Una de las más recias personalidades artísticas del país y, sin duda alguna, uno de los imprescindibles de la plástica cubana del siglo XX.
Su figuración, creada en el arte del dibujo, apenas ha cambiado con el tránsito de una técnica a otra, como tampoco ha cambiado apenas la intención conceptual de su obra, fundada en esa visión del grotesco.
LA VOCACIÓN: «Yo nací en Guáimaro y soy uno de los cinco hijos de una familia campesina pobre y, aunque pasé parte de mi infancia acá en La Habana, lo mejor de esos años fue mi contacto con el campo cubano. Vivir en el campo me ayudó a familiarizarme con la naturaleza de una manera orgánica y muy natural. Como todos los muchachos de aquel lugar, me gustaba conocer a los pájaros por el canto, a los árboles por el tipo de hojas, a las flores por el color, y todo aquello que era como un juego, me fue dando una primera noción, muy inconsciente, por supuesto, del mundo al que pertenecía. Quizás lo que me hacía un poco diferente al resto de mis amigos era que a mí me gustaba también moldear figuritas con fango y con la cera de los panales. Mis figuras imitaban a los animales del entorno, lagartijas, alacranes… cualquier bicho, como parte de un juego de niño. Quizás ahí estuvo el principio de una vocación».
Como casi todo el mundo, conocí la obra de Roberto Fabelo antes de conocerlo a él. Empezaba yo en mis trajines periodísticos en El Caimán Barbudo y recuerdo que, en la oficina de diseño, se discutía si utilizar a varios jóvenes ilustradores, o sólo a Fabelo, para acompañar una muestra de nueva poesía cubana. Al final, la opción de acudir a una serie de dibujos de Fabelo que ya estaban en El Caimán fue la que se impuso, pero era tal el volumen de poesía a publicar que se hacía necesario llamar al artista para que entregara cinco o seis piezas más. Y entonces fue cuando conocí personalmente a Fabelo, y también del modo en que casi todo el mundo lo ha conocido, dibujando.
Aquella tarde Fabelo estaba en la oficina del director y mientras escuchaba la petición de Peyi, el entonces jefe de diseño de El Caimán, la mano prodigiosa de Fabelo, armada con un bolígrafo de tinta negra, iba trazando líneas con rapidez y aparente displicencia sobre un block de papel blanco. De pronto, de aquel amasijo de rayas empezaron a nacer dos extrañas cabezas –tal vez una pareja– que se miraban sin verse desde los ángulos no muy distantes de la hoja de papel, como viejos amantes condenados a compartir un mismo espacio que ya les resulta opresivo e insuficiente… Aquellas magníficas cabezas, conseguidas en los quince minutos que duró aquella conversación, de la cual Fabelo no dejó de participar, fueron a parar después a la portadilla del dossier de poesía publicado en la revista y, quizás por haber visto como nacían de la nada, uno hasta podía imaginar que haberlas dibujado había sido un acto al parecer fácil y natural.
LA ACADEMIA: Una de las cosas decisivas que me ocurrieron cuando matriculé en la Escuela de Arte es que, apenas comenzando, tuve contacto con importantes profesores como Antonia Eiriz, Servando Cabrera y otros que no eran grandes artistas, pero fueron excelentes maestros. Siempre recuerdo que Antonia dejó una gran influencia en todos nosotros, porque era una mujer encantadora, con una personalidad artística poderosa y un espíritu muy influyente, que nos llevó a tener las primeras reacciones ante la cultura, pues era muy incisiva en sus análisis. Su propia obra era de muy marcado carácter crítico, y me refiero a crítico en toda la línea, tanto por la imagen como en términos de realización. Tomar conciencia de esa postura artística fue muy importante para nosotros.
Servando Cabrera, por su parte, fue otro profesor maravilloso porque tenía el don de trasmitir cultura y de hacer pensar. Por si eso fuera poco, la pintura erótica de Servando enseguida despertó el interés de muchos de nosotros porque, sumado a su calidad, estaba el hecho de que era una pintura que se consideraba transgresora, agresiva y, aunque le llegó a costar un cierto ostracismo, para los jóvenes estudiantes tenía ese atractivo adicional de lo prohibido.
Por aquel entonces –año 1980– Roberto Fabelo ya era considerado una de las más seguras «promesas» de la joven plástica cubana y sus dibujos parecían en infinidad de exposiciones, revistas y libros. Con varios premios en salones nacionales e incluso internacionales, el artista empezaba a desbrozar el camino hacia un arte personal en el cual el dibujo aparecía como técnica más recurrente y ponderada por críticos y conocedores que hablaban ya de «la mano» de Fabelo y la exquisitez formal de sus dibujos más que de la expresión o el concepto de lo que se proponían. Porque el artista, siempre empeñado en la figuración, obcecado con la representación del cuerpo humano como reflejo de actitudes e historias recónditas, parecía vivir ajeno las tendencias renovadoras que se barajaban a su alrededor, mientras él establecía desde entonces una especie de clasicismo figurativo que se emparentaba directamente con la obra de dos grandes maestros españoles: Velázquez y Goya. Pero, a diferencia de aquellos tutores, al joven Fabelo aún le faltaba algo que iba a adquirir con el tiempo y que le otorgaría su definitiva maestría: añadir «demonio».
Pero tanto talento para el dibujo no podía esperar demasiado para expresarse y Fabelo debió hacer entonces su pacto con el Averno. Por eso el demonio de Fabelo llegó por vía natural: lo grotesco, que siempre se había anunciado en su obra, al fin se hizo presente de manera manifiesta y consustancial a su propuesta artística. Una dimensión más profunda y abarcadora apareció en sus dibujos de los años 80, a partir de sus series Imagen de lo popular (con la que se acercaba desde una perspectiva más crítica a la imagen del cubano, tratando de desmontarla en sus actitudes y sus comportamientos), Fragmentos vitales (instalación hecha con trozos de dibujos, en la cual rompía los formatos tradicionales y con la que ganó la Bienal de La Habana del año 84) y sobre todo en el grotesco expresionista de Mundo 3, en el cual superaba al fin todos los localismos, cualquier intención decorativa, y se colocaba en la antesala de su obra madura, de indudable mirada universal.
Desde entonces, dueño al fin de una propuesta personal en los conceptos y en la línea, con un arte cargado de segundas y terceras intenciones, Roberto Fabelo inició una etapa más enriquecedora de su trabajo, que lo llevaría a la definitiva consagración como el más grande –o uno de los más, para evitar ser absoluto, sobre todo cuando se piensa en la estatura física de Fabelo– dibujante de la historia de la plástica cubana.
LA PERSONALlDAD: «En realidad, no me interesa saber si estoy actualizado o no, si soy un tipo de vanguardia o no, a pesar de que me considero un hombre abierto a lo nuevo. Cada artista debe tener su tempo, su personalidad, sus ángeles y demonios y ésos son los míos prefiero seguir con ellos. Para mí ha sido importante lograr una personalidad definida y no creo que tenga sentido dedicarme a buscar a través de un sistema de rupturas, sino que lo mejor es hacer evolucionar algo que existe, sin grandes saltos, pero de manera continua.
Aunque Fabelo no lo podía imaginar –y mucho menos yo–, aquellas cabezas que dibujaba como un rapto, en cuanta reunión debía participar, fueron quizás la más visible evidencia del nacimiento de una estética personal, a la cual el artista mostraría una rara fidelidad en estos tiempos en que muchos se dedican a «quemar etapas». Por eso ahora es fácil advertir que una cabeza (la cabeza) es la representación que mejor resume el arte pictórico de Roberto Fabelo. Alrededor de este núcleo del cuerpo humano, el artista ha desarrollado, durante muchos años, las más diversas variaciones figurativas en una búsqueda de historias, sentimientos y actitudes humanas. Porque las cabezas de Fabelo nunca son fotográficas: son narrativas, y en ellas siempre hay una expresión que va más allá de la reproducción de rasgos, para entrar en el mundo insondable de la sicología de los personajes que va creando.
Cabezas cubiertas por gatos, perros, pájaros, lagartos que oprimen el cerebro –y las ideas. Cabezas ocultas tras máscaras que sirven para cambiar el sexo, la expresión, los sentimientos –o simplemente los ocultan–, dejando que se vean otros. Cabezas con sombreros o con flores, con adornos o con objetos grotescos. Cabezas negras y cabezas policromadas. Cabezas de hombres, de mujeres, de viejos, de niños que no parecen serlo, como los famosos personajes de Velázquez. Cabezas deformes, repulsivas, que agreden los sentidos y, sin embargo, ejercen una profunda atracción.
Cada cabeza es una historia. O dos, o mil. Una historia que imagina Fabelo y que lo lleva a representar esa testa. Mil historias que construyen quienes observan sus dibujos, pinturas, esculturas, acuarelas, plumillas... Cada historia remite a un personaje y cada personaje a una situación que siempre está en la contemporaneidad que va viviendo: cabezas que hacen la crónica de este tiempo sin que la lectura sea recta ni única, por esa plurivalencia que tiene el gran arte y que está muy presente en el arte de Roberto Fabelo...
No es casual, por ello, que moviendo los pies sobre las huellas marcadas por sus cabezas, Fabelo haya iniciado en los últimos años uno de los tránsitos más importantes de su obra: el que lo ha llevado del dibujo a la pintura, pasando por la fructífera escala intermedia de la acuarela. Sus papeles cuadriculados, en los que cada casilla funciona como una ventana indiscreta, por la que nos asomamos para ver una de sus cabezas, dieron la clarinada de la necesidad de color como complemento visual y dramático de la propuesta artística. La acuarela vino entonces en auxilio de Fabelo y con sus tonos habitualmente desvaídos, sabiamente manejados y precisados por «la mano» del artista, comenzó a colorear las galerías de cabezas, con tal acierto que por esta vía llegaron los reconocimientos internacionales, como el Premio de Honor obtenido con sus Veinte retratos al agua, en la Primera Bienal Iberoamericana de Acuarela de Viña del Mar, en 1996.
EL DIBUJO: «Es cierto, en estos momentos prefiero trabajar la pintura, pero no dejo de sentir que estoy enganchado al dibujo de manera entrañable, casi viciosa. En el dibujo yo he basado toda la imagen de mi trabajo y gracias a él accedí a algunas conclusiones, a algunas identificaciones con la imagen. El dibujo lo he realizado en las circunstancias más diversas y me ha servido como una manera bastante inmediata para expresar lo que siento y para comunicarme, primero que todo, conmigo mismo».
Pero, en realidad, la entrada del color y la pintura en el universo de Roberto Fabelo ha sido más un acto de continuidad que de ruptura, de evolución que de renuncia. Porque su figuración, creada en el arte del dibujo, apenas ha cambiado con el tránsito de una técnica a otra, como tampoco ha cambiado apenas la intención conceptual de su obra, fundada en esa visión del grotesco que incluso se inmiscuye en las agresivas figuraciones eróticas del artista. De tal suerte que, mientras pinta sobre lienzo, Fabelo no puede dejar atrás el dibujo, al que sigue acudiendo como vía expresiva más certera y cómoda, lo cual le permite crear un «banco de ideas» que, de un modo u otro, nutren al pintor en sus empeños mayores.
No es extraño, entonces, que sus «retablos» y «teatros» pintados al óleo resuman armónicamente el espíritu ya tradicional de sus dibujos. De tal modo, a las cabezas ahora le han surgido torsos, manos y pies que ya habían sido ensayadas en el dibujo y que acentúan la proposición deformadora del artista en la representación de unos seres humanos de prosapia goyesca, con los cuales Fabelo tiende sus peculiares puentes de diálogo con la contemporaneidad cubana y universal, sin rendir el menor tributo al costumbrismo y mucho menos al decorativismo.
Una cierta mirada teatral –o quizás carnavalesca, pero siempre agresiva, inquisidora– se ha instalado con firmeza entre las criaturas grotescas de Fabelo que, sobre un escenario (puede ser lo mismo el muro del Malecón habanero, asumido como síntesis de la vida de esta ciudad, que la superficie encortinada de un recinto teatral), «posan» como nueva corte de los milagros para el espectador y muestra, en su abigarrada convivencia con animales, hombres-monstruos y mujeres-nalgas, la diversidad de fenómenos (más espirituales que físicos) que pueblan nuestra realidad finisecular, llena de dobleces, enmascaramientos, ocultamientos y mutaciones (de todo tipo). Los teatros al óleo de Fabelo son, por tanto, su visión del «teatro del mundo», cuando la vida se hace difícil y se pierden los contornos de la verdad.
LAS INFLUENCIAS: «A diferencia de otros artistas cubanos que han aceptado o trabajado influencias del mundo africano, yo me siento desde siempre más ligado a los hispano, percibo que tengo más relación con esa cultura. Quizás un ejemplo de esa conexión esté en el rasgo grotesco que tan afín no es, o el sentido de lo picaresco, que me conecta con esos antecedentes pictóricos y literarios de la tradición hispánica que también pertenece ya a nuestra cultura… Por lo demás, Velázquez me parece un ejemplo paradigmático de pintor y acercarme a su obra me ha enseñado mucho en una propuesta en la cual la búsqueda de la figuración humana esté presente, y de más está decir que Velázquez, Goya y otros grandes maestros de la figuración siguen siendo nuestros contemporáneos… Pero, yo mismo me pregunto cómo es posible que, terminando el milenio, mantenga esa conexión casi visceral con la obra de hombres que vivieron hace varios siglos, después que el lenguaje del arte se ha diversificado tanto y, te aseguro, que no logro explicármelo con toda claridad. Por eso, la mejor respuesta que encuentro es que en mi formación esas influencias están ancladas de una manera que no se puede cambiar, porque también están relacionadas con mi necesidad de mantenerme vinculado a una concepción figurativa de la imagen, en la cual esos dos pintores son grandes columnas y renunciar a ellos, a estas alturas, sería como renunciar a mí mismo».
No deja de resultar curioso, por todo lo anterior, que rehuyendo a una belleza de recta decodificación, lejos de lo decorativo y lo visualmente agradable, Fabelo haya logrado ponerse de moda –incluso en mercados foráneos. Precisamente él, que huye de las modas, que no hace nada por acercarse a la moda, ha logrado crear una especie de «fabelomanía» que se hace evidente y multitudinaria en cada una de sus exposiciones habaneras, a las que sus fieles acuden como en peregrinación para asombrarse con el asombro previsible que nos provoca la obra singular de Roberto Fabelo.
Hoy, al borde de los 50 años, con una lista impresionante de premios a sus espaldas, con una extraña necesidad de búsquedas formales y conceptuales que no rompen con los estilos ya definidos, aquella joven promesa de la plástica cubana al que vi dibujar dos cabezas en una oficina de El Caimán Barbudo hace casi veinte años, es una de las más recias personalidades artísticas del país y, sin duda alguna, uno de los imprescindibles de la plástica cubana del siglo XX. Y si Alá, Jehová, Cuang-Cong (es importante, porque Fabelo adora a los chinos... y sobre todo a las chinas) o la vida lo quieren, también lo será del arte cubano del siglo XXI. Porque debe haber Fabelo para rato.
LA PERTENENCIA: «Para mí y para mi obra es necesario estar conectados con esta realidad, y por eso, jamás he pensado en instalarme fuera de Cuba… A mí me gusta mucho viajar porque creo que es indispensable, pero necesito a la vez estar aquí, no perder el vínculo. Yo no me siento ajeno a lo que ocurre cada día en Cuba, y me considero un protagonista, y no soy un protagonista acrítico aunque no haya sido todo lo crítico que debía haber sido. De todas maneras, yo quisiera que, en primer término, mi obra fuera vista y vendida aquí, que en Cuba hubiera magníficas galerías y que todos pudiéramos trabajar en el país, promover nuestra obra y vender de acuerdo a nuestra calidad. Pero, mientras eso sucede, yo prefiero recordar que en Cuba he tenido estímulos muy importantes para mi trabajo y que, para algunas cosas, soy un tipo bastante orgulloso: por eso, me quedo aquí».
Como casi todo el mundo, conocí la obra de Roberto Fabelo antes de conocerlo a él. Empezaba yo en mis trajines periodísticos en El Caimán Barbudo y recuerdo que, en la oficina de diseño, se discutía si utilizar a varios jóvenes ilustradores, o sólo a Fabelo, para acompañar una muestra de nueva poesía cubana. Al final, la opción de acudir a una serie de dibujos de Fabelo que ya estaban en El Caimán fue la que se impuso, pero era tal el volumen de poesía a publicar que se hacía necesario llamar al artista para que entregara cinco o seis piezas más. Y entonces fue cuando conocí personalmente a Fabelo, y también del modo en que casi todo el mundo lo ha conocido, dibujando.
Aquella tarde Fabelo estaba en la oficina del director y mientras escuchaba la petición de Peyi, el entonces jefe de diseño de El Caimán, la mano prodigiosa de Fabelo, armada con un bolígrafo de tinta negra, iba trazando líneas con rapidez y aparente displicencia sobre un block de papel blanco. De pronto, de aquel amasijo de rayas empezaron a nacer dos extrañas cabezas –tal vez una pareja– que se miraban sin verse desde los ángulos no muy distantes de la hoja de papel, como viejos amantes condenados a compartir un mismo espacio que ya les resulta opresivo e insuficiente… Aquellas magníficas cabezas, conseguidas en los quince minutos que duró aquella conversación, de la cual Fabelo no dejó de participar, fueron a parar después a la portadilla del dossier de poesía publicado en la revista y, quizás por haber visto como nacían de la nada, uno hasta podía imaginar que haberlas dibujado había sido un acto al parecer fácil y natural.
LA ACADEMIA: Una de las cosas decisivas que me ocurrieron cuando matriculé en la Escuela de Arte es que, apenas comenzando, tuve contacto con importantes profesores como Antonia Eiriz, Servando Cabrera y otros que no eran grandes artistas, pero fueron excelentes maestros. Siempre recuerdo que Antonia dejó una gran influencia en todos nosotros, porque era una mujer encantadora, con una personalidad artística poderosa y un espíritu muy influyente, que nos llevó a tener las primeras reacciones ante la cultura, pues era muy incisiva en sus análisis. Su propia obra era de muy marcado carácter crítico, y me refiero a crítico en toda la línea, tanto por la imagen como en términos de realización. Tomar conciencia de esa postura artística fue muy importante para nosotros.
Servando Cabrera, por su parte, fue otro profesor maravilloso porque tenía el don de trasmitir cultura y de hacer pensar. Por si eso fuera poco, la pintura erótica de Servando enseguida despertó el interés de muchos de nosotros porque, sumado a su calidad, estaba el hecho de que era una pintura que se consideraba transgresora, agresiva y, aunque le llegó a costar un cierto ostracismo, para los jóvenes estudiantes tenía ese atractivo adicional de lo prohibido.
Por aquel entonces –año 1980– Roberto Fabelo ya era considerado una de las más seguras «promesas» de la joven plástica cubana y sus dibujos parecían en infinidad de exposiciones, revistas y libros. Con varios premios en salones nacionales e incluso internacionales, el artista empezaba a desbrozar el camino hacia un arte personal en el cual el dibujo aparecía como técnica más recurrente y ponderada por críticos y conocedores que hablaban ya de «la mano» de Fabelo y la exquisitez formal de sus dibujos más que de la expresión o el concepto de lo que se proponían. Porque el artista, siempre empeñado en la figuración, obcecado con la representación del cuerpo humano como reflejo de actitudes e historias recónditas, parecía vivir ajeno las tendencias renovadoras que se barajaban a su alrededor, mientras él establecía desde entonces una especie de clasicismo figurativo que se emparentaba directamente con la obra de dos grandes maestros españoles: Velázquez y Goya. Pero, a diferencia de aquellos tutores, al joven Fabelo aún le faltaba algo que iba a adquirir con el tiempo y que le otorgaría su definitiva maestría: añadir «demonio».
Pero tanto talento para el dibujo no podía esperar demasiado para expresarse y Fabelo debió hacer entonces su pacto con el Averno. Por eso el demonio de Fabelo llegó por vía natural: lo grotesco, que siempre se había anunciado en su obra, al fin se hizo presente de manera manifiesta y consustancial a su propuesta artística. Una dimensión más profunda y abarcadora apareció en sus dibujos de los años 80, a partir de sus series Imagen de lo popular (con la que se acercaba desde una perspectiva más crítica a la imagen del cubano, tratando de desmontarla en sus actitudes y sus comportamientos), Fragmentos vitales (instalación hecha con trozos de dibujos, en la cual rompía los formatos tradicionales y con la que ganó la Bienal de La Habana del año 84) y sobre todo en el grotesco expresionista de Mundo 3, en el cual superaba al fin todos los localismos, cualquier intención decorativa, y se colocaba en la antesala de su obra madura, de indudable mirada universal.
Desde entonces, dueño al fin de una propuesta personal en los conceptos y en la línea, con un arte cargado de segundas y terceras intenciones, Roberto Fabelo inició una etapa más enriquecedora de su trabajo, que lo llevaría a la definitiva consagración como el más grande –o uno de los más, para evitar ser absoluto, sobre todo cuando se piensa en la estatura física de Fabelo– dibujante de la historia de la plástica cubana.
LA PERSONALlDAD: «En realidad, no me interesa saber si estoy actualizado o no, si soy un tipo de vanguardia o no, a pesar de que me considero un hombre abierto a lo nuevo. Cada artista debe tener su tempo, su personalidad, sus ángeles y demonios y ésos son los míos prefiero seguir con ellos. Para mí ha sido importante lograr una personalidad definida y no creo que tenga sentido dedicarme a buscar a través de un sistema de rupturas, sino que lo mejor es hacer evolucionar algo que existe, sin grandes saltos, pero de manera continua.
Aunque Fabelo no lo podía imaginar –y mucho menos yo–, aquellas cabezas que dibujaba como un rapto, en cuanta reunión debía participar, fueron quizás la más visible evidencia del nacimiento de una estética personal, a la cual el artista mostraría una rara fidelidad en estos tiempos en que muchos se dedican a «quemar etapas». Por eso ahora es fácil advertir que una cabeza (la cabeza) es la representación que mejor resume el arte pictórico de Roberto Fabelo. Alrededor de este núcleo del cuerpo humano, el artista ha desarrollado, durante muchos años, las más diversas variaciones figurativas en una búsqueda de historias, sentimientos y actitudes humanas. Porque las cabezas de Fabelo nunca son fotográficas: son narrativas, y en ellas siempre hay una expresión que va más allá de la reproducción de rasgos, para entrar en el mundo insondable de la sicología de los personajes que va creando.
Cabezas cubiertas por gatos, perros, pájaros, lagartos que oprimen el cerebro –y las ideas. Cabezas ocultas tras máscaras que sirven para cambiar el sexo, la expresión, los sentimientos –o simplemente los ocultan–, dejando que se vean otros. Cabezas con sombreros o con flores, con adornos o con objetos grotescos. Cabezas negras y cabezas policromadas. Cabezas de hombres, de mujeres, de viejos, de niños que no parecen serlo, como los famosos personajes de Velázquez. Cabezas deformes, repulsivas, que agreden los sentidos y, sin embargo, ejercen una profunda atracción.
Cada cabeza es una historia. O dos, o mil. Una historia que imagina Fabelo y que lo lleva a representar esa testa. Mil historias que construyen quienes observan sus dibujos, pinturas, esculturas, acuarelas, plumillas... Cada historia remite a un personaje y cada personaje a una situación que siempre está en la contemporaneidad que va viviendo: cabezas que hacen la crónica de este tiempo sin que la lectura sea recta ni única, por esa plurivalencia que tiene el gran arte y que está muy presente en el arte de Roberto Fabelo...
No es casual, por ello, que moviendo los pies sobre las huellas marcadas por sus cabezas, Fabelo haya iniciado en los últimos años uno de los tránsitos más importantes de su obra: el que lo ha llevado del dibujo a la pintura, pasando por la fructífera escala intermedia de la acuarela. Sus papeles cuadriculados, en los que cada casilla funciona como una ventana indiscreta, por la que nos asomamos para ver una de sus cabezas, dieron la clarinada de la necesidad de color como complemento visual y dramático de la propuesta artística. La acuarela vino entonces en auxilio de Fabelo y con sus tonos habitualmente desvaídos, sabiamente manejados y precisados por «la mano» del artista, comenzó a colorear las galerías de cabezas, con tal acierto que por esta vía llegaron los reconocimientos internacionales, como el Premio de Honor obtenido con sus Veinte retratos al agua, en la Primera Bienal Iberoamericana de Acuarela de Viña del Mar, en 1996.
EL DIBUJO: «Es cierto, en estos momentos prefiero trabajar la pintura, pero no dejo de sentir que estoy enganchado al dibujo de manera entrañable, casi viciosa. En el dibujo yo he basado toda la imagen de mi trabajo y gracias a él accedí a algunas conclusiones, a algunas identificaciones con la imagen. El dibujo lo he realizado en las circunstancias más diversas y me ha servido como una manera bastante inmediata para expresar lo que siento y para comunicarme, primero que todo, conmigo mismo».
Pero, en realidad, la entrada del color y la pintura en el universo de Roberto Fabelo ha sido más un acto de continuidad que de ruptura, de evolución que de renuncia. Porque su figuración, creada en el arte del dibujo, apenas ha cambiado con el tránsito de una técnica a otra, como tampoco ha cambiado apenas la intención conceptual de su obra, fundada en esa visión del grotesco que incluso se inmiscuye en las agresivas figuraciones eróticas del artista. De tal suerte que, mientras pinta sobre lienzo, Fabelo no puede dejar atrás el dibujo, al que sigue acudiendo como vía expresiva más certera y cómoda, lo cual le permite crear un «banco de ideas» que, de un modo u otro, nutren al pintor en sus empeños mayores.
No es extraño, entonces, que sus «retablos» y «teatros» pintados al óleo resuman armónicamente el espíritu ya tradicional de sus dibujos. De tal modo, a las cabezas ahora le han surgido torsos, manos y pies que ya habían sido ensayadas en el dibujo y que acentúan la proposición deformadora del artista en la representación de unos seres humanos de prosapia goyesca, con los cuales Fabelo tiende sus peculiares puentes de diálogo con la contemporaneidad cubana y universal, sin rendir el menor tributo al costumbrismo y mucho menos al decorativismo.
Una cierta mirada teatral –o quizás carnavalesca, pero siempre agresiva, inquisidora– se ha instalado con firmeza entre las criaturas grotescas de Fabelo que, sobre un escenario (puede ser lo mismo el muro del Malecón habanero, asumido como síntesis de la vida de esta ciudad, que la superficie encortinada de un recinto teatral), «posan» como nueva corte de los milagros para el espectador y muestra, en su abigarrada convivencia con animales, hombres-monstruos y mujeres-nalgas, la diversidad de fenómenos (más espirituales que físicos) que pueblan nuestra realidad finisecular, llena de dobleces, enmascaramientos, ocultamientos y mutaciones (de todo tipo). Los teatros al óleo de Fabelo son, por tanto, su visión del «teatro del mundo», cuando la vida se hace difícil y se pierden los contornos de la verdad.
LAS INFLUENCIAS: «A diferencia de otros artistas cubanos que han aceptado o trabajado influencias del mundo africano, yo me siento desde siempre más ligado a los hispano, percibo que tengo más relación con esa cultura. Quizás un ejemplo de esa conexión esté en el rasgo grotesco que tan afín no es, o el sentido de lo picaresco, que me conecta con esos antecedentes pictóricos y literarios de la tradición hispánica que también pertenece ya a nuestra cultura… Por lo demás, Velázquez me parece un ejemplo paradigmático de pintor y acercarme a su obra me ha enseñado mucho en una propuesta en la cual la búsqueda de la figuración humana esté presente, y de más está decir que Velázquez, Goya y otros grandes maestros de la figuración siguen siendo nuestros contemporáneos… Pero, yo mismo me pregunto cómo es posible que, terminando el milenio, mantenga esa conexión casi visceral con la obra de hombres que vivieron hace varios siglos, después que el lenguaje del arte se ha diversificado tanto y, te aseguro, que no logro explicármelo con toda claridad. Por eso, la mejor respuesta que encuentro es que en mi formación esas influencias están ancladas de una manera que no se puede cambiar, porque también están relacionadas con mi necesidad de mantenerme vinculado a una concepción figurativa de la imagen, en la cual esos dos pintores son grandes columnas y renunciar a ellos, a estas alturas, sería como renunciar a mí mismo».
No deja de resultar curioso, por todo lo anterior, que rehuyendo a una belleza de recta decodificación, lejos de lo decorativo y lo visualmente agradable, Fabelo haya logrado ponerse de moda –incluso en mercados foráneos. Precisamente él, que huye de las modas, que no hace nada por acercarse a la moda, ha logrado crear una especie de «fabelomanía» que se hace evidente y multitudinaria en cada una de sus exposiciones habaneras, a las que sus fieles acuden como en peregrinación para asombrarse con el asombro previsible que nos provoca la obra singular de Roberto Fabelo.
Hoy, al borde de los 50 años, con una lista impresionante de premios a sus espaldas, con una extraña necesidad de búsquedas formales y conceptuales que no rompen con los estilos ya definidos, aquella joven promesa de la plástica cubana al que vi dibujar dos cabezas en una oficina de El Caimán Barbudo hace casi veinte años, es una de las más recias personalidades artísticas del país y, sin duda alguna, uno de los imprescindibles de la plástica cubana del siglo XX. Y si Alá, Jehová, Cuang-Cong (es importante, porque Fabelo adora a los chinos... y sobre todo a las chinas) o la vida lo quieren, también lo será del arte cubano del siglo XXI. Porque debe haber Fabelo para rato.
LA PERTENENCIA: «Para mí y para mi obra es necesario estar conectados con esta realidad, y por eso, jamás he pensado en instalarme fuera de Cuba… A mí me gusta mucho viajar porque creo que es indispensable, pero necesito a la vez estar aquí, no perder el vínculo. Yo no me siento ajeno a lo que ocurre cada día en Cuba, y me considero un protagonista, y no soy un protagonista acrítico aunque no haya sido todo lo crítico que debía haber sido. De todas maneras, yo quisiera que, en primer término, mi obra fuera vista y vendida aquí, que en Cuba hubiera magníficas galerías y que todos pudiéramos trabajar en el país, promover nuestra obra y vender de acuerdo a nuestra calidad. Pero, mientras eso sucede, yo prefiero recordar que en Cuba he tenido estímulos muy importantes para mi trabajo y que, para algunas cosas, soy un tipo bastante orgulloso: por eso, me quedo aquí».
Leonardo Padura Fuentes
Escritor
Escritor
Tomado de Opus Habana, V. II, No. 3, 1998, pp. 32-39.
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