Obras de Mario García Portela, en las que trasluce un punto de vista muy personal sobre la cosa a representar, se exhibieron hace ya algún tiempo en el Centro Histórico, en la galería de la Casa Carmen Montilla.
Maestro de pintores y paisajista de por vida, Portela transgrede presupuestos teóricos para entregarnos un paisaje que linda con lo urbano y lo rural.

En un texto de Carlos Enríquez, el pintor-novelista distinguirá dos tipos de artistas en el ámbito pictórico nacional de los años 30: los que asumían temas y signos propios de la vida de la capital y  aquellos que se satisfacían con una producción creadora basada en visiones y símbolos de tierra adentro. Medio siglo después, Mario García Portela (Pinar del Río, 1942) parece ignorar esta división en su quehacer artístico.
Maestro de pintores y paisajista de por vida, Portela transgrede tales presupuestos teóricos para entregarnos un paisaje que linda con lo urbano y lo rural. De la ciudad viene la forma; de «tierra adentro», el espíritu. O, mejor dicho, del «pueblo de campo», expresión con que el cubano define ese mestizaje entre vida citadina y pastoril, que tiene su equivalente en el propiamente cultural.
Pero, ¿en qué me baso para decirlo? Sobre todo, en el silencio... Ésta es una pintura que parece tener su respuesta más estruendosa en el silencio que la envuelve como un tono más. En ella obra el tiempo como un cuerpo de ideas que gravitan siempre a recaudo de un solo elemento a color: detonante de un nuevo nivel de reflexión que al artista se le antoja en cada lienzo como un muñeco o polichinela, cuya ubicación, bien entre las rejas de un balcón, el quicio de una puerta o en cualquier otra locación, lo convierten en conmensurable testigo de la soledad y la incomunicación.
Si los paisajes urbanos de Chirico preconizan el mundo después de la catástrofe, los de Portela lo olvidan, en esa quietud renuente al periódico de la mañana, al noticioso último de la radio, donde el olor a tierra húmeda, más que respirarse, parece detenerse a perdurar en las cornisas, donde anidan, ya sin alas, las más diversas tonalidades de ocre.  Su temprano interés por la fotografía le permitió crearse un punto de vista muy personal sobre la cosa a representar. Asimismo, su parquedad cromática. De ahí su preferencia por el «contrapicado» fotográfico, para expresar lo propiamente arquitectónico; la piedra se subjetiviza, y también la madera, la herrajería.
El decir de esta visualidad puede parecer obvio; pero hay una acendrada presencia del buen hacer en dinteles, jambas y balcones, que bien remata el aleteo del claroscuro en los aleros. A propósito, todos estos recursos no son más que peldaños de un conjunto de detalles de carácter urbano, casi arqueológico, en su desnuda intimidad, que sólo reclama de su altivez la siempre soberana presencia del cielo. Es en el cielo, y no en otra parte del paisaje, donde culmina el hacer de este personal decir, cual una plegaria muda. El dibujo, sereno; así lo reclama un paisaje que se fija al techo de la imaginación a la misma hora del ángelus. Soberanía de la quietud, tanto como de la sensibilidad. El mar no se ve, pero se siente. También el sillón del anciano, recién pintado de blanco y verde. Y hasta la caída de la penca, sin estruendo alguno, como en un mar del cielo.
Quien ha vivido la experiencia de ver las tardes de nuestros pueblos... de campo, de caminarlas despacio, al igual que las horas que en ellas se dan cita, se percatará del linaje de estos lienzos: escuetos, sencillos, quietos, pero, sobre todo, auténticos.
Razón esta última que —en un género como el paisaje, tan proclive en estos tiempos al mimetismo indiscriminado de la realidad y la comercialización más animosa— desmarca a estas obras de cualquier compromiso de venta, para hacerse presencia de motivaciones y experiencias tan humanas como eternas.

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