Publicado en el periódico Patria, el 10 de octubre de 1898, cuando se cumplía el 30 aniversario del Grito de La Demajagua, este artículo —con el título de «La bandera de Yara»— fue escrito para la ocasión por Fernando Figueredo Socarrás, quien fuera secretario privado de Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo cuando este era Presidente de la República en Armas, primer gobierno independiente cubano.
En este testimonio se basaron los historiadores para conjeturar una de las versiones sobre el origen y creación de la bandera enarbolada por Céspedes, el cual optó por una enseña diferente a la de Narciso López al proclamar aquel levantamiento.
Amanecía el día diez. El silencio más profundo reinaba en todas partes. . . La calma tan sólo era interrumpida por el oleaje que, al moverse animado por la brisa del mar, formaba el inmenso océano de caña que se perdía sin horizontes por todas partes; por el aire, que al columpiar majestuosamente las palmeras, susurraba en sus penachos de esmeralda y por los acompasados pasos incesantes, que, cual león enjaulado, daba un hombre en una da las estancias, el dormitorio principal, de la magnífica casa de vivienda del rico ingenio La Demajagua.
Las olas se estrellaban contra las rocas y el pequeño muelle del embarcadero, haciendo saltar en miriadas de perlas la blanca espuma que fabricaban en su incesante batallar...
El mar Caribe, testigo mudo de los crímenes consumados en todas las épocas por la inicua España, desde el descubrimiento y la conquista; desde el aniquilamiento de la raza india; desde la nefanda trata de infelices seres arrancados, sin piedad, a su suelo y a su familia, hasta las incontables iniquidades cometidas con los cubanos a través de cuatro siglos de opresión y tiranía; el mar Caribe, que mugía a los pies de la magnífica finca, ufano, mecía su cristalina superficie y venía mansamente a arrullar la grandiosa escena que allí, en son de protesta, acababa de representarse…
Por doquiera se distinguían grupos de hombres, envueltos en sus capotones o frazadas, teniendo por toda cama la madre tierra y por techumbre la inmensidad de la bóveda celeste, tachonada de estrellas: descansaban, entregados al más profundo sueño, de las fatigas de la noche anterior. En aquella confusión, mezclados entre hombres de todos colores, resaltaban algunos muy conocidos: Masó, Titá, Santisteban, los García Pavón, Emilio Tamayo y otros varios, se entregaban, cual la generalidad, en brazos del sueño. Habían dormido, a pesar de las condiciones de su situación, tranquilos y satisfechos. La noche anterior habían firmado el Acta de Independencia...
Los pasos no cesaban en la alcoba principal. Aquel león no había parado de medir su jaula toda la noche! Cuando el día alboreaba; cuando estimó que la hora había llegado; cuando ya aquellos hombres debieran para siempre romper con la tranquilidad y el descanso, se abrió la puerta y apareció Carlos Manuel con su semblante sereno, magnífico, remedando a Napoleón en aquella media luz, y midiendo la escena con su mirada de águila permitió que una sonrisa animara sus labios. Despertó a sus compañeros de conspiración. «En pie —les dijo— el soldado del deber no debe consentir que la aurora lo sorprenda en la cama». Uno tras otro fueron incorporándose, sin darse cuenta, en su actitud soñolienta, cuándo y de qué manera habrían sido rendidos por la fatiga.
Tres correos se habían despachado a la ciudad a explorar los movimientos del enemigo, en presencia de las escenas de La Demajagua, con instrucciones de que cada uno, por separado, comprase parte de la tela que se necesitaba para fabricar el estandarte que, en nombre de Cuba, debían jurar sus libertadores, allí, en el batey de La Demajagua, y que al iniciarse la campaña debía proteger los soldados de la santa causa.
Cuando se hizo la natural indagación, se averiguó que habían llegado el rojo y el blanco. Faltaba el azul, indispensable para terminar la enseña que habría de representar las aspiraciones del pueblo oprimido. Mientras llegaba el correo con el color, Carlos Manuel, rodeado de un grupo interesantísimo, se esforzaba por dibujar el estandarte que la Revolución redentora habría de levantar. El lápiz pasaba de mano en mano. Era natural que en La Demajagua se enarbolara la misma enseña que tremolara en Cárdenas y que en Las Pozas se bautizara con la sangre de tantos mártires; que el 68 correspondiera al 51, y que Carlos Manuel fuera el vivo espíritu de Narciso López. Todos la conocían, todos la recordaban, y era muy fácil delinearla; pero el lápiz, infiel, pasaba por todas las manos, negándose a ser intérprete de la ansiedad del grupo patriótico, y nadie lograba producir una semejanza siquiera de la ensangrentada enseña: uno le confundía los colores; otro le multiplicaba las franjas; otros. . . en fin, se representaban todas las combinaciones, alrededor de un triángulo estrellado rojo unas veces, como la sangre en que había de empaparse el suelo virgen de la virgen Perla de los mares; azul otro, como el límpido cielo que la envuelve; pero la producción era imposible: la bandera no se concebía.
La hora apremiaba: el sol (¡el sublime sol de la libertad de Cuba!) empezaba a ascender por Oriente: las partidas de patriotas se dibujaban en el horizonte, afluyendo hacia la finca, avisadas por la conciencia del pueblo herido por la tiranía española, y correspondiendo al llamamiento del deber, hasta que, desesperanzados de levantar la enseña de Narciso López, se acordó combinar los tres colores, de la manera más artística posible. Por fin, después de varios ensayos y correcciones, se aprobó el estandarte que, en esa mañana memorable, habría de lanzarse al viento, desafiando la cólera de los opresores de Cuba...
Se acordó combinar los tres colores, formando la bandera de dos listas anchas, paralelas, dividiendo el campo superior en rojo, con su estrella, blanca; mientras que el azul ocuparía todo el campo inferior. Pero faltaba el azul. El correo había sido detenido y era imposible terminar la empresa ante aquella dificultad. En presencia de aquel conflicto y en momentos en que las oleadas de patriotas formaban una masa compacta en el batey y alrededor de la finca, Carlos Manuel, herido por una idea salvadora, e impulsado por su ardiente imaginación, se lanza veloz, como el pensamiento, a la sala de recibo: rasga el velo que cubría el magnífico retrato de su esposa, azul como el cielo que en aquel momento confinaba la sublime escena, y aparece, en medio de la multitud, que lo aplaudía, victorioso, más aún, orgulloso, porque su esposa, sonriente, hubiera concurrido, en el momento salvador, a resolver el difícil problema que los envolvía…
Manos piadosas, manos cubanas, se hacen cargo de los preciosos elementos, se empapan en la idea y momentos después, Carlos Manuel, erecto, con su frente ancha y límpida, que herida por los rayos del sol lucía y brillaba cual bruñido acero, se dirige a su pueblo, con el estandarte en la mano, y allí, ante el lábaro sagrado, se jura en el batey de La Demajagua, en medio de santo alborozo, llenos de indecible entusiasmo, luchar por los derechos de la infeliz cautiva, ser dignos de la libertad, ser independientes. . . ¡ o morir en la contienda!
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Al igual que otras fuentes de alto valor testimonial, este artículo fue incluido por Vidal Morales y Morales en Iniciadores y primeros mártires de la Revolución Cubana (pp. 262-264). De allí lo tomó Enrique Gay-Calbó para su libro Los símbolos de la nación cubana (Sociedad Colombista Panamericana, La Habana, 1958).