector, han quedado todavía sin resolver. No cabe duda; dado su interés en trabajar su escritura con su experiencia existencial, en la que incluyo la lectura de varios libros que la contaminaron, tal investigación acerca de sus primeros años explicaría en parte la génesis de las obras de su período juvenil, y las que escribió apenas llegada a España, todavía reciente su experiencia cubana. En este sentido no sólo nos falta esta biografía, sino en el de encarnar «un mito errante». La Avellaneda es una de las figuras míticas de la cultura cubana, tanto una escritora como un personaje literario, con su apariencia de protagonista de novela, de la que hablamos y conocemos algo, cuya personalidad nos atrae e interesa, al igual que ciertas partes de su obra, la que tal vez leemos poco, pero de la que hemos oído hablar. Esa especie de «rumor» que la circunda, que suele engendrarla y tergiversarla a veces, crea una imagen. Esa imagen, cualquiera que sea, parece precederla, estar al comienzo de la lectura de sus páginas. ¿Hasta dónde su persona, si puedo expresarme así, se ha objetivado en su escritura? En su época lo que llamamos «vida», buscó expresarse mediante la palabra. Fue un propósito y una ilusión. Antes, como observara Sainte-Beuve hablando de Racine, «la literatura era tan distinta de la vida, que nada llevaba de la una a la otra, y nadie tenía la idea de juntarlas». En el caso de la Avellaneda la imagen tiene una fuerza constante.
Acerca de esto citaré una anécdota personal. Una no, realmente dos: Siendo un niño de diez u once años oí pronunciar su nombre en casa de unos vecinos. Sospecho que no sería la primera vez —en el aula pude haberlo escuchado—, pero ésa fue una de las más impresionantes. Han transcurrido cerca de 50 años sin que la olvide. Sentado en la sala, junto a mis padres, durante la visita alguien la mencionó en medio de la conversación. El hijo de la dueña de la casa, hombre joven, locutor de radio y al que parecía gustarle leer libros, oyéndola mencionar exclamó con violencia despreciativa «¡Ésa era una puta!» A la vuelta de un tiempo, cuando empezaba a estudiar su obra, hablando con un amigo de la estancia de la Avellaneda en Pinar del Río, donde cuidaba a su esposo moribundo, de pronto me dijo «Por aquí cuentan que lo mató poniéndole veneno en el café». Ambas imágenes carecen, por supuesto, de fundamento real. Son tan sólo una demostración del mito.
Su mismo nombre y su apellido pesan en esta leyenda. Gertrudis Gómez de Avellaneda retumba como un trueno, y acalla ciertas consideraciones de hogareña ternura o de suave elegancia. Con su nombre sucede algo singular: pocas veces se pronuncia y escribe completo. Habitualmente se reduce a «la Avellaneda». Creo que a sus deudos y amigos les ocurría algo parecido, para ellos era simplemente «Tula». Vemos en la actualidad (o todavía) en ella a una mujer superior a las prevenciones y convenciones de su época, que fumaba tabaco y podía travestirse con ropas masculinas o llevar vestidos a la moda que desnudaban sus pechos, que tuvo una hija extramatrimonial y amó a varios hombres durante una vida de escándalos, tanto por sus escritos como por su conducta, que ciertas veces ella protagonizó y otras le hicieron los demás protagonizar. Fue en España una escritora combatida, porque era realmente provocadora. Este «mito errante» no ha encontrado aún la biografía que lo ordene y explique, y al mismo tiempo lo ponga, para decirlo físicamente, en las manos de sus lectores. Creo que, en gran parte, las biografías modernas que emplean todos los métodos de interpretación actuales tienen la función de encarnar un mito y a la vez de abrir la posibilidad de que se prolongue, sea restituido, fracturado, ampliado o reducido, es decir, propiciar una especie de debate reflexivo acerca de esa vida y de esa figura que solamente se obtiene, aunque parezca paradójico, mediante estas biografías.
La Avellaneda se formó en una sociedad interior, sin acceso al mar. En el siglo XIX esto tenía importancia. Eran sociedades apartadas, sin comercio marítimo, sin el arribo de barcos ni de libros. A Camagüey se llegaba a caballo, después de un largo recorrido. Ciudad de menos de 50 mil habitantes, de terratenientes y esclavos, novenarios y procesiones, largos almuerzos, patios interiores, calor y moscas. Un mundo enrarecido y a la vez muy vital, como han sido todos los mundos enrarecidos, en apariencia cerrados y en realidad y a escondidas, transgresores. Ella transformará este mundo, rebelándose contra sus principios rígidos, en el espacio de la escritura literaria.
En el tiempo de su adolescencia, la mujer ocupaba una posición muy singular. La Avellaneda pertenecía a una familia cubana, por parte de madre, de cierta posición económica. Eran dueños de tierras y poseían esclavos. La madre, Francisca Arteaga, casó con un teniente de la Marina española, Gómez de Avellaneda, varios años mayor que ella, de «mermado patrimonio» —afirma Cotarelo—, y, según cuenta su hija, fue un matrimonio «forzoso». Típico matrimonio concertado, donde el gusto y las conveniencias de los padres de Francisca intervinieron más que los de ella misma. No hubo amor entre ellos, sino una costumbre plácida que duró diez años. Cinco hijos nacieron de este enlace. Nueve años de edad contaba la Avellaneda cuando el padre murió. Tras su muerte, y con el nuevo matrimonio de su madre realizado a los diez meses «acaso con sobrada ligereza», opina la hija en su Autobiografía de 1839, comienza la idealización de su padre difunto. Lo verá como un hermoso caballero: «noble, intrépido, veraz, generoso e incorruptible». (Este padre incorruptible tenía varios hijos naturales, anteriores a su matrimonio, como se desprende de la lectura de los testamentos de la Avellaneda, quien parece haberlos conocido y sostener relaciones con algunos de ellos.) Si estas cualidades nos parecen, a nosotros lectores contemporáneos, demasiadas para una sola persona, para la Avellaneda poseen una consistencia: la de su deseo y la de su estrategia. La de su deseo, porque en ella existía la necesidad, alimentada por sus lecturas del romanticismo francés y por las valoraciones de su época, de amar mediante la idealización. Tuvo desde su juventud la tendencia stendhaliana a descubrir o dotar al objeto de su amor de cualidades un tanto sobrehumanas o sublimes, que tal vez poseyeran o tal vez no. Por estrategia, porque esta cristalización de su padre, fantasma luminoso que la acompañó a lo largo de su vida, debía oponerse en su hogar camagüeyano, y tal vez posteriormente en el de Sevilla, a la presencia real y física de su padrastro. En verdad su padre era un pequeño burócrata de la administración militar de la Colonia, al que ella nombraba como «comandante de puertos», y que figura en la fe de bautismo de su hija como «subdelegado de marina», nacido en un pueblecito enclavado en la Sierra Morena.
 Francisca Arteaga era, según el canon de su hija, muy hermosa, pero también era rica. Su marido, descendiente de una familia de antiguo linaje, un típico hijodalgo provinciano y empobrecido, que debió abrazar la carrera de las armas en busca de posición social y de prestancia. Quince años después de su muerte, casada Francisca Arteaga con otro hombre, su propia hija afirmará que ambos habían sido desdichados, porque se llevaban varios años y, sobre todo, porque no se amaban, aunque se guardaron fidelidad. Encontraremos luego en su novela Dos mujeres un hecho semejante, común en la literatura romántica, un topos: el enlace pactado por los padres de la pareja. Es en su propia vida donde la Avellaneda encuentra este problema, donde comienza a experimentar la situación social de la mujer como objeto manipulable. Caso curioso: por el hombre, pero con la complicidad de otras mujeres, abuelas y madres, víctimas y cómplices a la vez. Los dos casamientos de Francisca Arteaga, matrimonios diversos, el primero concertado y el segundo por amor, marcaron de manera imborrable a la hija. A los dos se opuso. No sólo al convenido, lo que es plausible, sino al que ella debió considerar auténtico. (Después veremos que estos dos enlaces la indujeron a crearse una opinión independiente del matrimonio.) Tanto la atormentó que su madre se hubiera unido a un hombre por pacto familiar, como que se casara casi de inmediato, tras la muerte de su marido, con otro. Ese marido era su padre, y por vez primera tenía conocimiento de la muerte de «un ser querido», y sentirse desplazada del afecto de Francisca, determinaron tan larga influencia. Cuando falleció su padre, de los cinco hermanos quedaban dos, ella y Manuel, que constituían el centro del afecto de sus padres, siendo «tiernamente queridos». Francisca sentía y manifestaba cierta preferencia por el hijo varón, y Gómez de Avellaneda hacia la hija. «Acaso por esto, y por ser mayor que Manuel cerca de tres años, mi dolor en la muerte de papá fue más vivo que el de mi hermano», escribe en su Autobiografía de 1839.
Hemos visto que ella se encontraba fascinada por la personalidad de su padre, objeto de su admiración y devoción, a quien dotó de cualidades que siempre consideró como excepcionales. Pero a su vez, era la preferida de su padre. Estaba protegida por él, mimada y cuidada. Se sentía unida a su cuerpo y a sus cualidades, sin que existiera aparte como otra persona. Después de su muerte y tras el segundo matrimonio de Francisca, se descubrirá como única, y comenzará a cuestionar los principios éticos en los que ha sido educada. En su Autobiografía del 39 hay una confesión realmente significativa, que cualquier freudiano podría sicoanalizar gustoso, la descripción del lugar vacío que el padre ocupaba en la cama matrimonial, y que llenará el cuerpo del padrastro. El padrastro era, además, también militar, pero joven. Y ostentaba una condición, había sido elegido por su madre, con la oposición esta vez de toda su familia. Con ironía escribirá la hija: «mamá tuvo para esto una firmeza de carácter, que no había manifestado antes, ni ha vuelto a tener después». La Avellaneda sintió una aversión impresionante por este hombre joven que venía como un intruso a ocupar la cama que era de su padre. Quizá sorprendiera a los recién casados en ternezas y caricias, intercambiarse miradas de deseo y hasta los viera besarse. Estas dos cosas: la sustitución y el sentirse desplazada, nunca las olvidó ni se las perdonó a su madre. Se sintió sola. Vagaba por la casona camagüeyana, rodeada de amiguitas y de esclavos, sintiéndose abandonada y distinta. Pasaba casi todo el tiempo leyendo encerrada en «el cuarto de los libros». Buscó refugio en Manuel, su único hermano carnal y que llevaba el nombre de su difunto padre. Formaron una extraña pareja de niños, inteligentes y despiertos. Tuvieron siempre entre ellos una gran afinidad —Manuel leía tanto como su hermana—, una real simpatía, un misterioso vínculo, infrecuente y singular entre hermanos de diferente sexo y edades diferentes. Ella se apoyaba en él y el hermano en ella, no solamente en su adolescencia y juventud en Camagüey, sino también en España. Manuel la comprendía y admiraba, o tal vez la admirara sin comprenderla, como suele ocurrir con frecuencia. Una gran pena, o para usar un término que complacía a los románticos, una desgracia le estaba reservada casi al final de su vida: la muerte de este hermano. Su pérdida, de la que ya no se repuso, ocurrió tres años antes de que la Avellaneda falleciera en Madrid, en 1873. El hermano, además de pasar junto a ella largas temporadas, intervino en dos momentos cruciales. Menciono el primero:
Cuando llegan a España, la Avellaneda va a residir en la Coruña junto a la familia de su padrastro Escalada, donde es considerada una niña bien, despreciada por inútil en las labores domésticas, propias de una mujer. No sabía lavar, hacer calceta, planchar ni fregar la loza. Las hermanas de Escalada le reprocharán insidiosas y burlonas la posición económica que gozó en Camagüey. (Aunque resulte sorprendente, Galicia era más rural y pobre que el Camagüey que habían abandonado.) Porque se pasaba el día leyendo, hablaba de otra manera y estudiaba a Rousseau, la motejaban como «la doctora» y la calificaban de «atea». Decían, por tanto, que no era buena para nada «porque no hacía las camas, ni barría mi cuarto. Según ellas, yo necesitaba veinte criadas y me daba el tono de una princesa». Sin duda algo de cierto hay en esta conducta y en estos reproches. Acostumbrada a que las esclavas de su familia realizaran los quehaceres de la casa, la vistieran, peinaran y abanicaran en los días calurosos, no necesitó aprender lo que las hermanas de su padrastro llamaban impositivas la «obligación de su sexo». De esta existencia desdichada en un hogar cuyos miembros aspiraban a tiranizarla, la salvó su hermano llevándosela a Sevilla.
La siguiente intervención decisiva de Manuel fue en Cuba. Como es sabido, la Avellaneda regresó a su país en 1859, tras 23 años de ausencia. (Desde antes Manuel, casado con una cubana, vivía en la villa de Guanabacoa.) Si exceptuamos la novela El artista barquero, escrita durante los primeros años de su estancia en la Isla, lo más importante de su obra ya estaba terminado, su energía creadora declinaba, y posteriormente no produciría nada de significación. Regresó casada con su segundo marido, el coronel Domingo Verdugo, militar español como los fueron los esposos de su madre. (Al marido ella reducía el apellido y lo llamaba «Hugo» para atenuarlo.) Su regreso fue triunfal. Dondequiera que estuvo, en La Habana, en Cienfuegos, en Cárdenas, fue homenajeada y coronada. Como una gran figura volvió a Camagüey, escenario de su juventud, y la recibieron en un teatro adornado con flores y alfombra carmesí, en las paredes medallones con los títulos de sus obras en letras doradas y colgado en el escenario un gran retrato suyo orlado de gasas azules. Hubo discursos y declamación de poesías, compuestos en su honor. Pero la culminación de estos homenajes había ocurrido meses antes en La Habana, una de esas coronaciones a las que Rubén Darío calificó de «espléndidas humoradas». Se realizó en el Tacón, el mejor teatro de la ciudad, en una noche de enero de 1860. Adornaban el teatro jarrones con rosas sobre pilastras doradas, guirnaldas de gasa azul y blanca, candelabros encendidos, grandes sillones en el escenario sobre alfombra roja. Se tocaron piezas para piano y violín, y cantantes italianas y españolas, de paso por La Habana, cantaron arias y dúos operáticos. Se representó su obra en un acto, La hija del rey René, por estudiantes de declamación. La Avellaneda se sentó debajo del retrato de la reina Isabel II. Miles de señoras y señores ocuparon los palcos y el lunetario. Se pronunció un discurso en su elogio y se leyeron versos. En uno de esos instantes ocurrió un imprevisto muy latinoamericano, un grotesco tropical: un hombre de cabellos largos y mal peinados, piel amarillenta y vestido de negro subió al proscenio y comenzó a leer un romance en elogio de Gertrudis Gómez de Avellaneda, con grandes gestos y voz grandilocuente. Aquello no tenía fin y el público se impacientó. Se oyeron risas, después carcajadas y por último gritos conminatorios para que terminara. El individuo seguía inconmovible su recitación. Un poco antes, Enrique Piñeyro, testigo excepcional, reportero de un periódico de teatros, caminaba indiferente los corredores, se paraba un momento y miraba por las persianas de los palcos, cuando el bullicio lo hizo colocarse entre bastidores. Pudo entonces ser testigo «del efecto que final tan estupendo —escribe irónico—... producía en la Avellaneda... A medida que el escándalo crecía, iban sus ojos lanzando dardos de fuego. Apretaba los labios con más fuerza cada segundo, y pronto descubrí una gota de sangre que se deslizaba silenciosa, arrancada por la impotencia con que en tal ocasión su inmenso orgullo e indomable carácter luchaban desesperados». Más adelante advierte Piñeyro que sería inútil buscar alguna comprobación o indicio. El censor de prensa recibió orden de las autoridades de no dejar pasar impresa ni una palabra sobre el incidente. Cuando éste terminó, Luisa Pérez de Zambrana y la condesa de Santovenia alzaron una corona de oro macizo, esmaltadas las hojas de laurel, con la que ciñeron la frente de la Avellaneda. La pequeña mancha de sangre, que el pañuelo no consiguió borrar, permanecía bajo el labio. Resonó entonces el canto de un himno compuesto en su honor. Ella leyó unas cuartetas de agradecimiento. Se obsequiaron dulces y helados. Se repartieron un retrato de la poetisa y una medalla conmemorativa. Nada faltó a este evento de suprema cursilería y encantadora ingenuidad. A la salida un lujoso coche la esperaba y la condujo a su casa. Quizá la Avellaneda recordaría, en una suerte de superposición temporal, la coronación pública de otro poeta, José Manuel Quintana, acaecida en Madrid en 1855, cinco años antes, a la que ella asistió y donde recitó una oda en su homenaje, pomposa y aburrida, desde lo alto de una tribuna. Quintana pasaba de los 80 cuando fue coronado y murió dos años después. De aquella coronación quedó un enorme cuadro al óleo, en el que la Avellaneda aparece durante su lectura. Tiene recogido el cabello sobre la nuca con una cinta tal vez ridícula, viste un traje lujoso, las mangas de encaje. Sin duda no es la mujer de antes, esbelta, largo cabello en crenchas, descotada y juvenil, sino una señora gruesa, el perfil agudo, que oculta su gordura en un vestido inmenso, y solamente deja ver los opulentos brazos y un brazalete en forma de serpiente enroscada. A esta mujer fue a la que vieron los cubanos, perdida su antigua belleza y los arrestos de su juventud. Era ahora muy conservadora, muy religiosa y la llamaban doña Gertrudis. Caminaba con lentitud y los rigores de un clima al que ya no estaba acostumbrada la obligaban a quejarse de jaquecas y desfallecimientos, y a secarse constantemente el sudor con un pañuelo. «Es raro que un poeta, un artista, sea conocido en su primer y encantador aspecto; la fama le llega más tarde, cuando las fatigas de la vida, las torturas de las pasiones han alterado su original fisonomía, cuando queda una máscara gastada donde cada dolor ha puesto como estigma una huella o una arruga. Esta última imagen, que tiene también su belleza, es la que se recuerda». (Théophile Gautier.)
Otro aspecto no escapó a la perspicacia de Enrique Piñeyro. Vuelvo a glosarlo.
En La Habana algunos jóvenes aficionados a las letras se mantuvieron alejados de la poeta y de su marido el coronel. El sentimiento y los principios separatistas se habían agudizado desde que abandonara Camagüey. Estos jóvenes «no habían querido tomar parte activa en la proyectada apoteosis, aunque se abstenían de oponerse abiertamente». Para ellos no había regresado como una cubana deseosa de volver a su patria ni a título de celebridad literaria, sino —o también— como la mujer de un militar del séquito del futuro Capitán General de la Isla, que llegaba a tomar posesión de su cargo. Esperaban —o temían— que Verdugo fuera designado para algún cargo militar, como en efecto sucedió. «Yo fui de ese número de jóvenes —confirma Piñeyro—, y bien recuerdo que algunas veces en que la veía pasar sentada en el quitrín abierto al lado de su marido, sentía acudir a mi mente aquellos versos del Rimorso de Berchet: É la donna d’un nostro tiranno/ é la sposa dell’uomo stranier».
Sin embargo el «extranjero» le resultó a Piñeyro interesante. Se fijó en su palidez, en su piel mate, en su mirar melancólico de enfermo. Verdugo convalecía de una estocada que recibió en Madrid. No era reciente, habían transcurrido casi dos años, pero el hombre no sanaba. Respiraba con dificultad, se quedaba sin voz, tenía frecuentes recaídas. Un mediodía de abril de 1858 caminaba el coronel Verdugo por una calle madrileña. Un individuo lo seguía desde hacía rato hasta que, colocándosele delante, se le interpuso. Verdugo lo reconoció: era el mismo que había arruinado la representación de una obra de la Avellaneda lanzando un gato vivo al escenario. Mediaron palabras y tal vez insultos. El individuo, Antonio Ribera, tipo intranquilo e impulsivo, con antecedentes penales, confesó después de su detención que Verdugo le había gritado ¡pillo! y ¡tunante! Con ademán inesperado abrió el bastón que llevaba y sacó un estoque oculto. Dos estocadas le dio a Verdugo: una superficial y la otra realmente grave le penetró en el pulmón derecho. Cayó en la calle arrojando sangre por la boca. El agresor huyó, y fue detenido a varias cuadras del suceso. El marido de la Avellaneda estuvo largo tiempo a dos dedos de la muerte, y sobrevivió tan sólo quedando débil, con la salud quebrantada. Esto le había ocurrido al hombre que Piñeyro veía pasar en el quitrín, bajado el fuelle, sentado junto a su mujer, sobre el asiento de seda azul. Estos jóvenes sintieron por él «cierta simpatía». Estaba enfermo y era el marido de una mujer a la que admiraban. Nombrado por el Capitán General al frente de tres circunscripciones militares —primero Cienfuegos, luego Cárdenas, por último Pinar del Río—, a las que Piñeyro define con el nombre de «satrapías», Verdugo gobernó —inesperadamente— con buenas intenciones. Mandó realizar obras de utilidad pública, reparación de calles, construcción de un teatro, inauguración de un hospital, una plaza y un monumento a Cristóbal Colón... Aunque de Verdugo se tienen pocos datos, es lícito intuir en este moribundo la urgencia por hacer algo antes de morir. Es el típico hombre enfermo al que se le ha anunciado la muerte, casi con una fecha fijada. La veía cada día avanzar un paso, acercarse, o mejor y más atroz, surgir de su propio cuerpo herido, como si naciera de sí mismo. La Avellaneda permanecía a su lado, al pie del lecho de este hombre que moría cada hora un poco, como había permanecido junto a su primer marido, Pedro Sabater, con el que casó a sabiendas de que padecía de un cáncer de laringe irremediable. En Dos mujeres encontraremos, en el espacio simulado de la escritura y en una singular prefiguración, a Catalina al pie del lecho del amante enfermo, especie de sacrificio que implica un deber y a la vez un placer oscuro. La Avellaneda había visto morir a su padre, a sus hermanos menores. Apenas llegó a Cuba supo que su madre acababa de fallecer en Madrid. La muerte la circundaba. Estaba más en su vida que en su literatura. Entre sus poemas, sólo hay uno valedero sobre la muerte, elegía solemne, hermosa y un tanto vacua. No está dedicada a nadie que ella conociera en persona, sino a uno de sus fantasmas, poeta que siempre admiró y que tanto le influyera, a José María Heredia. Pero Verdugo se moría. Tras cada gobernación que entregaba, salía más enfermo, en tanto pronunciaba discursos agónicos, con la voz ronca y vacilante, e inauguraba edificios. En la última de sus gobernaciones, en Pinar del Río, la muerte lo alcanzó o terminó de surgir de su propio cuerpo. Sus múltiples viajes, de una ciudad a otra, le hicieron mucho daño. Tuvo fiebre, unas calenturas, sin fuerzas para recobrarse. No hacía ni un mes que llegara a Pinar cuando falleció. La viuda trajo sus restos a La Habana para darles sepultura. Donó la corona de oro, con la que ciñeron su frente durante el homenaje, a la Virgen. Hizo testamento y vestida de negro pasó el invierno en La Habana. Es dable suponer que esta muerte intensificara en ella sentimientos de culpabilidad. No podía ignorar que en la muerte de su marido ella estaba en cierto modo implicada. Había sido por defenderla ante su agresor que recibió la estocada de la que, finalmente, fallecería. Es probable que el móvil del hecho fuera político, lo que trataron de ocultar los periódicos españoles de la época, pero fue la Avellaneda, en una carta pública sumamente importante en este sentido, quien intentó revelar la verdad, y esa verdad, al descubrir el móvil político, la exoneraba, por lo menos ante sí misma, de cualquier culpabilidad. Ser eximida no pudo conseguirlo ni pública ni socialmente. Si se ignora lo que sucedió al agresor Antonio Ribera después de ser absuelto, de lo que no cabe dudar es de los sentimientos encontrados, culpabilidad y remordimiento, que tuvieron que provocar en la Avellaneda. La muerte de Verdugo, debilitado por la estocada de un hombre que arruinó la representación de una de las piezas teatrales que ella había escrito, no sólo era la extinción de un ser querido, con el que había vivido cerca de ocho años como esposa, sino de alguien que se expuso por ella, y este hecho le causó la muerte. Creo encontrar aquí uno de los motivos de la crisis de religiosidad que padeció la Avellaneda tras el fallecimiento de Verdugo. No era la primera de estas crisis, la anterior se produjo después de la desaparición de Sabater, cuando se retiró a un convento, en el que estuvo cerca de dos meses de recogimiento y prácticas devotas. Estos sentimientos, su soledad, largos insomnios, desilusiones y el presentimiento de que poco ya le quedaba por escribir, cierta esterilidad o el amago de la futura esterilidad, trágica en un escritor de 49 años, la inclinaron a la devoción, a la búsqueda de un consuelo, del consuelo divino. Volvió a la lectura de libros edificantes y devocionarios, manuales medianos, puro cliché piadoso. Lecturas convencionales de una buena católica. Sin duda su aflicción era auténtica, pero más sentida que especulativa, y no la inducía a plantearse graves cuestiones teológicas o místicas. Dada su vehemencia natural y su inclinación romántica por lo excesivo —hábitos de reclusión o de vida mundana igualmente prolongados—, comenzó a prepararse para un largo retiro en el convento habanero de Santa Clara, donde estuvo como pensionista cuando niña su amiga la condesa de Merlín. Esta vez, a la necesidad de encontrar alivio religioso a su pena, unía también la asistencia a un lugar donde pasara un tiempo su amiga y sobre el que había escrito. Por tanto, el convento de las clarisas no era para la Avellaneda una simple edificación de piedra, resultaba un escenario literaturizado, con el encanto o el prestigio que propicia este hecho. Lo que ella llamaba, usando un término sacralizante, «consagrar por el recuerdo». En tal momento, pendiente de tomar una decisión, decisión que tal vez la hubiera llevado a permanecer en Cuba definitivamente, se produce la segunda intervención de su hermano Manuel. Hacía sólo unos meses que residía en París con su mujer —por línea paterna descendía de franceses—, y al enterarse de que su hermana, agobiada por las penas y temerosa de su soledad, se proponía renunciar a todo y encerrarse en un convento, subió a un barco en Burdeos y 15 días después se encontraba ante ella. No queda testimonio de tal rencuentro ni de las conversaciones entre ambos hermanos —era Manuel «compañero inseparable en todas las vicisitudes de la vida»—, pero la Avellaneda desistió de su propósito y se dispuso a partir de Cuba. Comenzaron entonces las penosas despedidas. Con sus tocas de viuda y del brazo de su hermano, volvió a las ciudades en que había sido festejada, para agradecer y despedirse. Todo ahora resultaba muy distinto. Fueron a Matanzas, a Cienfuegos y a Cárdenas. Visitó las casas en donde había estado en circunstancias más dichosas y retornó a La Habana. Una ciudad no volvió a ver: Camagüey, a la que nunca regresaría. Aquellos jóvenes que se negaron a participar en su coronación, acudieron sin excepciones, a inclinarse «con respetuosa simpatía —nos dice Piñeyro— ante el dolor de la ilustre dama, el día en que se embarcó muy llorosa para España». Ella y Manuel hicieron el viaje juntos. La vuelta a España fue lenta. Duró tres meses, de julio a mediados de octubre. Permanecieron varias semanas en Nueva York, vieron las cataratas del Niágara, viajaron luego a Londres, después a París. Visitaban monumentos y museos. Manuel, respetando el luto, buscaba formas de mitigar la aflicción de su hermana. Entraron nuevamente en España al comenzar el otoño. Cinco años había durado la ausencia de la Avellaneda.






Este artículo es un fragmento de las charlas que Antón Arrufat, quien prepara un libro sobre el tema, impartiera en la Casa de las Américas en abril de 1990 y fueran publicadas a manera de prólogo en Dos mujeres (Editorial Letras Cubanas, 2000).

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